"Comenzó a aparecer una neblina de color dorada
Cuatro gotas teñían el suelo de rojo al caer desde lo alto
Y de tal froma, en la úlima exhalación de su aliento vital
Ahógose dentro del veneno que por sus venas fluía"
Mi última estrofa inservible descansaba sobre mi mente, flotaba, subía y bajaba levemente pero no se movía apenas, ni desaparecía ni buscaba por cambiar su forma. Había aparecido en mi cabeza poco a poco, y sin yo percibirlo había ido entrando como una niña que entra tímida en la habitación donde la espera una reprimenda. La miro y pienso: ¿Qué hago yo ahora con esa niña tímida en mi habitación? ¿Le regaño por llegar tarde, la ignoro o la consuelo? Ya no la necesitaba más, ni a ella ni a sus hermanos, ni a los que quedaron por venir o los que no alcanzaron a llegar.
Aún así pensé que la mejor forma de enmendar aquella estrofa era escribiéndola, pues si no luego me perseguiría. Busqué con la mirada algún cuaderno o papel que sirviera para mi fin, cualquier cosa. Una mesita de café, unas sillas, algún florero, muebles vacíos…pero ni un mísero trozo de papel en ningún lado.
Renuncié pues, a seguir buscando soluciones y me limité a seguir respirando en mi asiento, aún viendo la mirada de esa estrofa que pedía una inmortalización, por breve que fuera. No me parecía ya tan importante. Cuadernos manchados en desamparo, proyectos inconclusos, anotaciones vacías de épocas pasadas, resultados de cuentas algebraicas sin solución, versos perdidos entre un abismo caótico, eso era el trabajo de toda mi pobre existencia, la Obra Inacabada de mi Vida, o así se me antojaban entonces. Quizás lo quemara todo en la chimenea que he visto en el salón, para este invierno. Sí, sin duda lo haría. Sir Lawrence Cooperlate, escritor fracasado, alcohólico y desterrado entre las sombras, eso es lo que pondrán en mi esquela. Ya casi la estaba viendo.
Con mucha suerte, algún día mis pobres intentos inconclusos se exhibirán en las Universidades. Un viejo y sabio profesor en la materia sacará una copia de mis escritos, los repartirá y dirá a sus jóvenes e inexpertos alumnos: “Esto lo escribió un fracasado. Analícenlos y aprendan como nunca deben escribir”. Y entonces, los alumnos verán en mis errores, la forma de no cometerlos. Es la única solución que salvaría mi alma, pero igualmente, no creo que logre absolver todos mis pecados. “Son demasiados….” digo para mis adentros. Y me río amargamente por dentro.
En estos momentos estaba sentado en el salón de una preciosa casa abandonada, vivienda que por sus grandes dimensiones y sus preciosos muebles, parecía haber pertenecido a alguna familia adinerada, que por alguna razón había llegado a la quiebra y se había visto obligada a abandonar la vivienda familiar. Al menos eso hubiera sido lo más lógico. La silla en la que estaba sentado era de una buena madera y precioso terciopelo burdeos, aunque a lo mejor al principio había sido escarlata. Parecía estar en buenas condiciones. No había indicios de que tuviera polillas o de que albergara algún tipo de insecto o nido aprovechando sus entrañas. Miré a mi alrededor con mayor detenimiento, y caí en la cuenta de que todos sus muebles, y la casa en general, estaban medianamente en condiciones, teniendo en cuenta que nadie se ocupaba de ella desde al parecer unos cuantos meses. Había tenido que hacer esfuerzos para quitarle el polvo a la silla que estaba usando, para poder sentarme en ella. Sólo me sorprendió que en todo ese tiempo la mitad de los muebles aún continuaran allí, y que por el contrario no hubieran sido saqueados ni robados. Bueno, a lo mejor si que alguno había tenido esa malaventura después de todo pero, ¿A quién le importaban unos muebles viejos? Acababa de despertarme en una preciosa finca anhelante de compañía y con mucho trabajo por hacer y yo solo pensaba en la tragicomedia de unos muebles. Antes, quizá le hubiera dado más importancia, les podría haber buscado una historia, algo que los hiciera más que unas piezas del mobiliario. Pero ahora ya no.