CAPITULO 40

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—¡No puede ser! ¡Alguien entró al templo!

Sin esperar ni detenerse a escuchar una respuesta de Luisfer, Juan se impulsó con determinación de su asiento, sus pasos decididos lo llevaron rápidamente hacia su habitación. La puerta se abrió con un crujido suave, revelando un espacio íntimo y acogedor impregnado de recuerdos y objetos queridos. El armario de madera se erguía imponente en una esquina.

Juan abrió las puertas del armario, revelando un compartimento secreto oculto en su interior. Allí, en un pequeño baúl cuidadosamente colocado, reposaban unos guantes especiales de tela de malla metálica.

Los finos hilos entrelazados formaban un patrón intrincado, creando una armadura delicada y resistente a la vez. Cada detalle estaba meticulosamente elaborado, desde los diminutos remaches que aseguraban la malla hasta las pequeñas gemas incrustadas en los nudillos, destellando con un brillo sutil y misterioso.

Juan se colocó uno de los guantes, porque solo poseía uno de ellos, sintiendo cómo se adaptaba perfectamente a su mano. En ese instante, el mismo emitió un sutil resplandor, como si estuviera imbuido de una energía antigua y latente, esperando ser desatada.

Sin pensarlo dos veces, salió de la caravana y escrutó su entorno con mirada penetrante.

Sus pasos resonaron en el camino hacia el molino. Persiguió con ojos atemorizados la enorme huella del cráter que surcaba gran parte del suelo de Olympia. La escena de devastación de su asentamiento se apoderó de Juan como un mordisco repentino en su corazón.

Era el abismo a una devastación que se abría ante él, una cicatriz profunda que se extendía hasta la estructura del molino. El símbolo de Olympia estaba hecho pedazos. Las ruinas se erguían como testigos mudos de la destrucción, dejando al descubierto la compuerta que Juan había sellado con tanto esfuerzo años atrás.

Y que ahora estaba abierta, de par en par.

Una oleada de emociones contradictorias se arremolinó en su interior. La incredulidad y la decepción chocaron contra la tristeza y la ira, creando una tormenta de sentimientos que amenazaba con arrastrarlo.

Sus dientes se aplastaron entre ellos con fuerza mientras el peso de la responsabilidad se asentó en sus hombros, recordándole la tremenda importancia de su tarea: de su misión en el mundo como un Alma elegida.

Una misión que no podía fallar.

—Soy un inútil... tendría que haber venido aquí luego del temblor. Perdí el tiempo ayudando a verificar las heridas de los habitantes de Olympia. Y evidentemente... perdí muchísimo tiempo hablando con un Guardián que es incapaz de contener a su elegido.

Juan dejó escapar un suspiro cargado de autocrítica, sintiendo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Las palabras de autorreproche brotaban de sus labios con una mezcla de frustración y arrepentimiento, llenando el aire con un eco de amargura y desilusión.

Era evidente que la urgencia de su misión se había visto eclipsada por su altruismo, al priorizar la ayuda a los habitantes de Olympia antes de acudir a este lugar crucial. La sensación de haber perdido un tiempo precioso se arremolinaba en su interior, amenazando con socavar su determinación.

Por otro lado, Luisfer permanecía cerca, escuchando cada palabra con atención. El silencio entre ellos era elocuente, una muestra de solidaridad y apoyo en medio de este contratiempo. Luisfer permitió que Juan se desahogara para dar paso a su habla.

—Así que ahí es la entrada a Reflecta. No te preocupes. Es un templo complejo. Aunque alguien hubiese podido entrar ahí, dudo que pueda avanzar lo suficiente antes de que lo encontremos. Si me lo permites, puedo ayudarte.

DESTELLO DE ALMAS : UN ALMA LIBRE     LIBRO 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora