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El frío, en la humilde opinión de Leandro, es de las mejores cosas que existen en esta vida.

La ropa de invierno es superior, al igual que las comidas —con el asado y el vitel toné del verano no se mete, pero hay algo especial que viene de la mano de los ñoquis, los sorrentinos, los guisos y las sopas que le cocina su abuela— y ni hablar de lo lindo que es quedarse un domingo remoloneando con un jogging más viejo que la injusticia y un bucito raído, tomando mates y contemplando la existencia.

Objetivamente, esto es lo que Leandro piensa del invierno. Le fascina, le encanta, le da diez puntos de diez, lo recomienda a sus amigos.

Pero si se le interrogase acerca de su opinión sobre las estaciones ahora, llegando tarde a su trabajo, con un café en una mano, las llaves del auto y del jardín en la otra, con el camperón que se le va cayendo y los dedos de los pies congelados por el frío, su respuesta podría variar un poquito.

Cuando Leandro termina de subir las escaleras que conducen al jardín, levanta la mirada y se encuentra con el mismo grupito de siempre, aquellos que siempre llegan temprano: Santi con su mamá, Mandi; Ciro de la mano de Leo, su papá; Nina, la hija de Lautaro y Agus, de la mano de su primita Pía junto a su papá, Fide; y Giovani, el hijo de su amiga Camila. El grupo está bastante consolidado incluso fuera del aula, Leandro lo sabe, y los padres aprovechan para reunirse afuera del jardín para charlar un poquito antes de que este abra oficialmente, a las ocho de la mañana, para la clase de las ocho y media.

(Son las ocho y un minuto; tarde en el diccionario de Paredes).

—Epa, Leo —lo saluda Di María con una sonrisa—. ¿Cómo andas? ¿Te ayudamos?

El resto del grupo se une al ofrecimiento con murmullos predispuestos.

Leandro suspira por la corrida que se pegó desde su auto hasta el edificio y niega con la cabeza, sonriendo. —Todo tranqui, gracias. Disculpen la tardanza, el celular se me quedó sin batería y no me sonó la alarma como siempre.

Mientras tanto, balancea sus pertenencias y hace girar la llave para abrir la puerta de entrada y permitir que tanto sus alumnitos somnolientos como sus padres puedan ingresar y resguardarse del frío.

—Pasen, pasen —dice una vez que ha dejado todas sus cosas sobre su escritorio y se siente más en control de su vida.

Sus alumnos caminan a paso de tortuga, con caritas de sueño y frío y aferrados a sus mochilas. Leandro se ríe.

—¡Buen día, buen día! —les dice, haciendo gestos como si estuviera intentando meter ovejas a un corral—. Hay que ir despertándonos, pichones. El sol ya está arriba, hay que empezar el día, ¿no les parece?

Nina le contesta con un bostezo.

—Seño, ¿podemos hacer la hora de siesta?

Leandro mira a Ciro y sus ojitos de Bambi.

—¿Ahora?

—Siiiií, ahora, seño —se suman al pedido Santi y Pía, que ya están ubicados en su mesita de siempre—. Un ratito nomás.

Leandro consulta su reloj. Ocho y diez. Tiene un poco de tiempo hasta que llegue el resto, y las caras de sueño de sus alumnos siempre han sido su debilidad. Además, a él también le gustaría dormir un ratito más, si tuviera la posibilidad.

Busca con la mirada al grupito de padres que se reúne alrededor de una de las estufas, y los mira con picardía, guiñándoles un ojo.

—Mmm —dice, haciéndose el pensativo ante la atenta mirada de sus alumnos—. No sé... ¿Se despertaron muuuuuuy temprano hoy? ¿Por eso tienen mucho sueño?

la mitad (más vos)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora