LA NIÑA Y ELLA

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No terminaba de acostumbrarse.

Había perdido ya la cuenta del tiempo que llevaba haciéndose cargo de… aquello, pero no terminaba de acostumbrarse.

Le habían tocado toda clase de personas (de todas), pero las niñas como ella no lograba verlas ni a la cara.

—Hola —le dijo la chiquilla, sonriente aún, inocente pese a todo el mal que le habían hecho.

—Hola —le respondió ella—, ¿cómo te sientes?

—Un poco temerosa. ¿Sí viniste a recogerme? —Ella se incorporó un poco en su camita.

—Sí —aceptó ella—. He venido por ti.

—Excelente. —La chiquilla sonrió y le tendió una mano.

Ella esperó un momento antes de finalmente cogerla.

—Siento mucho todo lo que te hicieron —le confesó, inclinándose a la altura de la niña.

—¿Qué? —La pequeña parecía confundida.

Ella se dió cuenta de que nunca, nadie, se había disculpado siquiera con ella por todo el mal que le habían hecho. Sin poder evitarlo, se acercó y besó su frente, profundamente apenada.

La niña rió con gozo. No se imaginó la otra la paz que invadió a la pequeña.

—Vamos, chiquilla —le pidió.

—¿A dónde vamos? —preguntó la niña.

—A donde nunca más puedan hacerte daño —le juró ella.

La niña sonrió, se incorporó y se abrazó a ella.

Detrás de ambas, se quedaba el cuerpo de una mujer de cuarenta años, profundamente herida, que había terminado con su sufrimiento con un frasco de píldoras; dejando un rastro de pena, La Muerte lloraba por la niña herida: la vida humana era tan corta, ¿por qué tenían que ser tan crueles sus estancias durante ella para algunos, como la de esa pequeña?

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El suicidio de las ilusiones ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora