01 (𝘂𝗻𝗶𝗰𝗼)

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-La puta madre -Jadeó.

Comenzó con una sensación de inquietud en el pecho, un leve tamborileo que rápidamente se transformaron en latidos frenéticos y cardíacos. Cada respiro se volvía más superficial, como si el aire se resistiera a llenar sus pulmones. Intento calmarse pero el pánico ya lo había envuelto por completo. Cuenta hasta tres y lleva su mano hacia su pecho y aprieta con su puño arrugando su remera. Intenta de alguna manera controlarse pero le es imposible.

La molesta sensación de ardor en sus ojos, un inconfundible presagio del llanto inminente, no tardó en aparecer. El zumbido agudo y persistente en sus oídos crecía, opacando todo atisbo de racionalidad y envolviéndolo en una cacofonía insoportable. La vista se le emborronaba con el velo de lágrimas no derramadas, que finalmente cedían y se precipitaban en finos surcos por sus mejillas enrojecidas. Trató de articular algo, pero las palabras se le enredaron en la garganta, atrapadas en un nudo creciente que se apretaba cada vez más. Jadeó, tembloroso, como si el aire fuera un lujo que no podía permitirse.

Le dolia el saber que necesitaba ayuda, que una vez más dependía de alguien. Ese era el peso que más le oprimía el pecho: saberse tan vulnerable, tan incapaz. Necesitaba de su madre, de su hermano, de Iván. Detestaba esa dependencia que se aferraba a el como una sombra, recordándole en cada suspiro que era incapaz de afrontar sus propios problemas sin ser un estorbo. Y lo odiaba con la misma intensidad con la que se odiaba a sí mismo en esos momentos. Lo abrumaba una angustia sorda, el conocimiento hiriente de su propia debilidad, una intensidad corrosiva que le recorría cada fibra, el reconocimiento de su propia fragilidad le calaba hasta los huesos.

Con dificultad se incorporó de aquella cama que ya no le proporcionaba consuelo alguno. Su cuerpo luchando por no cedera a la gravedad. El mundo a su alrededor giró violentamente, y el vértigo lo azotó con una fuerza que casi lo hace caer de rodillas, y por un momento sus piernas parecieron de gelatina, incapaces de sostener el peso de su propio cuerpo. Con la certeza de que en cualquier segundo podría desplomarse. El miedo a desmayarse en cualquier momento lo atenazaba. Lo lo desbordaba y nublaba su mente con pensamientos caóticos distorsionados. Todos los demás ya estarían dormidos en sus respectivas habitaciones, se supone que él debería estar haciendo lo mismo, descansando, o al menos intentándolo. Pero ahí estaba, luchando por no ahogarse en medio de ese estúpido ataque de ansiedad que se aferraba a su pecho como un yugo.

Con un temblor en las manos que le robaba la destreza, consiguió girar el pomo de la puerta y salir al pasillo. El corredor lo recibió con su oscuridad abrumadora, y sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sentia como las paredes se estiraban y curvaban, cerrándose sobre él aplastándolo. Aún asi intentaba caminaba, adentrándose en más en el pasillo. Cada paso era una batalla. La opresión de aquel espacio reducido que se comprimía a su alrededor lo asfixiaba más.

La sensación era tan horrible que por un instante dudó de su propia capacidad para llegar hasta la puerta del pelinegro. Se planteó, aunque fuera por un segundo, la posibilidad de pedirle ayuda al mexicano, opción que descartó de inmediato. Apenas se conocían; esa tenue conexión no era suficiente como para cargarlo con sus boludeces. Además, ¿quién querría soportar a un tipo tan estúpido, tan débil como él? Sería solo una molestia, otra carga que arrastrar.

La distancia que lo separaba de la habitación de Iván no era más que unos pocos pasos, pero en su estado le parecía como si la habitación estuviera a kilómetros de distancia, y cada metro se extendiera en una vastedad abrumadora. El aire se le hacía pesado y denso, y las sombras del pasillo parecían alargarse, burlonas, como si se empeñaran en obstaculizar su avance.

Con una mano presionándose el pecho, tratando de calmar ese dolor punzante que lo sofocaba, y la otra aferrándose a la fría superficie de la pared para no desplomarse, avanzaba a trompicones, tambaleándose como si estuviera ebrio. Apenas podía ver más allá de sus pies; todo se le emborronaba, como si el mundo estuviera deshaciéndose en pedazos ante sus ojos. Trató de concentrarse en el simple acto de respirar: inhala, exhala. Pero el aire se negaba a entrar, quedándose estancado en su garganta como una astilla que no podía tragar. Se asfixiaba, a pesar de estar rodeado por un espacio abierto. Era como si el mismo oxígeno se negara a asistirlo.

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