Fue en ese momento de ira incontenible y terribilità en la que mis ojos se oscurecieron y mi alma se apagó, mis instintos más íntimos que había tratado de contener todo este tiempo habían salido a la luz como la verdad más cegadora que nunca había contemplado tan claramente como en ese momento en el que mis pupilas negras vieron esas pupilas apagarse en el suelo, era mi clara imagen y semejanza consumiéndose lentamente, sintiendo como latido del corazón se ralentiza cada segundo que pasa hasta que se apaga y deja un vacío en el alma casi infinito.
Toda esa hostilidad se veía reflejada en las puñaladas que me había clavado hasta acabar con cualquier ínfimo ápice de vida en mi interior, si antes pensaba que no existía, ahora, puedo confirmarlo sin ninguna duda. No quedaba esperanza, no quedaba ilusión, no quedaba nada, era un vacío materializado con el que no podía hacer nada más que observarlo. Nunca me habían enseñado a observar a un cuerpo carente de vida como tampoco me habían enseñado tantas muchas cosas. Siempre supe dentro de mi raciocinio que dentro de mí habitaban cosas que no quería sacar a la luz como si de un secreto se tratase, pero en vez de un secreto eran emociones. Emociones que debían estar sepultadas y enterradas en nichos romanos en catacumbas lejanas de mi propio inconsciente. Pero allí habitaban y hacían vida cada día, aunque no las mirase, aunque no me acercara a ellas, a veces ellas me miraban y susurraban a lo lejos que las visitara y otras por puro instinto vital me acercaba yo. Pero no fue hasta el mismo segundo en que bajé las catacumbas y miré esos nichos vacíos y destrozados que me di cuenta de que efectivamente no quedaba nada. Un vendaval había sobrepasado cada rincón de ese extraño lugar ahora inhabitado y yo no sabía que hacer.