Una vez más Amaro repartió su mirada entre la ventana y el reloj. Ya pasaba de las nueve y, afuera, los golpes de viento, hojas y tierra que bajaban de la montaña presagiaban un aguacero.
Imelda comenzó a cerrar las ventanas, lamentándose del polvo que se había metido en la casa.
-Menos mal que hoy no vas a salir-dijo de acuerdo con su costumbre de buscar el chantaje en vez de pedir un favor.
Generalmente Amaro se sentía con poco ánimo para contradecir a su mujer y terminaba por complacerla. Sin embargo, esa noche estaba dispuesto a actuar de otro modo. ¿Cómo faltar hoy al Lontananza, pensó, justo hoy que seré el centro de atención? Había decidido llegar tarde, cerca de las diez, cuando ya todos sus amigos estuvieran ahí, esperándolo, hablando de él.
-¿Verdad que no vas a salir, Hugo?
Algunos años atrás Amaro le había pedido que ya no lo llamara así. Fue poco después de haber cumplido los cuarenta. Una secretaria de la fábrica se acercó para entregarle un sobre y le preguntó: ¿usted es Hugo? La mezcla del usted con ese nombre le resultó aberranteo. Hugo era un nombre de niño o de muchacho, pero no alcanzaba para un hombre maduro, de vientre amplio y ondulado, sin aire para diez escalones ni valor para riesgos que implicaran algo más que un par de fichas en los juegos decartas.
-¿Verdad que no?-insistió Imelda.
En esa misma tarde, poco antes del silbato de las seis, el gerente de personal lo había llamdo. Le agradeció sus veinte años de servicio, le empujó un sobre lleno de billetes y le pidió firmar unos papeles. Amaro volvió a casa más temprano que de costumbre y respondió a la curiosidad de Imelda diciendo que se había sentido mal, un dolor de espalda, los achaques de la edad. El resto fue echarse sobre el sofá a esperar la noche.
Amaro volteó hacia su mujer, impotente y aburrida, y no pudo distinguir ni los restos de aquella muchacha con la que había hecho tantos planes. Voy a ser auxiliar de contador, le dijo feliz cuando lo contrataron en la fábrica, y creo que en menos de seis meses nos podremos largar. Los planes eran tan indefinidos que a veces no se distinguían de los sueños: se irían a la ciudad, donde él terminaría sus estudios, podría ganar más y eventualmente montaría su propio negocio. Poco pensaban sobre qué estudiar o que negocio poner, y a Imelda sólo le preocupaba que los planes fueran demasiado ordinarios, tan iguales a los del mundo. Él la abrazaba y contentaba diciéndole que no eran iguales, por que ellos si los harían realidad. Ella le sonreía y le decía que lo único verdaderamente importante era estar juntos toda la vida, aunque toda la vida pasara en el pueblo y sin dinero. Entonces él se llamaba Hugo y ella tenía un trasero armonioso.
-No me has contestado, Hugo.
Decidió que todos le llamaran por su segundo apellido, Amaro, pues el primero, García, lo llevaba medio pueblo. Cuando por teléfono le pregintaban de parte de quién, comenzó a responder “de Amaro“, y de tanto autonombrarse así, la gente se fue olvidando de Hugo. Sólo Imelda rechazó la idea y le dijo que le diría Amaro el día en que él la llamara Villareal.
Amaro se palpó el bolsillo y sintió los billetes. No los había querido contar. Para nadie era un secreto que cuando en la fábrica corrían a alguien lo liquidaban con una cantidad inferior a la correspondiente por ley. Él mismo llegó a indignarse más cuando le hicieron esto a un compañero que cuando lo experimentó en carne propia. Decidió no contar el dinero para no enterarse del tamaño de su injusticia.
No pensaba decírselo a Imelda. Quería pasar una noche a gusto, sin reclamos, sin necesidad de hacer nuevos planes ni andar pidiendo favores ni de veras ponerse a imaginar su situación del mes o del año entrante. Para qué ocuparse ahora de eso si ya tendría a su mujer convertida en una conciencia de tiempo completo, cuestionándolo, haciéndolo, haciéndole cuentas, obligándolo a salir a la calle en busca de un ingreso.
