HAMBRE

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  • Dedicado a María Ángeles Ojeda Rojas
                                    

Elora se encontraba en la avenida central de la ciudad, deslumbrada por las luces y aturdida por los miles de estímulos que le llegaban de todas partes. Coches, tiendas, edificios, farolas, música, gente de toda clase y muy variopinta…, todo era captado por sus ojos y memorizado al detalle en su mente, como si de una fotografía se tratara. Era la primera vez que estaba en la urbe, y también sería la última.

Elora procedía de un pequeño pueblo junto a la costa, aislado por los abruptos acantilados y cerrado a la influencia del mundo exterior. Se regían por las tradiciones ancestrales que habían marcado sus vidas y la de sus antepasados, no había lugar para los cambios ni para la evolución. Simplemente las cosas eran así, no cambiaba nada, no lo había hecho en más de setecientos años, hasta los edificios eran los mismos, restaurados tras el paso del tiempo, pero los mismos. También los oficios, y las gentes, las mismas familias, las mismas caras que veía cada día, porque estaban aislados. Un gran bosque delimitaba su aldea, una ingente extensión forestal a la que estaba prohibido acceder, siquiera acercarse; era una frontera que les impedía salir del pueblo a sus habitantes, pero también una muralla de árboles que vedaba la entrada a los forasteros.

Pero pese a ser una reclusión forzosa para los aldeanos, la vida pacífica y tranquila compensaba este hecho. Aunque no para Elora, esa vida ya no era suficiente para ella, no tras saber que existía todo un mundo más allá. Como bibliotecaria de la aldea, igual que su madre y su abuela antes que ella, había tenido acceso a todos los libros, pero la joven sí los leyó, conoció otros lugares, otras culturas, otras vidas que le habían negado por el simple hecho de nacer en aquel lugar. Ella tenía sueños que iban mucho más allá que casarse, tener hijos y envejecer entre los límites de aquel pequeño pueblo. Sueños que habían intentado arrebatarle todos; sus padres, sus hermanos, los vecinos, e incluso el alcalde habían intentado disuadirla para que olvidara esas fantasías de las que hablaba. Pero ella quería salir, aunque fuese una vez, aunque solo fuera a la ciudad cercana, una urbe situada a pocos kilómetros del otro lado del bosque.

—La ciudad no es para nosotros —le había dicho el alcalde.

—Ellos no son como nosotros, son traicioneros y crueles. Podrían hacerte daño —le había insistido su padre imaginando lo que podrían hacerle a su hija.

—Ni siquiera se alimentan como nosotros —le había explicado su madre.

Pero ninguna de las advertencias, explicaciones o prohibiciones había conseguido detenerla. Sabía que la ciudad era muy diferente de la aldea, distintas culturas, distintas personas, pero precisamente eso era lo que ella ansiaba conocer. Por eso, una noche, aprovechando la oscuridad de luna oculta tras las nubes, consiguió salir de su casa sin ser vista y llegar hasta la linde del bosque. Eran tres días de largo camino sin más medios que sus propios pies para atravesarlo, pasaría frío, padecería hambre y sed, pero eso no importaba, cruzaría el bosque y experimentaría en persona todo aquello sobre lo que había leído. Suspiró y sin mirar atrás se internó en la frondosidad del camino.

Llegó al otro lado en poco más de tres días, famélica, sedienta y extenuada, pero no podía parar, seguramente la estarían buscando, y si la encontraban la obligarían a regresar a la aldea. Continuó caminando, sacando fuerzas de la emoción y expectación que sentía al encontrarse ya tan cerca. Fue dejando los árboles tras de sí hasta que ya no hubo ninguno, únicamente una extensión de tierra vacía que culminaba en un alto montículo impidiendo ver lo que había más allá. Pero cuando llegó hasta él y lo subió, descubrió lo que allí se escondía: la ciudad, dibujada por las luces que procedían de ella, puntos luminosos y centelleantes, como si las estrellas del firmamento hubieran bajado a la tierra para darle la bienvenida e indicarle el camino.

