words are futile devices

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Hacía cuatro interminables horas que Pablo deambulaba, como alma en pena, en los alrededores de los jardines llenos de durazneros, pertenecientes a la antigua casa de verano de sus padres. El calor sofocante se impregnaba en su piel tostada, las intrusas gotas de sudor se precipitaban por su espalda. Esa tarde, el sol se escondía tras unas pesadas nubes y la lluvia, amenazante, creaba una atmósfera gris, junto al ambiente húmedo. Era perfecto para encapsular el asfixiante dolor de aquel enamorado, quien recorría mentalmente el rostro de su amado una y otra vez, hasta el hartazgo.

Lionel no había hecho acto de aparición desde la mañana, y la ansiedad invadía el cuerpo de Pablo, produciendo un dolor agudo en su pecho. No tener noticias del mayor lo estaba carcomiendo desde sus interiores. Había recorrido cada lugar recóndito de su hogar, buscando un contacto divino, alguna señal de su fornido cuerpo. Se había recostado en la cama de Lionel y se había envuelto en sus sábanas, hundiéndose en su aroma, dejando que impregnara su cabello como un perfume, en un vano intento de pretender que se encontraba a su lado.

El aire se volvía cada vez más pesado con el pasar de las horas y decidió consumir parte de su tiempo practicando piano, como solía hacer cada tarde, fantaseando con la idea de que Lionel, quien siempre estaba afuera, atentamente escuchara cada melodía que le dedicaba, sin realmente decírselo. Pero esta vez sabía bien que no se encontraba por los rincones de los grandes jardines, y su anhelada fantasía, o capricho, no estaba siendo cumplida del todo. Los recuerdos de Lionel pasaban en su cabeza como constantes fotogramas de una película, aquella que conocía de memoria y el final, no era de su agrado. La había visualizado cientos de veces, y aún así no podía descifrar que era lo que lo mantenía hipnotizado. A veces, solo deseaba poder fundirse en el gran cuerpo del mayor, recorrer su alma lentamente, así tendría una excusa de vivir una vida entera a su lado, y besar cada parte de su interior, abrazarlo hasta convertirse en cenizas. Pero sus oscuros ojos no eran capaces de transmitirle algo, y sus palabras resultaban unos inútiles dispositivos. Se sentía como un niño que esperaba algo (o a alguien) junto a la puerta.

Lionel era mucho más grande, mucho más alto, y mucho más sabio que él, y aquello lo destruía completamente.

La lluvia finalmente irrumpió violentamente el ameno silencio y Pablo, que había vuelto a salir, tuvo que buscar refugio. Las gotas que caían sobre su cabello castaño desarmaban sus rulos y empapaban su pequeño pecho desnudo. Con rapidez, recorrió el césped mojado hundiendo sus pies en el barro, para entrar así a la pequeña casa del patio, quedaba detrás de los durazneros. El repiqueteo de la lluvia sobre el viejo techo de madera se volvía cada vez más ensordecedor.

El interior de la casita contenía un sillón viejo, un colchón con sábanas donde Pablo solía pasar sus madrugadas sin posibilidades de conciliar su sueño, especialmente por culpa de Lionel. Junto al colchón tirado había una radio funcional, un pequeño canasto lleno de duraznos recién cosechados y algunos libros desordenados sobre el suelo. Sin más que hacer en aquel cuarto, tomó un durazno y se recostó a leer el primer libro que llegó a agarrar. Poesía, de Neruda. Sus ojos se perdían en las amarillas páginas y las palabras eran borrosas, imposibles de leer. Sus intentos de leer estaban totalmente frustrados por el hombre constantemente rondando su cabeza. Lionel era lo único que conocía.

Lionel, Lionel, Lionel, Lionel, Lionel...

Su cuerpo era su objeto de estudio, y su sabor el elixir más deseado. Eran incontables las veces en las que se preguntó cómo se sentiría besar la curvatura de sus labios y recorrer cada parte de su cuerpo hasta sofocarse en su calor.

Lionel, Lionel, Lionel, Lionel...

El pesar del sensual Eros sacudía su alma con violencia y no lo dejaba tranquilo. Dejó el libro sobre el ligero colchón y miró el durazno que sobresalía de la canasta al lado suyo, tomandolo entre sus manos. Comenzó a acariciar la suave textura del exterior con sus dedos, en busca de alguna emoción que lo ayudara a llenar aquel extraño vacío que le producía la ausencia del hombre. Un fugaz pensamiento cruzó su cabeza, mucho de su raciocinio se había ido con la llegada del mayor, y mordiendo su labio con suavidad, hizo presión en el hueco y con cuidado quitó la semilla, tirándola hacia un costado, sin darle importancia. Intentando no machucar demasiado el fruto en su mano, lo esculpió, formando un agujero perfecto en medio de la fruta.

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⏰ Última actualización: Jul 07, 2023 ⏰

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