Sal a la Herida

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"Hay tanto que pudimos hacer para evitarlo... pero al final esto es lo que decidimos." —Última transmisión del SS Eternity.

Recuerdo el rumor de las olas golpeando la orilla y el murmullo de la espuma esfumándose en la arena. Aún siento los rayos del sol colándose como cascadas a través del cielo nublado. Recuerdo las pisadas de mi hermano, intentando seguirme el paso con sus cortas piernas descubiertas. Y me recuerdo a mí, a mis catorce años, andando aquel día por la playa sin ninguna preocupación en mente más que las nimiedades de la pubertad. Aquellos pensamientos se acercan y alejan de mí al ritmo de la marea.

En el horizonte, una enorme figura se erguía sobre el océano como un titán dormido. Una montaña de acero. Un viejo buque de guerra abandonado, de tiempos de la guerra. Mi padre de vez en cuándo se perdía en sus pensamientos observándolo, cuando creía que nadie se daba cuenta.

Pero si hay algo que nunca debe asumirse, es que los niños son estúpidos. Yo podía percibir que había un pedazo de él en aquellas ruinas, en aquel vestigio de un pasado que todos lo adultos compartían pero que ninguno parecía querer rememorar.

Todas las mañanas salía a pescar con mi hermano; nos posicionábamos a considerable distancia del buque y nos sentábamos con nuestros sedales y nuestra carnada.

Cuando nos cansábamos de esperar con las cañas en mano, nos trepábamos a las rocas asoladas por las olas y empalábamos a los peces con nuestras lanzas. No siempre funcionaba, pero era más divertido que esperar al sol. Y por la tarde, cuando el sol comenzaba a descender detrás de la figura omnipresente del buque,  mi hermano y yo volvíamos a casa con la pesca del día.

Recuerdo aquel día en específico porque fue el último día que fuimos a pescar juntos. Nuestro padre nos había advertido que nunca nos acercáramos al buque, pues era demasiado peligroso incluso para los adultos más experimentados. Nos hablaba de una peligrosa criatura que vivía entre sus camarotes. Un monstruo anfibio que acechaba las aguas circundantes y vigilaba los pasillos oxidados.

El miedo al monstruo había sido suficiente para aplacar nuestra curiosidad por un tiempo, pero para un chico entrando en la adolescencia como lo era yo, las historias de monstruos comenzaban a verse como otra táctica de control que mi padre ejercía sobre mí. Era joven y estúpido.

Mi hermano Nikau, por el contrario, era un verdadero regalo para mi familia. Un niño energético y amable, que hacía todo con una sonrisa en el rostro.

Era mi antítesis, y yo lo odiaba por eso.

—¿Estás bien, hermano? —escuché de pronto.

Me paré en seco y me di la vuelta para ver a Nikau. Me di cuenta de que había estado varios minutos caminando sumido en mis pensamientos, y ya nos habíamos pasado de nuestro punto de pesca habitual.

—Claro. —dije— Sólo quería tener una mejor vista del buque.

Nikau miró la enorme estructura con desconfianza y luego a mí. Sus ojos color azul como el cielo contrastaban con el color tostado de su piel, por haberse criado bajo el sol abrasador de la costa.

—Papá nos va a regañar si nos acercamos mucho.

Resollé y me puse las manos en la cintura. Negué con la cabeza.

—Nikau... no nos vamos a acercar mucho, ¿sí? Sólo quiero verla más de cerca. ¿Ves esas piedras que se ven allá? —las señalé— Ahí nos pararemos a pescar. Estaremos bastante lejos, ¿no lo crees?

Nikau dudó un segundo y entrelazó los dedos, nervioso.

—Bueno... —dijo acomodándose las cosas que traía en la espalda.

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