Desde hace tres días la lluvia no había parado. Mi habitación lucia tal y como yo lo hacía. Las cuatro paredes con forme avanzaban los pesados segundos del día, se iban alargando haciéndome sentir de lleno en un gran hueco.
El sol se colaba por pequeños orificios de las cortinas, mis perros descansaban a mis pies tranquilamente en paz. Mirando al techo fijamente, volví a llorar. Solo dos minutos, para no deshidratarme.
Estos tres días de lluvia, mi rutina iba desde laborar un poco en la mañana, llorar, saltarme el desayuno, mirar al techo, llorar otra vez, acariciar a mis perros, pensar en qué comer, llorar una vez más, comer, tomar algo para el dolor de cabeza, llorar un poco más, ver el techo hasta que se hiciera oscuro todo mi alrededor y llorar hasta dormir.
Mi sueño se había escapado. De mis rutinarias 7-8 horas de sueño, ahora soportaba a mis molestas 4-5 horas. Mis ojeras, cada vez más oscuras, presumen de ser me accesorio nuevo.
Pero está bien. Aunque no lo esté.