Es el momento de olvidar todo lo que ha pasado, todo lo que hemos vivido juntos, una historia que no tuvo principio pero que sí tuvo final. No recuerdo cómo empezó todo, supongo que lo nuestro fue como las típicas historias románticas de cine en las que un beso da lugar a la magia. Tú me hechizaste desde el momento en el que no sólo me remangué para ti sino que me quite la camisa por ti, desnudé no sólo mi cuerpo sino también mi alma, te abrí el corazón de un poeta muerto al que resucitaste con tu mirada.
¡Qué bonito era todo! Los abrazos por detrás mientras me tapabas los ojos y, después de morderme el cuello, me decías "Quiero que me lleves a conocer el mundo" y yo, confinándome a las paredes de tu corazón, te respondía que tú eras mi mundo y que todo lo que nos rodeaba sólo era materia corrompida que no se merecía albergar a una sílfide tan bella como tú. Ambos queríamos luchar por un mundo mejor, por ser libres, por no tener barreras para recorrer nuestros cuerpos cada vez que nos viniera en gana, por poder amarnos a plena luz del día sin que los ojos del castigo acechasen por cada esquina, por no tener que ocultarnos cada noche para hacer el amor.
Recuerdo cada vez que me agarrabas de la mano y echabas a correr como si te fuera la vida en ello, me dejé llevar por tu locura convirtiéndome en un loco enamorado que nunca se arrepintió de nada, me dejé llevar por tus sueños y tú apagaste las pesadillas que hacían temblar mi cuerpo atrapándome entre tus brazos cada noche, me dejé llevar por tus caricias y descubrí un mundo de sensaciones que me hizo volar entre cada uno de tus lunares, convirtiendo tu cuerpo en mi firmamento favorito. No olvido ese olor a almizcle que destilabas cada vez que el sudor empapaba nuestras sábanas, no olvido el sonido de tus cuerdas vocales enredándose entre ellas cada vez que perdías el control, no olvido el brillo de tus ojos cuando me mirabas, radiante, después de dar rienda suelta a toda la rabia que acumulabas durante el día.
No sé si las cicatrices de mi espalda son por el peso de las pancartas con las que salía cada día a recorrer las calles de mi ciudad o por las grietas que me abrías con tus garras rogándome que no me fuera nunca de tu lado. Sangramos tanto juntos que aprendimos a lamernos las heridas como si fuésemos perros abandonados que luchaban por sobrevivir día a día. Supongo que el verdadero motivo por el que eramos incapaces de separarnos a pesar del daño que nos hacíamos, era que sólo tú eras capaz de aliviar la rabia que me provocaba vivir en un mundo sucio, roto, perdido en sus propias mentiras, y sólo yo era capaz de saciar la sed de sangre que te provocaba ver a tu familia sumida en la miseria.
Hace ya años que no sé nada de ti, pero sigo viendo tu sonrisa en cada esquina, sigo girándome cada pocos pasos rogando que salgas de algún portal o descubrir que me has estado siguiendo durante todo este tiempo, sigo llorando por las noches pensando qué fue lo que salió mal a sabiendas de que nada salió bien. Me he preguntado tantas veces qué será de ti, si habrás rehecho tu vida y si me habrás olvidado que ya me he llegado a imaginar cómo vas de la mano de otro hombre que no soy yo y cómo haces con él todo lo que hacías conmigo.
Sé que estoy mejor sin ti y también sé que si llamasen a la puerta y aparecieses tú sólo abrirías una herida de mi corazón que ya hace años fue cerrada pero que aún amenaza con volverse a abrir. Vivimos lo justo y suficiente para dejar un recuerdo tan bello que ni las lenguas más viles podrían reescribir nuestra historia con rabia y dolor, pues a pesar de que, en el fondo, nos odiamos, ambos sabemos que hubo un momento en que nos amamos con locura y es ese leve suspiro que a veces se me escapa de lo más profundo de mis entrañas, erupcionando desde la raíz de mi ventrílocuo izquierdo en el que sellaste tu nombre con el filo de tus dientes, el que sigue recordando el sabor de tus besos, el calor que acabó por apagarse muy lentamente.