[Catorce] Silence

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Se lo dedico a esta increíble persona por que... bueno. Cuando digo Silence ella viene a mi mente, y creo que tenía derecho a esto. Esto era Silence antes de ponérselo a lo que conoces ahora :)


— ¿Sabes? Una vez me preguntaron que cómo era mi chica ideal. Yo ya sabía que no sería una chica quien me enamorara, pero... la presión pudo conmigo. Dije que mi chica ideal debía ser... ciega— Solté, ahogado en lágrimas. Él suspiró con cansancio. Sus ojos se cerraron—. Dije que tenía tanto miedo a que alguien corriera de mí por mi exterior antes de conocerme, que sin duda mi seguridad estaría en alguien que... no pudiera verme por fuera. Que solo escuchase el dentro. Y entonces...


— ¿Y... entonces? — Preguntó, moviéndose en mi dirección, sin importar que su herida se abriera cada vez que lo hacía. Su sangre manchando mis pantalones vaqueros—. ¿Y Entonces?


— Y entonces llegaste tú —Respondí, tratando de secar mis lagrimas sin soltar su mano—. Con aquella bufanda roja y aquellas orejeras rosa chicle de tu hermana. En Navidad. Mi bar nunca había estado tan solo como aquella noche. Recuerdo que mi móvil se había quedado sin cobertura y que la calefacción se había estropeado. Y cuando salí de la cocina con un chocolate caliente en las manos, alguien se había sentado en la última mesa de todas ¿sabes? allí, al final, solo. Era gracioso por que tenía los ojos abiertos como platos, y sonreía leyendo la carta al revés. De vez en cuando gritaba "cuando pueda, señorita", por que, claro, hasta el día anterior era mi hermana quien servía las mesas. Ni siquiera se había dado cuenta de que no había nadie además de él.


— Que... idiota.


— Lo era, lo era — Admití, risueño—. Fue como una de esas películas para adolescentes, como cuando cruzan las miradas un segundo y ya están atados de por vida el uno al otro. Pero... resulta que aquel chico parecía mirarme y no mirarme a la vez, ¿Sabes? me sentí algo estúpido. No reaccionaba a ninguna de mis sonrisas.


— No hubiese...


— Shhh —Le interrumpí— Déjame acabar. Entonces... bueno, me acerqué, temblando como esos puñeteros... muñecos que mueven la cabeza, esos que se ponen sobre el capó. Y me di cuenta de que no... podía verme. Sonrió en cuanto le dije que... que qué quería tomar. Tenía unos ojos tan verdes que... aún tiemblo cuando los veo.


— ¿De verdad? ¿Son verdes?


— Son verdes. Y me hicieron recordar a... bueno, aquel día. Fue sorprendente que once años después encontrara... justo lo que había... digamos... deseado un día cualquiera de clase. 


— Te despides de mi, ¿No?— Susurró, tapando su agujero en el estómago con su mano libre— Te crees que me voy a morir y por eso me lo dices, ¿Verdad? Me quieres por que soy ciego.


— Algo así.


— Qué cabrón eres, de verdad.


— No, solo por eso no. Creo que me enamoraron tus orejeras rosa chicle. 


El bar estaba tan vacío como la primera vez que se habían visto, La sangre corría por las losas blancas que brillaban con los incandescente de los techos, y los retazos de tela que había cogido hace nada para tapar las heridas estaba ahora en el cubo de la basura. La cafetera aún goteaba y el café molido todavía estaba esparcido por la barra, en la parte derecha, la que siempre compartían. Un cántaro de barro yacía en una de las esquinas del bar, con un cartel en el que podía leerse a medias "agua potable". Su base goteaba, llegando a la vez a mezclarse con el charlo de glóbulos rojos de la entrada. La puerta hizo el amago de abrirse, pero no pudo hacerlo; estaba cerrada con llave. 


—Cuando rompan... escúchame, cabrón —tosió, una vez, y otra. Y otra más. El dueño del bar solo lo miró cuando él cogió aire de nuevo—. Cuando rompan la puerta yo ya habré acabado de... esto. Me estoy ma...reando.


—¡¿De desangrarte?! ¿¡Me estás diciendo que vamos a terminar como una puta película de lloronas?! 


—No estás... llorando... para ser... maricón.


El último de los focos parpadeó ruidosamente antes de apagarse y dejar caer las chispas y el polvo sobre su melena rizada y castaña. Aún seguía mojada y pegajosa por la sangre y se lo había estropeado más cuando había tratado de ponerlo en orden.


Bendita la hora en la que se había disparado él mismo y se había incrustado una bala de calibre 20 en el estómago. Y en la que había aparecido tan inoportuno como siempre el causante de todos sus problemas. El que lo iba a obligar a vivir aunque él ya no pudiera más, el que iba a patear sus huevos si se resignaba a que la depresión lo hundiera y el que iba a seguir cuidando de él así, como un inútil invidente de mierda. El que seguro que no se perdonaría lo que él estaba haciendo. El que dejaría con el corazón roto, por que, al fin y al cabo, no conseguiría vivir sin él, no se lo perdonaría. Pero es que ya era tan... tarde...

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