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Diana y yo nos veíamos poco

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Diana y yo nos veíamos poco. De lunes a viernes salía de mi casa a las siete de la mañana y regresaba hasta la noche, entre las nueve y las diez. Dos veces por semana iba a verla a la tienda de sus padres. Llegaba en un estado deplorable, sudado, con el cansancio estampado en cada músculo del rostro, y mi Janspor vieja y atiborrada de libros colgándome en la espalda. A Diana no le importaba como me viera, siempre me recibía con un beso aunque estuviera ocupada.

Disponíamos de una hora más o menos, su madre llegaba poco antes de las diez a hacer corte de caja y a cerrar la tienda. En ese tiempo la ayudaba en lo que podía: embolsaba las compras de los clientes, les alcanzaba esto o aquello de las estanterías más altas, iba a buscar el chorizo, el jamón o el queso a la trastienda, y barría el piso. Platicábamos cuando nos quedábamos solos, de nada relevante, o nos ocultábamos detrás de la vitrina de los dulces para besuquearnos. Cada vez que se distraía aprovechaba para mirar donde no debía. Se me antojaba su piel de durazno, su cuello largo, sus hombros blancos y estrechos, sus senos firmes y redondos que habían aumentado de talla después de que cumplió los quince. En cierta ocasión, ella se sentó y yo me quedé de pie, llevaba una blusa de tirantes y un brasier que no le ajustaba —le asomaba un pezón por encima del encaje —, ese pequeño botón rosado que se veía tan suave me torturó durante noches. Ya metido en la cama, tumbado de espaldas o boca a bajo, me imaginaba pellizcándolo, chupándolo, mordiéndolo con los dientes delanteros, entonces tenía erecciones y me masturbaba; se me hizo un hábito. Procuraba tener una caja de pañuelos junto a la lámpara de noche, a penas el semen comenzaba a escurrir alargaba la mano libre y tomaba uno, no me gustaba que quedarán residuos en las sábanas de un acto que me haría sentir repulsivo en la mañana; no por el acto en si, sino por involucrar a Diana. Mientras tanto, todavía de noche, sumergido en el arrobamiento del orgasmo que prolongaba tanto como podía, disfrutaba, sin atisbo de culpa, el chapoteo de la carne, la viscosidad que discurría entre mis dedos, a la Diana desnuda de mis fantasías que aplastada contra mi peso disfrutaba igual que yo.


 Mientras tanto, todavía de noche, sumergido en el arrobamiento del orgasmo que prolongaba tanto como podía, disfrutaba, sin atisbo de culpa, el chapoteo de la carne, la viscosidad que discurría entre mis dedos, a la Diana desnuda de mis fantasías...

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La besé por primera vez en el parque del barrio, el día que cumplimos nuestro primer mes de novios. Ambos teníamos quince años y yo era todavía un pelmazo que nunca había besado a nadie y le invitaba las nieves con el dinero que le pedía a su mamá.

Nos habíamos sentado en una de las pocas bancas que no estaban salpicadas de mierda de pájaro. Lengüeteábamos en silencio los conos de nieve que habíamos comprado minutos antes, mi mente repetía una vez tras otra el único pensamiento para el que tenía espacio: «Quiero besarla, Quiero besarla, quiero besarla» y a cada repetición se intensificaba el deseo, que a falta de valor se manifestaba en la avidez con la que devoraba el cono de nieve. Luego de darle no se cuantas vueltas le toqué el dorso de la mano, fue a penas un roce. Ella volvió hacia mí sus ojos de color almendra y vislumbré en las pupilas un brillo desconocido. Eso bastó para convencerme de que no me iría de allí sin besarla.

—Diana —balbuceé su nombre en un hilo de voz —, ¿te puedo besar?

Ella asintió y acto seguido bajó la mirada avergonzada, yo no estaba más tranquilo, pero era el hombre, y tenía el deber de tomar el control de la situación. Me imagino lo que debes de estar pensando: «¿Qué mierda patriarcal es esa?». Ten en cuenta que esto pasó hace más de veinte años, mi perspectiva de entonces estaba influenciada por la educación que había recibido de mi madre, mi abuela y mis tías, todas ellas mujeres de pueblo. Me habían inculcado que un hombre de verdad no le tenía miedo al trabajo y se mantenía alejado de los vicios, y que una mujer solo valía la pena si era una muchacha de su casa y se daba a respetar. Me habían advertido que me mantuviera alejado de las voladas —básicamente cualquier mujer que sin estar casada llevara una vida sexual activa—. Según estos parámetros, Diana era una muchacha de su casa, pero mi yo más primitivo ansiaba tratarla como si fuera de las voladas.

Inicié dándole un beso apocado con los labios pegajosos por el helado de vainilla. Los de ella estaban igualmente pegajosos, sabían a fresa y a piel. La escuché gemir por lo bajo y dejé de pensar. Quería más que aquel toque suave, la así de los hombros y me la pegué al pecho. Diana echó la cabeza hacia atrás y se puso floja, como si la hubieran abandonado las fuerzas. Abrí la boca, y con la torpeza propia de las primeras veces, saqué la lengua y lamí sus labios. Ella dejó caer la quijada y yo aproveché para aumentar la intensidad del beso. Diana jadeaba debajo de mí y movía los labios con la misma brusquedad que yo. Cuando nos alejamos minutos más tarde, vi que tenia la mitad inferior de la cara embadurnada de saliva, y las mejillas incendiadas de rojo; pruebas fehacientes de la inexperiencia de ambos.

La acompañé a su casa como hacía siempre, pasada la puesta de sol. Caminamos envueltos en un silencio incomodo, ambos comprendíamos lo que habíamos hecho y no nos atrevíamos a hablar. Estaba feliz y aterrorizado, pensaba que tal vez después de haberla tratado como si fuera una volada no querría volver a saber de mí.

Érase una vez el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora