El anillo

231 33 4
                                    

Cuando Jon tenía seis años, sus padres creyeron buena idea llevarlo durante un verano con los exploradores. Sin duda fue un gran acierto. Jonathan siempre regresaba a casa con emoción, relatando todo lo que había aprendido y sobre los nuevos amigos que había logrado hacer.

Ese verano Jon conoció a muchas personas nuevas, personas con las que después coincidió en el colegio y que se volvieron buenos amigos suyos a lo largo de su vida escolar. Pero hubo alguien en particular a quien Jonathan siempre recordó con un cariño especial.

Él nunca tuvo problemas para socializar, sumado a que siempre lo caracterizó una simpática curiosidad, así que no fue de extrañarse que quisiera acercarse al chico que parecía tener problemas para adaptarse a las tareas que les encomendaban. Al principio solo pensó en darle una mano, sus padres le habían enseñado a ser amable y ofrecer su ayuda a quien lo requiriera. Pero pronto, por alguna razón, la compañía de aquel nuevo amigo le resultó por demás agradable.

Su padre le dijo alguna vez que para un niño el tiempo siempre iría más lento, así que, claro, un verano pareció muy largo y suficiente para volver de un extraño su mejor amigo. Pero el verano terminó y al parecer también la estadía de aquel chico de ojos esmeralda en el pueblo.

Jonathan no se desanimó, trató de dar su mejor sonrisa, aun cuando sabía que lloraría un poco al llegar a casa. Se despidió con un gran abrazo del niño y le entregó el anillo que le habían dado por ser uno de los mejores exploradores del grupo. A su amigo no le dieron ninguno, pero para Jon, él se lo merecía más que nadie.

Era una promesa declarada, ellos se volverían a encontrar, de eso estaba seguro.

Pero el tiempo pasó, Jonathan creció y conoció muchas personas. De aquel amigo solo le quedaba como recuerdo una vieja foto instantánea, pues ni siquiera podía recordar su nombre. Solo tenía claro que le producía una singular alegría el recordar aquellos días.

Ahora Jon tenía dieciocho años y no había mucho espacio en su vida para pensar en viejas amistades de la infancia. No cuando tenía problemas que lo fastidiaban todos los días. Problemas como el idiota con quien compartía piso.

Jonathan se maldecía por haber firmado el contrato, aunque lo hubiese hecho por muy buenas razones. El departamento estaba cerca de su universidad, el alquiler era barato y se supondría que conviviría con una persona tranquila y educada. Pero de educado no tenía nada. Damian Wayne era un total fastidio. Era sarcástico, pedante y, sobre todo, un mimado.

Ambos asistían a la misma universidad, aunque en distintas carreras y en distintos años. Damian era tres años mayor que él, estaba por graduarse. De hecho, estaba terminando su tesis, así que la discusión sobre el silencio absoluto para poder trabajar era un tema muy recurrente en el lugar.

También era recurrente el discutir por el espacio en el refrigerador, en la alacena, en su pequeña sala que ambos usaban para trabajar; en fin, prioridades. Aunque, de vez en cuando, también surgían otros asuntos que hacían que Jonathan llamara mimado a su compañero, como, por ejemplo, las constantes quejas de su afición por los fideos. «Mierda, soy yo quién los come, no él. ¿Cuál es su problema?» se decía.

En tan solo unas semanas, ese paraíso prometido se había vuelto una pesadilla. Damian era estricto, quejumbroso y, sobre todo, imposible de tratar. Parecía que odiaba a todo aquel que le dirigiera la palabra. Esa mañana de sábado, día de limpieza, una nueva discusión se estaba avecinando dentro del pequeño apartamento.

—¡La ropa, Kent! ¿Es tan difícil para ti entenderlo?

—¡Oh! Lo siento su majestad, no creí que una camiseta sería demasiado para su particular olfato.

El anilloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora