Capítulo 8 - Juicios, desastres, confusiones y... comida francesa

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Una semana después...


Jonathan cerró la laptop y la metió presuroso en el bolso junto con el cuaderno. Se levantó del asiento y buscó con la mirada a Randy, entre los cientos de estudiantes que ya se disponían a salir del salón de conferencias. Desde el incidente en el club, cuando había intentado besarlo y él lo rechazara, Randy había empezado a evitarlo. Como compartían las mismas clases al estudiar la misma carrera, desde que se hicieron amigos se sentaban juntos, pero el lunes Randy se acomodó varias filas atrás y había ignorado cada una de sus llamadas telefónicas. Y cuando le hacía señas e intentaba llamar su atención, hacía como que no existía. Por supuesto que Jonathan se sentía mal con aquella actitud de Randy, pero no se había atrevido a contarles nada a los demás, y por lo visto, Randy tampoco había tocado el tema. De hecho, parecía que también estaba evitando a los otros.

Alcanzó a verle y lo llamó e hizo señas, pero Randy, sin inmutarse ni volverse a mirarlo, se dio prisa en salir del salón en medio del tumulto de estudiantes que se retiraban. Jonathan dejó caer el brazo con gesto derrotado. Bueno, si Randy quería las cosas de ese modo, no pensaba insistirle más. Cuando se le pasara el berrinche y estuviera dispuesto a retomar la amistad, él lo recibiría con los brazos abiertos.

Fue uno de los últimos en abandonar el salón. Por suerte no tenía más clases. En otras circunstancias tendría que salir corriendo para su turno de trabajo en la clínica veterinaria, pero hacía unos días había presentado la renuncia. No había sido una decisión fácil, pero Anne y sus amigos le hicieron ver que ya no tenía que esforzarse demasiado. Con su padre trabajando ahora para un millonario y teniendo un sueldo tan sólido, podía darse el lujo de abandonar uno de los empleos, por tanto, optó por dejar su puesto en la clínica. Era el que menos le gustaba de los tres. Se habían acabado las recogidas de eses fecales y fluidos de las mascotas de la gente. Ahora podía gozar de un poco más de tiempo para sí.

Hacía muy buen día. Para ser otoño había poco viento y algo de sol. Bajo las sombras de los árboles del parque, tendidos sobre la verde alfombra de césped, o acomodados en los bancos de piedra, los estudiantes gozaban de aquella tibia mañana. Jonathan recorrió con la vista todos los grupos esparcidos por el área. Había montones de estudiantes conversando, o estudiando, con los libros y cuadernos esparcidos sobre la hierba y las laptops desplegadas sobre sus piernas; otros dormitaban, seguramente afectados por la última borrachera sufrida durante una de las tantísimas fiestas que se celebraban dentro y fuera del campus; los más solitarios gozaban de la compañía de sus teléfonos móviles. Permaneció por un momento contemplando el ir y venir de personas a través del terreno, y por una vez se sintió parte del universo que le rodeaba. Hacía tiempo que no se sentía de esa forma. La carga que unas semanas atrás amenazaba con derrumbarlo, ya no le resultaba tan pesada. Y todo gracias a un desconocido. Un multimillonario que, sin nadie tener aún noción de cómo, había dado trabajo a su padre, salvando, sin saberlo, a toda la familia de la miseria.

Jonathan no pudo creer que su padre sería el chofer nada más y nada menos que de David MacMillan, el multimillonario más joven del mundo, con uno de los negocios de minerales preciosos más rentables en la actualidad. No se trataba solo de un tipo rico, sino de uno de los más ricos y poderosos. Su padre estaba encantado con el trabajo. Le habían proporcionado uniformes para trabajar con los que lucía verdaderamente elegante. Anne se ofreció gustosa a mantenerlos siempre limpios y planchados. Como su padre era un amante de los automóviles, se sentía como en el paraíso trabajando para el señor MacMillan, ya que tenía la oportunidad de conducir y cuidar de coches con los que solo había soñado y visto en revistas o en la televisión. Jonathan se reía recordando el regreso de su padre en la tarde, luego de entrevistarse con el señor MacMillan. Estaba más que emocionado al mencionar que el joven tenía no solo autos, sino verdaderas joyas sobre ruedas. Los ojos le brillaban al hablar del Lamborghini, del Porshe, del Aston Martin, de los dos Mercedes y de un Maserati que le había cortado la respiración en cuanto lo vio:

EN LOS BRAZOS DE LA BESTIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora