LOS ANCIANOS DE LA LUNA

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Cuando llegaba el amanecer y los rayos de luz entraban por su ventana, Raquel ya tenía preparada la tasa de té para Rubén, su marido de sesenta y nueve años quien la amaba como a nadie, él tan solo al mirarla cada mañana no titubeaba al decirle cuanto la amaba. Eran un par de ancianos enamorados que por azares del destino pasaron sus días juntos, amándose, como si el hilo rojo que los ataba de sus meñiques fuese real, como si la vida les hubiese quedado corta para entregarse todos los besos que se debían. No había cantidad de estrellas en ninguna constelación que comprase el cariño de Raquel, ni dinero en algún banco que alcanzara para rentar un día el amor de Rubén.
Tan ancianos pero de un amor tan joven que cada día seguía creciendo como la flor de un jardín seco que cada mañana es regada por un ángel.
Así eran Raquel y Rubén, dos pescadores que cada amanecer bajaban a la nube más alta a lanzar el cebo de sus cañas para pescar algo de la lluvia, un anillo de oro que le sobre al universo, una moneda que no necesite el viento u otro beso que alguno de los dos se animase a regalar.
Eran pescadores que cada amanecer descansaban en el algodón de la nube más alta, recordando lo mucho que se amaron en vida, se abrazaban, se seguían besando. La mejor prueba de amor real.
Pero cada anochecer regresaban a su choza, subían por la escalera que Rubén había fabricado con los restos de madera que habían sobrado de su balsa.
Su choza en la luna, tan sencilla, cómoda y especial.
Cada anochecer al tirarse en la cama y contemplar las estrellas desde el reflejo de la ventana en los lunares de Raquel, Rubén tenían claro el que hacer, ya estaban en la luna y el sol no los observaba, sólo quedaba vivir otra luna de miel.

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