Amaro se encaminó hacia la puerta y, sin decir nada, salió.
Las flores de bugambilia avanzaban por la calle con cada golpe de viento. Rodaban, y algunas hasta doblaban por la esquina como si tuvieran voluntad para dirigirse a algún lugar específico. Pero sólo eso vio, bugambilias, por que las calles estaban desiertas de gente. Le angustió pensar que tal vez había perdido mucho tiempo con su mujer y que tal vez sus amigos, cansados de esperarlo, se habrían regresado a sus casas.
El viento sopló con más intensidad. Amaro se pasó una y otra vez las manos por el cabello tratando de enderezarse el peinado y, al tiempo que se lamentaba por lo inútil de su esfuerzo, le reconfortó palpar el rasgo mejor conversando de esos tiempos que él, en su pensamiento, llamaba los años de esperanza y que Imelda refería en conversaciones melancólicas con frases como cuando éramos felices.
Para Amaro la felicidad era un falacia aprendida en las telenovelas. Nadie podría ser feliz porque la alegría era algo momentário que pronto aparecía en una risa, con una buena noticia, con un buen trago, pero igualmente se esfumaba en un momento y tardaba en volver. La mayor parte del día uno no era feliz; tan sólo se dedicaba a comer, dormir, trabajar, irla pasando en espera de que un amigo o el azar trajera como regalo otro instante preferible al resto; y Amaro pensaba ofrecían siempre mejores oportunidades para hallar esos instantes. De día, eb cambio, todo se mostraba demasiado real. Por eso en las noches de esos años de esperanza la ciudad era un resplandor en el horizonte que Amaro sentía demasiado cercano como para no alcanzarlo, y por las mañanas se volvía un lugar muy remoto desde donde los patrones llegaban en sus autos negros.
Un relámpago iluminó la calle. Amaro se cargó hacia la acera derecha, repegando a las paredes de las casas para esquivar la inminente lluvia. Su mirada entró intrusa por las ventanas y fue descubriento, como si observara aparadores, la mercancía de cada casa: dos niños durmiendo sobre una cobija deshilachada, una familia silenciosa en torno al televisor, retratos sonrientes de boda, de quince años, sillones rojos forrados en plástico, vírgenes, crucifijos,manteles bordados, un pan a medio comer, un calendario que se quedó en febrero, una pareja de ancianos viéndose con indiferencia del tiempo, mujeres envueltas en batas floreadas; nada que le atrajera; escenas que bien podrían haberse tomado de su propia casa
-¡Métete, Gaby! ¡Ya va a llover!
El grito se empalpó con el viento. Amaro volteó hacia uno y otro lado sin distinguir de dónde había venido. Sintió unas gotas pequeñas, aisladas sobre la cara y se dijo que aún no era lluvia, apenas un presagio. Con otro relámpago descubrió a un hombre al fondo de la calle. Luego lo vio tambalearse en la oscuridad y trató inútilmente identificarlo hasta que lo perdió de vista. Apuró el paso. El Lontananza parecía más lejos que nunca y caso, igual que ese hombre ya iban por el camino de regreso.
Amaro forzó la repiración. Ansiaba el humo del cigarro, las palmadas en la espalda, las frases imbricadas en busca de una risa, de un gesto de aprobación. Allá, dentro del Lontananza, estaba la vida.
-No me van a dejar solo-dijo Amaro en voz alta para tranquilizarse-. Hoy no.
Por fin distinguió el lugar y volvió a disminuir el paso. No tenía caso correr si ya podía vigilar la puerta. Las paredes de sillar del Lontananza, el letrero, el arbotante de la esquina, todo estaba ahí en espera de Amaro, pero el viento seguía llegando sin voces ni risas, tan solo con su silbido, sin siquiera otro grito para Gaby.
