Capítulo XXXIV

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Pasaron un par de días y mi tobillo ya se había recuperado totalmente cuando Adonis nos propuso hacer una excursión a una ciudad cercana aprovechando que aquel día invernal nos permitía poder salir a la hora de los humanos. Lo que vosotros entendéis como salir por la mañana para nosotros es como trasnochar.

Los tres cogimos prestado un carruaje y atravesamos el bosque hasta encontrarnos con el caudal de un río que seguimos hasta que, frente a nuestros ojos, empezaron a emerger los edificios de la ciudad de Lyon. A pesar de las gélidas temperaturas de aquella mañana, la ciudad estaba llena de gente y el centro estaba poblado por un sinfín de puestecitos que llamaban la atención de todos los que transitaban las calles de la ciudad: carnes, verduras, pieles, quesos, artesanía...

Todos los puestos no hacían más que llamar mi atención. Me perdía observando los colores de los tapices cuando noté una mano sobre mi hombro.

—No te despistes, te puedes perder. — Al girarme, vi como Adonis me sonreía.

Me acercó a él y pude sentir el calor que desprendía su cuerpo.

—Así me aseguro de que no te pierdas y que no pases frío.

Los dos caminamos juntos en busca de Alex. Mientras yo intentaba no pensar en mi conversación con Ileana. Solo eran imaginaciones suyas. Era imposible. Él solo era amable porque era mi amigo.

Nos pasamos horas mirando todos y cada uno de los puestecitos. Nos sentamos un rato para tomarnos algo para entrar el calor y yo me compré unos guantes de conejo para evitar que se me congelaran las manos.

Antes de irnos, vimos un último puesto que vendía artesanía de cuero.

—¡Mirad, mirad! —gritó Alex acercándose al puesto—. ¿Por qué no nos compramos una cada uno?

Alex no dejaba de señalar unas pulseras con incrustaciones de oro.

—No son mucho mi estilo, pero me gusta eso de tener cosas a juego —opiné. Sabía que, de todas formas. Alex nos iba a acabar convenciendo.

—Dos a uno, entonces está decidido —concluyó Adonis acercándose al dependiente y comprando las tres pulseras.

Los tres llevamos esas pulseras durante muchos años hasta que se empezaron a gastar. No sé qué han hecho los demás con las suyas, pero la mía está guardada en mi joyero como un gran tesoro.

Volvimos al castillo cerca del mediodía y, te juro que solo dormimos dos horas, cuando se anunció que Estrella ya estaba preparada para presentarse ante todos nosotros. De repente, el castillo estalló en alegría y alboroto.

Todo el servicio, tanto el de Anne como el de todos los invitados volaba por los pasillos preparándolo todo y a todos. Tanto el castillo como todos nosotros debíamos resplandecer para asistir a aquella ceremonia. Aunque debo admitir que me dio mucha pena no haber podido llegar a tiempo a la mutatio, me alegraba haber llegado a tiempo para la puesta de largo.

En nuestra habitación, ya no se sabía de quién era cada tela. Las mil capas de los vestidos de las tres se iban mezclando en el aire mientras nuestras damas de compañía corrían de un lado para otro como si les hubieran dado cuerda para dejarnos todo lo perfectas que les fuera posible. Frederica y yo no tuvimos problemas, pero Alex fue otro cantar. Como cuando intentas bañar a un gato y este cree que lo vas a sumergir en lava, Alex luchaba como si la vida la fuera en ello para que su vestido no fuera... bueno, lo que es un vestido.

—¡Esto es súper incómodo! —se quejaba mientras intentaba salirse de las enaguas—. Y tengo sueño.

—Señorita Alexia, compórtese. Será solo un momento —le rogaba la pobre criada a la que no le pagaban lo suficiente por aguantar a semejante dolor de cabeza.

El precio de la inmortalidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora