LA PITCHER

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"¡Noooooo, estúpida! ¡¿Para eso te contrataron?! ¡¿Para eso querías estar ahí?! No estás justificando tu sueldo, hija de la chingada", gritó don Roberto a la televisión ante el segundo fallo consecutivo de la pinchadora. La intensidad de su comportamiento era inusual para un hombre de su edad. Ancianos como él no deberían tener arrebatos emocionales tan fuertes. Aún así, el hombre insistía en mirar en solitario los partidos del Mundial de Béisbol para que nadie pudiera juzgarlo ante sus ataques de ira.

          De todos modos, no tenía amigos a quienes invitar. Don Roberto solo se relacionaba con personas de su edad, algo contraproducente en etapas tan avanzadas de la vida. Todos aquellos con los que había forjado amistades entrañables estaban muertos. En realidad, muchos miembros de su generación seguían con vida, pero cometieron el error de enemistarse con alguien que disfruta guardar rencores. Así que, para simplificar las cosas, el anciano simplemente decía que ya habían fallecido.

          El arcaico hombre escondía en su semblante décadas de cruenta lucha. Sus marcadas arrugas comunicaban un permanente enfado. Este semblante se mantenía incluso en sus momentos más serenos. Incluso cuando estaba dormido, parecía como si discutiera con alguien en sus sueños. Acompañando a su rostro había una voz acorde, con una gravedad y carraspera difíciles de distinguir si se debían a sus continuos gritos o a los estragos del cigarro.

          No tiene sentido mencionar el aspecto de su pelo. Sí, tenía unos cuantos cabellos, pero se los había arrancado casi en su totalidad durante los últimos partidos de la selección mexicana. Ahora los últimos vestigios de su cabellera estaban esparcidos por el suelo de su habitación, la cual no limpiaba con frecuencia. Su higiene era propia de un ser humano en decadencia, solo se aseaba correctamente cuando recordaba hacerlo.

          Decorando sus paredes se encontraba todo tipo de mercancía relacionada con el equipo nacional. Si mirabas a los lados, te encontrabas con una enorme variedad de banderas o cuadros tricolores. Sin embargo, lo realmente interesante se encontraba escondido a simple vista. Los objetos más pequeños y comunes también formaban parte del fanático ecosistema. El equipo se veía representado en la alfombra, los manteles, las sábanas, el respaldo de la cama, las interminables figuritas de vinilo, las velas usadas, el control remoto e incluso la taza del baño.

          Todo en la habitación expresaba un nivel significativo de obsesión. Como si tener tanta mercancía acumulada complementara una parte de su ser o, en su defecto, compensara emocionalmente algún dolor interno. Aun así, prácticamente todos los objetos que decoraban su habitación eran piratas o mandados a hacer. Esto se debía a que los productos que él buscaba eran escasos, difíciles de encontrar o inexistentes. En caso contrario, los artículos tenían un precio inalcanzable para alguien con su economía.

          Lo único que era genuinamente original era la playera que llevaba puesta. Don Roberto sabía perfectamente que ese gasto era una pésima decisión financiera para alguien en su situación, pero a sus ojos valía totalmente la pena. El viejo sabía que si el panorama se ponía muy complicado, todavía podía pedir dinero a sus familiares, pero tal vez era tan orgulloso que prefería incluso morir antes que pedir ayuda.

          "¡Se arroja la bola así, así, cabrona!", gritó el anciano mientras agitaba el brazo derecho de atrás hacia adelante. Fue durante el agresivo lanzamiento de su bola imaginaria que sintió el primer apretón en el pecho. Esa sensación opresora no le era desconocida. Sabía perfectamente lo que significaba, ya que no hace mucho lo habían tenido que internar en el hospital por este dolor. La última vez también fue por un partido de béisbol. El doctor prácticamente le había suplicado que se cuidara, pero esta era la recta final y no podría perdonarse si no daba todo de sí en este último evento.

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