Impresionada por ver todo aquello, salió corriendo colina abajo, llena de una renovada energía. Corrió y corrió como si la persiguieran, cruzando calles e intersecciones, dejando atrás barrios enteros hasta llegar a la avenida central, «el corazón de la urbe, donde todo es posible», como decían sus libros. Comenzó a dar vueltas sobre sí misma, mirando a su alrededor, allí estaba el teatro, más allá el cine, a lo lejos podía distinguir un parque con columpios, y en el otro lado cientos de tiendas y establecimientos. Se dirigió allí cruzando la calzada como si estuviera poseída mientras los coches la esquivaban y los conductores la insultaban por cruzar de aquella manera tan impudente. Pero no les prestó atención, estaba extasiada mirando el escaparate de una tienda donde filas y filas de ropa se amontonaban: vestidos, faldas, pantalones y camisas, aunque muy diferentes de las vestimentas que se usaban en la aldea, telas llenas de colores que ni sabía que existían, e incluso parecían tener texturas distintas.

De pronto, algo en su interior se despertó súbitamente y dejó de mirar la tienda de ropa. Cerró los ojos y se concentró en el aire, saboreando los suculentos aromas que en él flotaban. Un hambre voraz rugía desde su estómago y guiaba sus pasos sin que ella pudiera hacer nada, hasta detenerse en el siguiente comercio: un gran ventanal revelaba tras el mostrador al que debía de ser el tendero, y este estaba rodeado de tartas y pasteles, al menos eso parecían, aunque no eran como las que conocía de su pueblo natal.

El tendero la miró con mala cara a través del cristal, estaba ensuciando el escaparate, dejándolo lleno de huellas que se hacían más visibles con el vaho de cada exhalación. Pero Elora no se percató de ello, seguía poseída por ese apetito insaciable que le nublaba el juicio.

«Ni siquiera se alimentan como nosotros», resonaba la voz de su madre en su cabeza cuando la advertía de las diferencias con la ciudad.

Pero no estaba pensando, no podía hacerlo sintiendo esa hambre feroz desgarrándola por dentro.

«Podrían hacerte daño», le había advertido su padre. Y podrían, sí, pero solo si la atrapaban. Era lista, era rápida, era muy ágil, podría coger uno sin que nadie se diera cuenta. Solo uno, aquel pequeño junto al mostrador que parecía invitarla a comérselo, que la llamaba a gritos desde su envoltura.

Se humedeció los labios con la lengua imaginando el sabor de la primera cubierta oscura, tierna y ligeramente salada. Después tragó saliva al pensar en las demás capas, algunas crujientes, otras más tiernas y jugosas, y de múltiples texturas. Y el relleno, ¡oh!, ese relleno líquido de un rojo tan intenso que le hacía llegar al éxtasis cuando lo probaba.

—Por uno no pasará nada. —Fue Elora quien pronunció aquellas palabras, aunque realmente era el hambre quien hablaba—. Por uno no pasará nada. Solo uno. Uno —repetía mientras entraba en la tienda.

El tendero cambió el ceño fruncido que había tenido hasta ese momento por una sonrisa cuando la vio entrar pensando que sería una buena clienta y compraría muchos pasteles. Y continuó sonriendo cuando Elora se acercó más al mostrador hasta detenerse justo delante de él. Sin embargo, su sonrisa cambió rápidamente a una mueca de sorpresa y confusión cuando esta se abalanzó sobre él saltando por encima de la madera y tirándolo al suelo. Después su expresión se transformó en terror y pánico cuando la joven abrió la boca desencajando la mandíbula para asestar un feroz mordisco que le arrancó parte del cuello.

Ummm, esa piel mulata del tendero era tan sabrosa, y la dulzura de sus músculos era sublime. Los huesos eran más finos de lo que imaginó, aun así eran deliciosos, y los órganos, exquisitos: un corazón fuerte y terso, las entrañas viscosas y densas, como más le gustaban. Y la sangre roja y caliente, todavía podía notar la adrenalina en el fluido vital que absorbía del cuerpo inerte yaciendo entre sus brazos.

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