Capítulo 30.

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SARAH.

Me ahogaba.

No sentía nada. Nada fuera de mí. Solo flotaba en el espacio, vacío, inexistente.

Pero me ahogaba. No podía respirar. Quería abrir los ojos, pero no podía, porque el exterior era completamente oscuro. Sentía una presión en el pecho que me impedía respirar. No sobre él, sino dentro, en su interior, apretándome los pulmones y arrancándome el alma un poco más con cada segundo que pasaba.

Hasta que se desvaneció.

Abrí la boca con avidez, inspirando profundamente. Temblaba. Respiraba entrecortadamente, y a pesar de estar en completo silencio, tampoco oía mi respiración. Era extraño, pero a pesar de lo débil que me encontraba, me sentía más viva que nunca, pues había sobrevivido a la muerte.

Y es que cuando miras a la muerte a los ojos y es ella quien parpadea primero, sabes –de alguna manera- que te has vuelto invencible.

Una luz comenzó a alzarse entre las tinieblas, como si al revivir yo, el exterior también lo hiciera.

Y fue entonces cuando comenzó el dolor. Una herida se me abrió en el estómago, y comenzó a borbotar sangre, que goteaba cayendo en el abismo. Apreté mi mano sobre el abdomen, gritando aterrorizada. Pero no oí nada. Salía demasiado sangre. La herida era demasiado profunda.

Grité con más fuerza, sufriendo espasmos por el dolor, incrédula, sabiendo que la muerte venía detrás mía.

Iba a morir, pero de alguna manera sabía que ya estaba muerta. Muerta, de antes, y por mi inminente muerte.

Y grité de nuevo, y el eco me devolvió el grito y el vacío lo acalló en el silencio.

¿Qué haces aquí?

Una voz grave sonó, mucho más consistente que la mía a pesar de su serena frialdad.

Miré a todas partes, pero nadie me devolvía la mirada. Estaba sola.

No, dijo la voz. No deberías estar aquí.

¡Sálvame!, le supliqué a la nada. ¡Para esto!

Este no es tu lugar, Serafina. Tu destino acabará aquí, como todas las almas. Pero no ahora.

Me giré de nuevo, esperanzada, y vi que comenzaba formarse una figura hecha de jirones de humo que se arremolinaban entre sí, hasta volverse más oscuros y consistentes. Sólidos.

Unos ojos azules resaltaron en la oscuridad mucho antes de poder vislumbrar sus facciones. Unos ojos que hablaban del mar Mediterráneo, y antiguas batallas en islas perdidas.

Algún día me alimentaré de todos los pecados que cometiste contra los míos, y créeme, deseo que llegue.

Unas alas de obsidiana aparecieron en su espalda, que batió para hacer desaparecer el humo negro que lo rodeaba.

Porque sé que tu destino es grande... Y mucho peor que la muerte.

Sonrió.

Palidecí.

Observé su rostro mulato esculpido en mármol, su tez exótica, su cabeza afeitada decorada con tinta aún más oscura que su piel. Su túnica de azul intenso, que aclaraba sus ojos. Su porte regio. Su sonrisa astuta.

Palidecí.

Yo... Yo te recuerdo, susurré.

La sangre goteaba en mi mano.

Su sonrisa desapareció. Se acercó a mi, colocando una mano sobre mi frente, sin rozar mi piel.

No deberías, dijo enfadado. Te salvaré, porque este no es tu destino. Pero como todo destino, el tuyo comienza con la muerte. Primero has de morir, pequeña Serafina.

Y su mano se cerró en un puño prieto, hasta que sus nudillos se tornaron blancos.

El dolor me recorrió de arriba abajo más de mil veces en menos de un instante. Veloz, letal, efectivo.

Como solo es la muerte al igual que el tiempo: irreversible.

Sin embargo, no grité. Pues sabía de alguna manera, que con esta muerte, me devolvía a la vida.

Ángeles en el infierno Donde viven las historias. Descúbrelo ahora