Idylla recordaba con claridad el día en el que había abandonado el norte de Dacia. Era una sucesión de eventos que se quedarían grabados en su memoria hasta el último de sus días.
Sin embargo, lo que pasó después de eso, se convirtió en un extraño borrón de escenas llenas de cortes y espacios en negro, a veces de situaciones indescifrables y otras veces, tan claras y repulsivas que prefería no recordarlas. Había hecho cuanto había podido para sobrevivir, para obedecer a la última petición de sus padres, aunque aquello significara hacer más de una cosa para la que jamás se había preparado, así como otras tantas que no le desearía a nadie experimentar.
El tiempo en ese viaje se transformó de un modo incomprensible. Los días y las noches se desdibujaban en el cielo sin que ella les prestase atención o al menos, fuese capaz de mantener alguna especie de cuenta.
Su cuerpo hacía una cosa, obedecía a unos instintos de supervivencia que no sabía que tenía, mientras su mente se contraría sobre sí misma, doblando de forma lenta y precisa todos los recuerdos que había acumulado hasta ese momento, como guardándolos en un lugar seguro para después, para un momento en el que pudiera permitirse reflexionar sobre ellos.
No recordaba haber llorado después de esa primera noche. Era como si hubiese agotado todas sus lágrimas y con el pasar del tiempo, estaba siempre tan sedienta, que tuvo la sensación de que simplemente jamás había podido recuperarlas y, por ende, era incapaz de utilizarlas.
Se recordaba mirando a la nada por espacios de tiempo insanos. En parte porque había poco que hacer en las montañas para pasar los días y en parte porque no tenía la energía para nada más.
La comida que sus padres habían empacado para su viaje le duró muy poco. El hambre la acosó por muchísimo tiempo desde entonces. Incluso, podía recordarse a sí misma rodeada por toda la fauna de las montañas, como si en algún momento se hubiese dispuesto a morir con tal ahínco, que los insectos del lugar hubiesen comenzado a aceptarla como parte del entorno.
Recordaba el hambre, el cansancio, esa certeza de que la vida se le estaba escapando porque no sabía cómo remediar su situación, mientras pequeños escarabajos surcaban la tela de su vestido y algunas arañas comenzaban a explorar su cabello, en busca de un nuevo hogar.
La idea de sus instintos de supervivencia era algo que se negaría a recordar, aunque el sabor de todos aquellos insectos que se convirtieron en su principal dieta, se quedaría con ella por muchísimo tiempo.
Los flashazos le hacían saber que había huido, que había corrido, gateado y hasta se había arrastrado para seguir adelante.
Se recordaba peleando por un trozo de carroña de un animal desconocido en más de una ocasión. Jamás había logrado aprender a cazar, pero sí había aprendido a conformarse con lo que encontraba en el camino. Eso siempre era mejor a recurrir a los insectos del interior de las cuevas.
Sabía que había llegado a comerse todo lo que crecía en las llanuras más de una vez, que había enfermado por eso y que su cuerpo había terminado por adaptarse a esa dieta, a la realidad que ahora tenía.
De todo lo que sus padres habían puesto en la mochila no quedó nada. Con el pasar de los días se había vuelto tan pesada y a la vez tan poco útil, que había terminado por abandonarla.
Había pasado lo mismo con sus cambios de ropa, con sus zapatos, con el vestido de verano y al final del largo y extenuante camino hacia la frontera, solo le quedaba su vestido de invierno hecho jirones y los pantalones de su padre.
La única cosa que podía decirle que la vida que había llevado antes de estar ahí había existido y no había sido producto de su enturbiada mente, eran los collares que seguía guardando celosamente bajo su ropa, un par de ellos, tan desgastados, que el hilo había sido remendado tantas veces que era casi imposible adivinar que en algún momento había sido un objeto para realzar la belleza del portador.
Sin embargo, una vez en la frontera, comenzó el verdadero infierno.
El lugar estaba vigilado, custodiado las veinticuatro horas y la única forma de conseguir alimento constante era a través de pequeños hurtos a los Guerreros que trabajan ahí, algo para lo que Idylla no se sentía preparada, que requirió de todo el esfuerzo de su cuerpo y mente, porque si no era capaz de robar una fruta o una cantimplora, sería incapaz de burlarlos para cruzar al otro lado.
Y deseaba cruzar. Necesitaba hacerlo.
Sabía que había un reino del otro lado y aunque no lo conocía, había rumores de guerra, caos y problemas, necesitaba ir. Necesitaba desesperadamente un lugar donde no la buscaran, donde pudiera convivir con otro ser humano sin el miedo a ser asesinada o devuelta al norte; necesitaba conseguir algo diferente, porque ahí estaba al borde de la locura.
Le tomó más tiempo cruzar la frontera que atravesar Dacia.
No tenía lápiz, papel, ni siquiera buena memoria. Aun así, luego de demasiados errores, logró memorizar los horarios, nombres, rutas y cambios en todos los Guerreros. Se hizo una idea del tiempo que le tomaría cruzar, de cuál sería el mejor camino y por fin, dio el salto.
Corrió por su vida por lo que le pareció una eternidad, asustada de la constante oscuridad, de cada ruido que hacía eco en las paredes de los túneles y de los retazos de luz que las lámparas de los vigilantes pintaban en los techos de las cuevas.
Pero al final lo consiguió. Logró cruzar la frontera luego de una alocada carrera de dos días, logró llegar a un lugar que prometía ser mejor y por fin, cuando llegó al primer pueblo, cuando pudo hablar con una persona de nuevo y sentir la calidez del contacto humano una vez más, cuando fue capaz de recibir una pizca de ayuda y de compasión, su mente y su cuerpo por fin parecieron conectarse.
Supo que había estado perdida por seis meses, que cruzar su reino le había tomado la mitad de un año: estaba a medio año de la vida que había perdido, de sus padres que la habían hecho ir sola y, sobre todo, de aquellos que la querrían muerta y por fin se permitió llorar.
ESTÁS LEYENDO
HIJOS DE DACIA
FantasyCompendio de cuentos canónicos de personajes originarios de Dacia, el reino de los viejos padres al noreste de Ziggdrall y que a día de hoy, era un misterio