Tiempo, tiempo aquel que recorría él, dichosa cabellera roja aquella. Entre multitudes andaba, buscando a nadie más que al cuarto, cuarto aquel en el que la intriga permanecía.
La calma aulló, siendo arrebatada por el caos sin previo aviso dado. Presa y predador, ambos iban. Y un cordero más que estaba próximo. El destino los quería tanto, que los puso cara a cara.
Literalmente.
No hubo pensamientos, palabras algunas. Indescriptible. Aquel primero nublando la vista, vista dependiente de vidrios; el otro, aquel aturdido, lamentando lo dado anteriormente.
No hubo más.
Nada más, uno yéndose, el otro también. No eran nada para el otro. Ni siquiera desconocidos.
Él no se detuvo, el tiempo tampoco. Nunca lo hace. Olvidó todo, no era importante. Mucho menos ra alguien como él. No había nada más que el cuarto y la intriga.
Rodeado de verdes vivos y colores espectadores llegó, sin sentir la desgarradora angustia, el tenebroso temblor. Nada más que la apasionada intriga, curiosidad por un panorama nuevo. Rostros, almas, ¿cómo serían?
Por más cabecilla que fuera, no podía imaginarlo, más que a limitarse a la propia adaptación; un círculo distinto al suyo, ajenos sentimientos, pensamientos.
En sus mares no existía más que esa puerta, ahora rostros que estaban frente suyo cual escenario y presentante. No había nervios. Nulos pensamientos.
Dejó al descubierto una punta de su alma, si es que podía llamarle así a su nombre y procedencia. Nada más, nada menos.
Sólo una presentación.
Sólo una clase nueva.