[ XVII ]

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Traté de borrar lo ocurrido. El problema fue que, entre más empeño ponía en olvidar, más vívido resultaba. Pasé días y noches evitando el incidente, pero cada vez que era libre de los recuerdos, una parte de mí, burlona, cuestionaba: ¿qué era lo que debía ignorar? Entonces la maldición regresaba.

No obstante, la tormenta permanecía en mi interior y mis amigos eran incapaces de percibir siquiera una pizca de lo angustiado que me sentía. Mi inclinación por el dramatismo en las historias presagió que, un día después de la llamada, el cielo se tornaría gris por siempre, el fin del mundo estaría al acecho y la gente jamás volvería a albergar esperanzas.

Temo que nada de ello ocurrió. Aún me reunía con mis amigos durante las tardes como de costumbre, bromeábamos, hacíamos tareas. Y, aunque el inicio de cada conversación entre Michael y yo era tensa (me culpo a mí), no tardaba en encaminarse a un ámbito cómodo para ambos.

No. Mis problemas eran las pocas pertenencias que tenía. Luchaba contra ellos en secreto, me lamentaba entre susurros o los despreciaba con pensamientos soeces. Quisiera excusarme en la típica frase: "eran otros tiempos", pero estaría mintiendo. Simon lo hacía.

Recuerdo cierta ocasión en que, atareados por las tareas, mi amigo cometió un pequeño desliz. Más preocupado por el examen que tendría de Química, decidió posponer el ensayo del profesor Williams. Ese día se saltó el baño, así que nos vimos directo en clase. Iba con la nariz metida en un libro, apenas atendía a lo que sucedía a su alrededor.

—Momento histórico —bromé.

A Simon también le hizo gracia.

Después de aquel comentario volví a mis asuntos, permitiéndole continuar en paz. Todo marchaba de maravilla, pintaba a que sería un día común y corriente el cual me permitiría relajarme. Entonces el profesor Williams entró hecho una furia, dejó caer su pesado portafolio contra el escritorio y pidió la tarea. Tenía la intención de entregársela lo antes posible, para ahorrarme sus gritos, cuando por el rabillo del ojo noté que mi amigo palidecía.

Varios alumnos se levantaron a dejar sus ensayos creando una barrera entre nosotros y el profesor, de modo que me incliné hacia Simon y pregunté lo obvio:

—¿Trajiste la tarea? —Su expresión me mortificó incluso a mí—. ¿No hiciste nada?

—Estaba demasiado enfocado en lo de Química —se justificó, como si fuera a mí a quien debía convencer—. A lo mejor no se da cuenta.

Asentí, falto de convicción.

La procesión hacia el escritorio se realizó en silencio. Debido a que el profesor Williams mantuvo la frente recargada contra su mano, me hizo creer que Simon se saldría con la suya. Dejado mi ensayo apilado junto a los demás, alcé una ceja en dirección a mi amigo: "falsa alarma". Oí que dejaba escapar un largo suspiro una vez me senté junto a la promesa de que jamás volvería a posponer ninguna tarea.

Debió terminar ahí.

Faltaban dos chicos por sentarse cuando el profesor tomó el gis para escribir rápido y grande el título del siguiente texto con que nos devanaríamos la cabeza. A sus alumnos no nos quedó más opción que abrir los cuadernos y rezar para que la lengua se le trabara cada oración, de lo contrario, una vez terminada la clase, debíamos rellenar los huecos argumentales con estupideces de nuestra invención que nos condenaría a un ocho en sus exámenes escritos.

Abandonó su lugar frente al pizarrón para recargarse en el escritorio, tomar los trabajos hechos por sus alumnos, y, sin dejar de hablar (un suplicio para nuestras muñecas) fue pasando cada uno de ellos en busca de algo en específico.

Hasta los Dioses se enamoranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora