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Cientos de personas circulaban de un lugar a otro del aeropuerto en el que la familia Torres esperaba a su futura huésped. Aun no la conocían, jamás la habían visto, y el único medio para encontrarse en aquel lugar era un cartel de cartón con las siglas Frat.E.Co.

Los Torres llevaban cuatro años trabajando en el programa. Fraternidad, educación y confianza eran los pilares que sostenían al grupo dedicado a enderezar la vida de jóvenes problemáticos. En numerosas ocasiones, la familia se había encontrado en esa situación, esperando a quien sería el próximo integrante de su hogar.

Carlos, el padre, se jactaba a menudo de ser la familia de transito con más adolescentes encarrilados de todo el programa. Aunque nadie lo reconocía abiertamente, todos sabían que era cierto. Quizás por eso les asignaban los casos más complejos, como el que los reunía aquel sábado en el aeropuerto.

Irina Mykolaiv era una muchacha rusa de diecisiete años. Sus padres fallecieron poco antes de su decimotercer cumpleaños y, desde entonces, vivió en un internado encerrada en su propio mundo. Preocupado por la situación de la joven, el director del orfanato se puso en contacto con el programa y arregló el viaje.

Durante algunos complicados meses, Irina participó en un curso intensivo de español. No supo de su partida hasta el día anterior, y lo tomó mejor de lo que sus cuidadores esperaban. Para muchos, la necesidad de huir del internado era fuerte, e Irina no parecía ser la excepción.

Al descender del avión, la muchacha se encontró perdida. La multitud la aturdía y la arrastraba sin saber a dónde iba. Caminó sin rumbo, sintiéndose mareada, hasta que logró divisar, bajando unas escaleras, el cartel que le habían indicado buscar. Respiró hondo, ligeramente aliviada, y marchó al encuentro de su nueva familia.

—¿Torres? –preguntó al acercarse. Su acento brotó duro, forzado, y se sintió incomoda al notar que el único hijo del matrimonio escondía su risa.

—No le hagas caso, Irina –dijo Alicia, la madre–. Daniel es un tonto. Bienvenida a bordo de la familia.

Se acercó para abrazarla, pero la joven retrocedió de inmediato. La mujer no se sorprendió. Era una reacción común en el primer encuentro que le servía para medir la disposición del adolescente a su cargo. Ahora todos sabían que debían avanzar con calma para que Irina se sintiera segura.

Con el permiso de la muchacha, Carlos tomó los bolsos y guió a la familia hasta el auto. El viaje fue rápido y tranquilo. Daniel, luego de disculparse con Irina por incomodarla, se encargó de enseñarle cada lugar por el que pasaban. Ella lo miraba con atención, repitiendo para sí cada nombre que el joven le enseñaba.

Era apenas un año mayor que ella, pero su experiencia como hermano sustituto lo había dotado de un trato especial para con los protegidos de su familia. Su voz inspiraba calma y seguridad, y no tardó en ganarse el aprecio de Irina.

Al llegar, Alicia llevó a la joven a conocer el lugar. Era una casa pequeña pero acogedora ubicada a las afueras de la ciudad. El jardín estaba adornado con unos cuantos rosales y algunas macetas repletas de claveles y clavelinas de diversos colores. Un jazmín del aire trepaba por las columnas de la galería de entrada, despidiendo un aroma dulzón.

Irina observaba el paisaje con admiración. El contraste con los grises del internado la hacían sentir en el paraíso. Llevaba demasiado tiempo sin ver tanto color y tanta vida. Sin darse cuenta, una lágrima escapó de sus ojos y se perdió en la comisura de sus labios.

—¿Estas bien? –preguntó Daniel al pasar a su lado.

La muchacha secó su rostro con prisa y asintió sin mirarlo. Esa lágrima representaba un pasado demasiado duro, y aun no estaba lista para compartirlo. La soledad había sido su escape durante los últimos cuatro años, y eso no cambiaría de un día para otro.

Sestra // One ShotDonde viven las historias. Descúbrelo ahora