Se hacerco nervioso y tomó la perilla de la puerta. Antes de abrir aguzó el oído. Escuchó el traqueteo de la lluvia sobre la lámina y sólo entonces se percató de que se estaba mojando. Tanteó los billetes antes de atreverse a abrir. Alguien estiró la puerta desde adentro.
-¡Miren quién llegó!
Distinguió a sus amigos, poniéndose de pie, caminando hacia él con magníficas sonrisas que algo tenían de solemnes. Lo abrazaron, le apretaron la mano con el mayor de los afectos y condujeron hasta la cabecera de una ristra de mesas que habían unido para la ocasión.
Amaro sonrió. Todos estaban con él en su noche.
A algunos de ellos también los habían corrido de la fábrica; otros aún trabajaban ahí. Pero haber perdido el empleo no era sino símbolo. Al fin todos ellos habían caído en la trampa que les tendieron para nunca escapar del pueblo, una trampa disfrazada de un empleo aprnas suficiente para adormecer los sueños, para derrotarlos. Sin embargo, esa noche el Lontananza era un paraízo donde el fracaso no existía.
Levantaron sus vasos y bebieron.
Luego de pedir una ronda para todos, Amaro empezará a relatar los pormenores de su despido y todos se echarán a reír cuando les cuente que firmó cuanto papel le pusieron enfrente con tal de tomar el sobre de dinero. Hablarán de los traidores, de los apestosos que huyeron a la ciudad y vuelven acaso un fin de semana a su casa de siempre que ahora llaman casa de campo. Desgraciados, dirían con el rostro encendido, cobardes.
Cuando la noche se haga más vieja y se detenga el repiqueteo con el techo de lámina, Amaro propondrá un brindis por su mujer y por las de todos. Entonces, entre gritos de aprobación y frases de enamorados, abrirán las carteras para sacar los retratos de hace más de veinte años, de los años dec esperanza, porque nadie pensaría siquiera en un brindis por las mujeres cada vez más amplias y tediosas que dejaron en casa.
Por cuenta de Amaro correrán las bromas y los chistes, y todos serán aprobados igual que se aprueban a un patrón.
Después, cuando el cantinero comience a señalar el reloj desde la barra, ellos dirían esta bien, Odilón, ya nos vamos, y uno a uno irá despidiéndose de Amaro y le dará las gracias por haberles regalado esa velada tan maravillosa.
Amaro pagará sin chistar el consumo de todos, sin importar lo que bebieron antes de que él llegara, sin ocuparse de revisar su cuenta, porque sabe muy bien que pocas veces en la vida se puede ser protagonista y no espera tella para el camino de vuelta a casa, que se hará largo, pesado, oscuro.
Por las calles que corren de norte a sur avanzarán pequeños ríos rubios, y Amaro, sin memoria, se preguntará a qué hora comenzó a llover. Un trago, tres tragos, diez tragos; la botella a medias y Amaro se desplomará sobre el lodo, bocabajo, orinándose los pantalones, palpando el volumen mínimo de los billetes en el bolsillo. Y ahí, con el rostro acomodando para sostenee nariz y boca fuera del charco, tratando de no pensar en nada, dormirá.
Dormirá hasta el amanecer cuanfo alguien lo vea y corra a avisarle a Imelda, quien seguramente estará aún despierta, luchando entre la preocupación y la rabia. Ella irá hasta su lado y le tenderá una mano para levantarlo.
-Hugo, ¿por qué me haces esto?
Amaro, con la mente desorbitada, se colgará de su hombro y se dejará llevae de vuelta a casa. Ahí querrá pedir perdón o al menos dar una explicación, pero en vez de eso se echará sofre el sofá y, mirando a través de la ventana, comprenderá que ya es de día

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Lontananza
Historical FictionLontananza es una serie de narraciones que tiene como eje central una cantina con ese nombre, situada en algún lugar del norte del país. Desempleados, poetas locales, buscadores de nostalgias y oficinistas frustrados, entre otros, cruzan en algún mo...