[ XXI ]

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Tras una noche de insomnio, un día lleno de deberes y el eco de las palabras de Vivienne, mis inquietudes me sacaron en plena madrugada de la cama y me condujeron escaleras arriba, al último piso y a la habitación del fondo, donde se encontraba resguardado el único estudiante de Bertholdt sin compañero.

Mis nudillos llamaron a la puerta con suaves golpes que contrastaron con la urgencia que bullía dentro de mí. Escuché el crujido de la madera, señal de que alguien acudiría pronto a mi encuentro. La respiración se me cortó de golpe en cuanto la puerta se entreabrió, dejando al descubierto a un Michael en pijama, cabello prolijo y sin signos de sueño.

—¿Charlie? —La perplejidad le impidió abrir en su totalidad la puerta.

Tragué saliva.

—¿Podemos hablar?

Revisó el corredor antes de dejarme pasar. Cerró la puerta con el mayor mutismo y se volvió hacia mí con duda en el rostro; no dejé de verlo ni un segundo, aún cuando la única fuente de luz se tratara de una linterna que apenas alcanzaba a alumbrar el escritorio.

—¿Bebiste?

Negué con la cabeza, aunque eso debía parecer: un borracho que había perdido la razón y se encontraba con compañeros a altas horas de la noche con el único fin de ganarse un castigo.

Preví que Michael seguiría realizando cuestionamientos para entender el por qué de mi visita, así que me adelanté, incluso a un análisis de mis palabras, antes de soltarlas de golpe.

—No lo entiendo, Michael. Sé que soy una pésima persona. Hice que despidieran a Williams por un mero capricho. Nunca, en toda mi vida, he creído que merezca cosas del todo buenas —enfaticé—. ¿Pero por qué a él sí lo amas? —Thompson contuvo la respiración y fingió estar sorprendido por mis palabras—. Dijiste que Elliot y yo somos iguales, pero no importa lo que haga, nunca me eliges a mí.

Después de sincerarme, por fin me di cuenta de lo mucho que estaba perdiendo al abrirme de esa manera. El miedo inmovilizó mi cuerpo y tuve que sonreír para no llorar. Jamás me han gustado las declaraciones, menos las de amor, sin embargo, esta tenía una connotación demoledora. Podía acostarme con quince mil chicos, disfrutarlo al punto de darme vergüenza, pero enamorarme de un chico era admitir que pasaría el resto de mi vida con un vacío por dentro, porque parte de mi felicidad sería a costa de otra felicidad.

Jamás tendría una cena con mi madre y el hombre que amaba. Jamás se sentiría orgullosa al mostrar fotos mías, y quizá, ni siquiera quisiera recordar que tenía un hijo.

—Y Michael, no importa lo que hagas, sigo rindiéndome ante ti. —Lancé un suspiro largo—. Así que dime, ¿cómo puedo solucionar el embrollo que me he creado?

Rasguñé la palma de mi mano en un vano intento por soportar el silencio, mis ojos ahora fuera de la silueta de Michael, vagaron por la estancia, hallando los dibujos en progreso sobre el escritorio. Pedí a Dios que me permitiera llegar antes al infierno, para no tener que enfrentarme con la respuesta de Michael, o peor aún, con su indiferencia.

Aún me encontraba repasando los defectos de mi confesión cuando sentí los brazos de Michael rodear mi cuello. Su rostro quedó a milímetros del mío, nuestras respiraciones chocaban y sus ojos no me daban tregua. Mis manos se ciñeron a su cintura antes de que pudiera darme cuenta, atrayéndolo más cerca de mi cuerpo. No obstante, no me atreví a llegar más lejos, pese a que la tentación de besarlo prometía desgarrarme las entrañas.

—Te tomó un tiempo —susurró; intuí que decirlo le deleitó—. Me estaba convenciendo que terminaríamos el curso y no me dirías nada.

Lo tomé de las mejillas y lo aparté.

Hasta los Dioses se enamoranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora