Una vez llegué al aeropuerto de Valencia, llamé a mi padre para pedirle que viniera a recogerme. Me había prometido que no iba a llorar, pero empezó a acribillarme a preguntas sobre porqué había vuelto y yo no sabía qué responderle, así que le repetí que viniera a por mí y le colgué.
Me senté en una de las sillas que había en el aeropuerto y, simplemente, esperé. Me dediqué a esperar y a pensar. Pensé en que ese aeropuerto me había visto derrumbarme ya unas cuantas veces, y que eso no era justo. Pensé que en España hacía más calor que en Italia. Pensé en lo mucho que me pesaban los pies cada vez que intentaba caminar y en lo difícil que me resultaba controlar la respiración. Pensé en que mi corazón se estaba saltando latidos. Y pensé en Alan. Siempre pensaba en Alan, pero esta vez lloré cuando la imagen de sus ojos humedecidos me inundó la memoria.
Él no se merecía nada de esto. Y yo no me lo merecía a él.
Intenté apagar mis pensamientos, sin demasiado éxito, hasta que distinguí la silueta de mi padre entre las multitudes del aeropuerto. Cuando él me vio, aceleró sus pasos y yo me levanté para abrazarlo. Sin embargo, fue él el que me recogió entre sus brazos, porque a punto estuve de caerle encima. Me fallaron las piernas. Me falló el corazón. Me deshice en sus brazos.
No podía dejar de llorar.
Cogió mi maleta y me acompañó hasta el coche mientras me rodeaba los hombros con una mano. No me preguntó nada en todo el rato, y tampoco lo hizo en el trayecto en coche, cosa que le agradecí muchísimo. No quería hablar, y dudaba que pudiera hacerlo sin que se me quebrara la voz y volviera a empezar a llorar.
Llegamos a casa. Al abrir la puerta, me di cuenta de que sí la había echado de menos. No como se echa de menos algo de forma exagerada, sin poder dejar de pensar en ello; sino más bien de una forma sutil y nostálgica. No quería volver de Roma y de haber tenido otra opción no hubiera venido aquí, pero era mi casa, esa en la que había crecido y donde los recuerdos se amontonaban en cada rincón, y, de alguna forma, la había echado de menos.
Mi hermana fue a recibirme nada más di un paso dentro.
—¡Maaaaaar! —exclamó Sofía mientras corría escaleras abajo y me saltaba encima—. ¡Ya has vuelto! ¡Pensaba que te habías ido para siempre!
—Yo nunca me hubiera ido sin ti, pequeña.
Le di un beso en la sien y la abracé con fuerza. A ella sí que la había echado de menos de forma exagerada.
Luego apareció mi madre y bajé a Sofía para saludarla con un abrazo. Sus ojos me escrutaron el rostro en busca de respuestas después de haber advertido las lágrimas que casi se habían secado en mi piel, pero yo negué ligeramente con la cabeza, dándole a entender que no quería hablar del tema ahora mismo. Ella esbozó una sonrisa comprensiva y no dijo nada más.
Subí a mi habitación, dejé la maleta, y, sin ni siquiera deshacerla, bajé las escaleras corriendo y salí de la casa para irme a la de Paula. Cuando llegué, llamé a la puerta y fue ella quien me abrió.
—¿Mar? —preguntó abriendo muchísimo los ojos, totalmente sorprendida—. ¿Qué haces?
No la dejé terminar. La abracé y empecé a sollozar con fuerza. Ella no tardó ni un segundo en devolverme el abrazo y llevarme a rastras a su habitación para que pudiéramos hablar tranquilas.
Se lo conté todo, aunque a rasgos generales, porque los detalles solo hacían que doliera más. La verdad es que no sé cómo conseguí articular palabra. Me dolía todo. Me sentía como enferma. Vacía. Algo estaba fallando en mi interior y parecía que me hubieran quitado un par de órganos y puesto lágrimas en su lugar. Me costaba hablar, respirar, caminar. Me costaba vivir. Me dolía el alma, y sobretodo me dolía el corazón. O, mejor dicho, el hueco que este había dejado.
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Las consecuencias de un nosotros
Storie d'amoreADVERTENCIA: esta es la segunda parte de una bilogía. Si no has leído la primera, ve a mi perfil y busca "Las consecuencias del desamor". ... ¿Cómo se vive al lado de alguien que sabes que vas a perder? ¿Cómo se afronta una pérdida que ya se ha vivi...