En la oscuridad pude sentir tus manos, brotaban de ellas luces preciosa, similares a las del sol cayendo.Una semana, sólo ha pasado una semana desde que el padre Ignacio falleció, y ya hay otro sucesor para su cargo. La rabia crece en mí cómo nunca antes lo había hecho, y me sorprende el sentimiento una vez que soy capaz de saborearlo en lo profundo de mi paladar.
La ventanilla de mi habitación parece, en retrospectiva, un escape a la pesadilla que comienza a desatarse en mi mundo. Tan alta y pequeña, con bordes afilados y vidrios apenas polarizados, podría significarlo todo en este justo instante. El cielo parece cubierto de serpientes esponjosas, oscuras y alargadas, amenazantes con un terrible diluvio que caería antes de que el sol se desvanezca, poniéndose de lleno en el horizonte.
La pequeña habitación no me da ningún tipo de tranquilidad, ni siquiera después de cada oración silenciosa en la capilla principal. Los ojos sangrantes y llorosos del Señor Jesucristo sólo causan en mí un sentimiento de miedo terrible, uno que me lleva a pensar en la muerte, en la soledad, y en que probablemente nunca podré tener a nadie junto a mí en mis últimos momentos.
No quiero enfrentarme a la muerte, no estando tan sola, tan vulnerable...
Intento controlar las lágrimas furtivas sobre mi rostro, pero parece imposible. El silencio de mi pequeña habitación se interrumpe cuándo un par de tenues golpecillos contra la madera de la puerta me hacen sobresaltar. La mirada suave de la madre superiora me hace suspirar suavemente, un poco más tranquila, al mismo tiempo que ella se acerca sin pensarlo mucho, envolviéndome en sus cálidos brazos de madre.
—Helena, querida hija —su voz suave me hace sollozar, escondida en su túnica. No quiero pensar en nada, no quiero sentir esto que yace en mi interior. Detesto el sentimiento amargo que lucha por salir —. Entiendo tu dolor, el sentimiento por el que estas pasando, pero debemos de afrontarlo, es la única forma de sanar.
Mis sollozos no se detienen. Quisiera decirle que no quiero sanar, que quiero aferrarme a ese dolor, que es lo único que me hace sentir viva justo ahora. Está impotencia que crece dentro de mí es la única que logra abrazarme realmente, la única que parece prometerme que nunca más me dejará sola. La única que me hará despertar de maneras en las que temo profundamente.
El padre Ignacio tenía cuarenta años, bastante joven para que su vida terminase. Veinte de esos años los entrego a servir como sacerdote, años en dónde recogió a una pequeña niña recién nacida que no tenía nada más que un futuro incierto y una misión que, según él, prometía grandes cosas en el ministerio.
Nunca entendí a que se refería con ello, nunca hubo tiempo suficiente para que me lo dijera.
—Siento un dolor abismal, madre superiora.
Mi voz suena temblorosa, rasgada. El dolor que ha dejado la muerte me embarga profundamente. Siento que me han quitado una parte importante. El padre Ignacio fue un guía para mí, un gran amigo, pero sobre todo, un padre amoroso y consejero.
—Lo sé hija, lo sé.
La misión de tranquilizarme fue difícil, y por un par de minutos silenciosos más, todo lo que podía escucharse era el sonido de mi dolor, y el susurro del viento entre los árboles cercanos. El otoño fresco afuera señalaba la llegada próxima del invierno. Nunca me gustó el invierno, significaba demasiadas cosas malas en mi vida, y ahora parecía tener todo el sentido del mundo. Para mí el invierno sólo podría significar y traer noticias malas, y ahora podía corroborarlo.
—Debemos de bajar a recibir al nuevo sacerdote, se unirá a nuestra comunidad y será de bendición, ya lo verás.
No dije nada, el sabor amargo en mi boca demasiado potente cómo para abrir mi boca y correr el riesgo de escupirlo. No quería su remplazo, quería al sacerdote Ignacio de nuevo. Hice un mohín apenas disimulado, asintiendo amargamente en un gesto apenas taciturno.