La chica del cementerio

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No sabía cómo había llegado allí, pero cuando abrí los ojos, estaba tumbada bocarriba. Frente a mí, el cielo estrellado, presidido por la luna. Debajo, pegada a mi espalda, la fría tierra. A mi alrededor, sólo silencio.

Me incorporé lentamente, con las piernas temblorosas, y miré en derredor. Tinieblas, frío y tumbas. Nada más. Me volví a preguntar qué hacía yo allí, pero sabía que no tenía respuesta. Tratando de encontrarla, deambulé sin rumbo por el camposanto. Tenía muchísimo frío, y me sentía casi sin fuerzas. Sin embargo, algo me empujaba a seguir, y hacia un sitio concreto. El vestido -negro como la oscuridad en la que me encontraba-, me molestaba al caminar, así como las bailarinas del mismo color. Sentía que el corsé me apretaba, y que la falda, larga, vaporosa y de raso, me impedía andar más rápido. Mi melena castaña flotaba a mi alrededor debido al aire de la noche.

No me sentía en tierra extraña. Estaba muy acostumbrada los cementerios, ya que en ellos había pasado casi toda mi vida. Mis padres habían muerto cuando mi hermano y yo éramos unos críos, y nos quedamos a cargo de mi abuela paterna, una mujer viuda, de aspecto frágil, y muy anciana, pero con un gran corazón. Todas las tardes sin falta nos llevaba a verles. Cuando ella ya no pudo seguir haciendo las visitas debido a su edad, mi hermano y yo seguíamos yendo por nuestra cuenta. Era una tradición que no queríamos perder, porque era el único vínculo que nos unía a nuestros padres. Eso, las fotos del salón y la infinidad de recuerdos que mi abuela nos contaba.

Mientras andaba, tuve conciencia plena de cuánto puede asustar el silencio, y mucho más el que hay en lugares como ése. Parece que alguien te está observando con sigilo.

Atravesé la zona de fosas antiguas (algunas databan del siglo XIX), y los panteones, con las inquietantes palomillas rojas en su interior, alumbrando mi camino como luces fantasmales. Luego bajé la gran escalinata blanca que tantas veces había recorrido de niña con mi hermano aquellas interminables tardes en las que subíamos al cementerio a visitar a mis padres, y terminé en la puerta de la capilla. Algo me detuvo allí.

Al poco tiempo descubrí lo que era. Oí unos pasos tenues que se acercaban. Yo no veía nada, pero sabía que allí había alguien muy conocido para mí, no de manera directa. Aunque era demasiado pequeña, lo había sentido muy de cerca. Su figura era tal y como la recordaba y me la había imaginado en mis noches en vela a causa de los cuentos de mi abuela.

-Nos volvemos a encontrar- me saludó con un susurro acariciador.

-Sí- contesté, altiva-. ¿Qué quieres, después de tanto tiempo? Han pasado catorce años...

-Lo que es mío.

-¿Por eso estoy aquí? ¿Me has traído tú?

-Sí.

-¿Pero... por qué? ¿Por qué ahora?

-A veces vengo cuando menos se me espera- sentenció entre el rumor de sus ropas.

-No te conformas con haberte llevado a mis padres. También me quieres a mí. ¿Te das cuenta del daño que vas a causarles a mi abuela y a mi hermano?

-Sí, pero créeme, tienes que venir conmigo.

-No quiero, no ahora. Déjame un poco más.

Se movió nerviosa, y el filo de su guadaña destelló con un rayo de luna.

-No puedo- me dijo débilmente-. Está escrito.

La miré. Parecía joven, muy joven, una chica de veinte años; pero no, era tan anciana como la misma vida. Habían recorrido, recorrían y recorrerían el mismo camino juntas hasta el fin de los días.

Estuvimos un rato que se hizo eterno mirándonos la una a la otra. Ninguna de las dos osaba perder aquel duelo de miradas. Mis ojos verde esmeralda se clavaban en los suyos, grises y sin vida. La tela de su vestido, de raso negro como el mío, ondeaba de la misma manera. En el fondo, no éramos tan diferentes. Ella poseía cierto halo de majestuosidad, apoyado por su largo cabello plateado y su silueta esbelta. También ayudaba el silencio del cementerio, que era el lugar donde siempre se podía intuir su presencia. Siempre estaba ahí.

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⏰ Última actualización: Mar 13, 2013 ⏰

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