LYDIA
Los siguientes días pasaron casi como a cámara lenta.
Travis no había dado señales de vida, era como si hubiese desaparecido de la faz de la tierra y me estaba empezando a preocupar de verdad. Me planteé contactar con su familia pero me habían vuelto a requisar el teléfono y no tenía forma de hacerlo.
Seguía encerrada en ese maldito hospital, aunque estaba empezando a pensar que era más bien un manicomio porque, por las noches, lo único que se escuchaban eran los ronquidos de mi padre, recostado sobre el sillón de cuero que había a mi lado, y los llantos y gritos de otros pacientes.
Era insoportable, así que, claramente, no pegué ojo ni una sola noche.
Ya habían pasado tres días desde el incidente y, cuando entraba un doctor o una enfermera a hacer su revisión rutinaria, me incorporaba con la esperanza de que me fueran a dar la noticia de que al fin me dejaban salir de ese centro de lunáticos, pero todas y cada una de esas veces se iban por donde habían entrado.
Al cuarto día dejaron que Anna volviera a visitarme. Era la única que sabía que estaba en esa situación. Les había suplicado a todos el máximo secretismo posible, ni siquiera Agus estaba al tanto de lo que sucedía, le habían dicho que me mareé ese día en mi cuarto y que aún me estaban haciendo pruebas, cuando la realidad era que me estaban cebando con el suero ese de mierda que me habían puesto por la maldita nariz.
Para los que no sepáis cómo funciona el tema, dejadme que os lo resuma; es la peor experiencia que podréis tener en esta vida. No solo el dolor es insoportable, sino que la sensación de que te están metiendo calorías, así de gratis, sin que tú puedas hacer nada para evitarlo, es el peor castigo de todos.
Otra de las cosas que habían cambiado era que ahora tenía una escolta para todo y, cuando digo todo, me refiero a absolutamente todo. No podía dormir sola, ducharme, hacer pis ni otras cosas —ejem— sola. Nada. Era como si de pronto me hubiera convertido en un bebé que necesita atención las veinticuatro horas del día. Era agobiante, pero claro, yo no tenía nada que decir al respecto. Ese había sido otro de los castigos, que cada vez que abría la boca, me mandaban callar o, simplemente, hacían como que no estaba.
Los médicos me preguntaban qué tal estaba, cuando lo único que querían oír eran mentiras. No querían que les dijera que tenía ganas de morirme en esos momentos, claro que no, ellos querían la típica respuesta de 'bien, gracias', pero ni tan siquiera con esas logré que me dejaran ir.
Y así fueron pasando las horas, lentamente, como si alguien hubiera detenido el reloj con la única finalidad de hacerme desesperar. Y cuando empezaba a sentir que de verdad no podía más, apareció aquella mujer que unos días atrás me prometió que me ayudaría a salir de todo esto.
Ella era la única del hospital que de verdad se preocupaba por lo que sentía. Me preguntaba si había dormido bien, si quería alguna revista para pasar el rato y se sentaba una hora por las mañanas y otra por las tardes a hablar conmigo.
Después de esa primera toma de contacto, volvió al día siguiente y me explicó que era una de las psicólogas del centro. Se llamaba Meredith y, desde luego, se estaba esmerando por hacerme confesar todo lo que llevaba dentro. De momento no es que le hubiera ido muy bien, yo ya me había convertido en una experta en ocultar emociones, pero ese día pasó algo, no sé bien qué, supongo que debió de pillarme con las defensas bajas porque se me escaparon un par de cosas que no debí haber dicho en alto.
—Cuéntame más sobre tu amiga— me pidió, levantando la vista de su cuadernito y mirándome con interés a través de sus gafas— Anna se llamaba, ¿no?

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Y si llueve, petricor
Romance¿Qué harías tú cuándo esa vocecilla de tu cabeza no para de repetirte una cosa? Que no eres perfecta. Lydia tiene que soportar vivir con esa voz, día tras día, tratando de ignorarla pero, muchas veces, no resulta nada fácil. La voz interior de Jaxt...