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SACERDOTISA DE UN CASTILLO DE ARENA
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La kasbah era un castillo construido de adobe, uno de los cientos que salpicaban aquella zona remota de Marruecos dónde llevaban siglos abrazándose al sol. Hubo una época en que sirvieron de hogar a clanes guerreros y sus séquitos. Eran fortalezas primitivas, orgullosas, rojizas y de gran altura, con almenas como colmillos curvos de víbora y crípticos dibujos bereberes grabados en los altos y lisos muros.

En muchas de aquellas kasbahs, pequeños grupos de descendientes de los antiguos guerreros seguían ganándose la vida a duras penas mientras el tiempo lo corroía todo a su alrededor. Pero cuando Lucy encontró aquel lugar, había quedado abandonado a las cigüeñas y los escorpiones.

Varias semanas atrás, cuando había regresado a este mundo para recopilar dientes, se había sentido, bueno, insegura de regresar a Earthland. Ni por un instante dudó que lo haría; era solo que volver allí resultaba demasiado duro. A ese mundo con su bocanada de muerte en general, y en particular, al túnel minero. Los ecos y los inquietantes y agudos gritos de los murciélagos querubín, la suciedad, la oscuridad, los pálidos tuberculos que palpitaban como venas, la falta de privacidad, los bruscos «compañeros», ojos siempre fijos en ella y… la inexistencia de puertas. Eso era lo peor, no poder cerrar una puerta y sentirse segura, jamás, especialmente cuando estaba trabajando —porque cuando llevaba a cabo su magia debía sumergirse en su interior y quedaba completamente indefensa—. Y nada de dormir. Había tenido que buscar una alternativa.

Ocultar un ejército cada vez más numeroso de quimeras en el mundo de los humanos no era algo insignificante.  Necesitaban un lugar grande, aislado y próximo al Atlas que Klodoa le había mostrado para que pudieran ir y venir entre ambos mundos. También hubiera sido agradable que contara con electricidad y agua, pero Lucy ni siquiera había pensado que pudiera encontrar un lugar que cubriera las necesidades más básicas.

La kasbah las satisfacía a la perfección.

A ojos de todo el mundo tenía la apariencia con que Lucy lo había descrito en su único y breve correo electrónico a Levy: la de un castillo de arena, un enorme castillo de arena. Era gigantesca, como una ciudad entera —callejones y plazas, barrios, una posada, un granero y un palacio—, toda vacía y repleta de ecos. Sus constructores la habían imaginado a escala legendaria, y situarse en su patio enlosado, con muros de barro y techos a dos metros elevándose sobre la cabeza, significaba quedar reducido al tamaño de un pajarillo.

Era maravillosa: lucía rejas de hierro con decoraciones y madera tallada, hermosos mosaicos y elevadisimos arcos árabes, azulejos en los suelos color verde jade y molduras de Marfil de artesanos muertos largo tiempo atrás.

Y se estaba desmoronando, convirtiéndose en ruinas. En algunas estancias, los techos se habían derrumbado por completo, y varias torres habían quedado reducidas en un único rincón en pie, mientras el resto se habían desvanecido. Las escaleras no conducían a ninguna parte; las puertas se habrían hacia abismos de cuatro pisos de altura; los elevados arcos surgían precarios, surcados de grietas.

Por encima y por detrás, las laderas ascendían hacia el norte, dónde los dientes de la cordillera del Atlas mordían el cielo. Por delante y por debajo, el terreno descendía por un Pedregal cubierto de matorrales en dirección hacia el distante Sahara. Era un paisaje inhóspito, tan estático que daba la sensación de que el movimiento de la cola de un escorpión en kilómetros a la redonda podría llamar la atención.

Días d Sangre y Resplandor #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora