•Es fácil hundirse en la oscuridad•

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Disclaimer: Kimetsu No Yaiba pertenece a Koyoharu Gotōuge.

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Ella no es más pesada en sus brazos que cuando tenía ocho años, toda piel y huesos y miembros nervudos que se clavaban en su pecho cuando se quedaba dormida junto a él en las noches más frías. Ella es como un suspiro de primavera, una mariposa cuyas alas fueron arrancadas en pleno vuelo por una ráfaga de viento cruel. Su cuerpo, ahora inerte, se siente liviano, nada más que una pluma, aunque en su interior pesa tanto como la oscuridad de mil noches sin estrellas.

Cuando entra en la habitación ensangrentada, o tal vez se cae, o tal vez es arrastrado, o tal vez el mundo se apaga y el rojo es lo único que queda, él está llorando. Las lágrimas corren por sus mejillas, junto con la sangre y la bilis y lo que haya surgido mientras se aferraba a los cuerpos de Uta y el niño. Sus uñas están rotas en pedazos cuando las hundió en la madera, agarrándose al suelo a través de olas de agonía. Yoriichi está desesperado por escuchar su voz, incluso sabiendo lo que eso significaría. No quiere ser el único, no quiere permanecer con vida, no quiere estar solo. No puede estar solo aquí.

Está oscuro y vacío, y se siente como si se estuviera ahogando en la nada, y si esto es un castigo, Yoriichi sólo quiere que se detenga.

Por favor, por favor, por favor...

Él busca inútilmente un rastro de vida en su piel gélida, anhelando el roce de los días en los que sus cuerpos se entrelazaban, avivados por la pasión. Sin embargo, sólo encuentra una muerte impasible, un silencio abismal que le susurra al oído y se instala en sus huesos. Contempla su rostro, aquel relicario de inocencia y suavidad que aún prevalece, sin importar las cicatrices que pueblan su ser. Pero sus ojos, esos ojos que ahora reflejan el asedio de la maldad, desgastados y heridos, son testigos mudos de la crueldad que ha hallado. Es casi irreal imaginar que alguien tan vil ha dejado su huella en ella, como si fueran los trazos de un artista enloquecido sobre un lienzo sagrado.

La tela entre ellos está cubierta de sangre. Es caliente, espesa y metálica, y se muerde la lengua con tanta fuerza que también rezuma de su propia boca. Desearía que fuera toda suya, que pudiera ocupar su lugar, que ella estuviera a salvo y resguardada bajo una manta, mientras juntos discuten los nombres que darían a su querido hijo por nacer. Si fuera una niña, Uta deseaba llamarla Amaterasu, como una deidad brillante. Sin embargo, si fuera un niño, ella preferiría que la elección le perteneciera. En vez de eso, Uta está acunada en sus brazos, carne pálida y fría y demasiado mal, el carmesí secándose en su cuerpo como una dolorosa mortaja mientras sus tejidos musculares yacen al descubierto, íntima muestra de la vida que no pudo florecer.

Nunca antes se había asfixiado, pero las brumas del desaliento se erigen como espesas telarañas y comprimen sus pulmones. El dolor se enreda en su pecho, sometiendo su corazón hasta sofocar su latir. La realidad se desdibuja y su vista se nubla, y su espíritu se agrieta en pedazos, fragmentos que cortan su esencia sin piedad. El dolor lo aplasta, lo sofoca, estrangula sus pulmones como si una mano los estuviera comprimiendo entre dedos carnosos, amasándolos como si fueran arcilla, enrollándolos con hilos ensangrentados y constriñéndolos hasta que se rompen, se desmoronan, explotan y él no puede respirar. Se arrastra y se desliza dentro de sí, envolviéndose alrededor de los músculos y las venas y los huesos y los órganos, y él quiere gritar, un sonido catártico, pero su garganta permanece apretada.

Aquiles, ven abajoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora