El Inicio.

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La luna se interponía ante el majestuoso sol obligándolo a ocultar sus radiantes rayos, las aves sobrevolaban la ciudad en busca de refugio con su canto que anunciaba la bienvenida de la oscuridad en un silencio absoluto que se apoderaba de la capital.
Marta abordo de su vehículo siguió la patrulla hasta llegar al viejo edificio de ladrillos maltratado por el tiempo en el que trabajaba, en el pasado había sido una aduana, en el presente, un centro de investigaciones.
La entrada principal era adornada por dos grandes maceteros de cemento con palmeras dentro iluminadas por luces artificiales de los postes parpadeantes, luego, bajó la ventanilla, sintiendo como el aire frío de manera dulce acariciaba su rostro, mirando a través de sus anteojos, dos oficiales apuntando con sus armas en la entrada principal del centro de investigaciones, prediciendo que algo raro estaba pasando, luego, respondió el celular: ¡Cariño escúchame! debes saber la verdadera razón del viaje a la Isla del Coco. Tan solo escúchame, ¡te lo ruego! suplicó su actual novio, Daniel Li, pero sus peticiones fueron ignoradas por la doctora, quien asombrada, sin dar razón alguna cortó la llamada.
─¡Señora, no puede estar aquí! -interrumpió una oficial de apellido Fuentes, acercándose mientras su compañero ingresaba al centro de investigaciones. En ese momento, un disparo se escuchó desde el interior del edificio, ¡me ha mordido el anciano! -gritó un segundo oficial de apellido Fernández al salir apretando la herida profunda en su cuello por su puño para evitar morir desangrado.
─Señora, mejor ¡váyase! -recalcó Fuentes, sujetando la radio en sus manos para pedir refuerzos -¡oficial herido!, ¡repito, oficial herido!
Marta, la mujer de cuatro décadas encendió su vehículo, más no lo arrancó, su curiosidad la llevó a observar la imagen de un cuerpo rígido con moretones con una respiración similar a la de una persona asmática, y un mirar idéntico al de una fiera hambrienta. Al salir del centro de investigaciones, un escalofrío recorrió sus pies hasta llegar a su columna vertebral, erizándole toda su piel al reconocer a su exjefe Lázaro, quien lanzó una mirada enfurecida al escuchar la radio: ¡afirmativo!, los refuerzos van en camino.
Fuentes ordenó al anciano infectado detenerse apuntando con su arma, quien no comprendía palabra alguna. De su boca se desprendía una baba espesa con un mal olor, un olor anal, que afectaba su respiración de pito. Fue cuando la oficial decidió dispararle en una pierna para detener su paso. ¡Oh por Dios! -gritó Marta al ver a Lázaro dislocarse el cuello al caer en el filo de un macetero. Segundos de silencio surgieron, era como si el tiempo se hubiera detenido, luego Lázaro se levantó con la cabeza inclinada sobre su hombro derecho dando una extraña respiración de pito, mordiendo el aire que pasaba entre su boca.
─¡Está vivo!, llamaré una ambulancia -supuso Fuentes con alegría en sus labios dirigiéndose a la patrulla por la radio sintiéndose libre de cargos al verlo de pie, pero los disparos atraerían un segundo infectado, con un gafete a un costado de su pantalón con el nombre, Steven, quien corrió hacia el herido Fernández, saltando sobre él, derribándolo.
La mujer de apellido Fuentes al ver la escena "no entendía qué estaba pasando", hasta que al mirar un tercer infectado sin ojos salir del edificio, volvió a disparar, pero eso no lo detuvo sino por el contrario los enfureció aún más. El número de infectados aumentaba, ahora se había sumado un hombre de seguridad con pequeños mordiscos en todo su cuerpo llamado Juan Carlos.
Marta sin mucho pensarlo al mirar como la oficial era abatida y devorada, en una muerte lenta y dolorosa, aceleró su vehículo, experimentando una asfixiante sensación de pánico súbito, el sudor empezó a correr por su espalda, mientras inhalaba e exhalaba todo el aire posible para mantenerse tranquila, luego sacó sus pastillas de Fluoxetina de la guantera, y una pequeña botella de agua para acompañar su tratamiento para la ansiedad, trastorno que había adquirido años atrás a causa de los malos ratos que le hizo pasar su ex esposo.
La doctora huyó hacia el centro de la capital entre un desfile de patrullas y ambulancias que se dirigían hacia la zona de caos en medio de un agonizante eclipse, fue cuando su celular volvió a sonar, pero las pastillas aún no habían hecho su trabajo causándole un susto que la hizo saltar de su asiento: ¡Daniel!, ¿dónde estás?, ¿qué está sucediendo?
─Cerca del Cerro de la Muerte... se nos ha salido de las manos, se ha salido de control... cariño, escúchame, debes usar mascarilla, cubre tu rostro, aléjate de otras personas, el virus es sumamente contagioso, debes huir de la capital.
─No puedo... no sin mi hijo, ayer tuvimos una discusión, y no me responde las llamadas -mencionó Marta, que a pesar de no tener la mejor relación madre e hijo, jamás abandonaría a su propia sangre, y menos en una situación así.
─Cariño, escúchame... el gobierno va poner la capital en cuarentena, van a utilizar armas de fuego en contra los infectados Z, muchas personas van a morir hoy... buscaremos a tu hijo luego; él te necesita con vida. El virus se está propagando rápidamente, las comunicaciones dejarán de funcionar al igual que los servicios básicos, los hospitales colapsarán... todo es cuestión de tiempo, van a contener la capital, ¡huye! El gobierno ha dado la autorización a otros países de bombardear la zona cero, debes salir de San José, dirígete hacia un lugar conocido, como, Playa Herradura en el Pacífico, en ese sitio encontrarás una marina conocida como la Zona Segura, ¡ahí estaré!, debes evitar carreteras con tráfico, lugares poblados, ¡no te detengas por nada!, cualquiera puede estar contagiado, busca la ruta conocida como, el Cerro del Aguacate, en esa carretera el flujo de vehículos es mínimo, yo me encargaré de llevar a tu hijo sano y salvo, ¡necesito que reacciones! ¡Te amo! -finalizó Daniel.
Marta encendió la radio escuchando lo siguiente: No salgan de sus casas o trabajos, y ante todo guarden su distancia, aíslense en sus burbujas, personas cercanas, eviten el contacto con desconocidos, -pero ignoró las advertencias, era algo terca al igual que su hijo, y decidió aventurarse en un barrio en el centro de la capital, que siglos atrás se había vendido a familias de clase alta para la construcción de casas lujosas con influencia de arquitectura española, la zona conocida como Otaya. Este lugar ocultaba una misteriosa leyenda, la cual contaba la historia de una casa maldita, donde un hombre muchas décadas atrás, ahorcó a sus cinco hijos y a su mujer, luego arrepentido acabó con su vida.
El ambiente se volvía cada vez más apocalíptico, la doctora llegó hasta un humilde hogar de madera de dos pisos deteriorada cerca de la misteriosa Casa de los siete ahorcados descubriendo una puerta que se movía como invitándola a pasar. Era como si alguien o algo la manipulara, pero tan sólo era el viento; ingresó, y observó un charco de sangre tan grande, que podía observar su propio reflejo, ¡no!, ¡no!, ¡oh por Dios!, exclamó en un estado de negación absoluta, al mirar el celular y el suéter de su hijo en el suelo; pero al escuchar un caos, disparos, gritos y vandalismo, decidió salir para mirar. Vió uniformados tratando de poner orden, obligando a los ciudadanos a permanecer en sus hogares y así evitar el contagio; sin embargo grupos de rebeldes se habían formado, atacando a las autoridades, lanzando piedras, bombas caseras y otros objetos incendiarios.
La gasolina de una de las bombas bañó el cuerpo de un policía, el fuego inició en los zapatos, luego subió por el pantalón, finalizando en su camisa, transformándolo en una antorcha viviente, corriendo por la calle dejando un rastro de llamas. Un periodista trató de grabar al agresor de la bomba, pero el vándalo al darse cuenta juntó un bate y le golpeó la mano, la cámara cayó a la calle, siendo agarrada a golpes por el delincuente dejándola inservible, mientras en la esquina de la cuadra, en un supermercado chino, amantes de lo ajeno se empujaban unos a otros, parecían niños en medio de una piñata; estaban saqueando el comercial, robando papel higiénico, desinféctate, jabones, gel para manos, cervezas y algunos alimentos, parecía no importarles ni siquiera el hecho de que uno de los dueños había sido secuestrado días atrás.
Un grito femenino se escuchó frente a la imagen publicitaria de una familia sonriente, hecha de cartón con un cartel entre sus manos, que decía: miércoles de descuentos.
Uno de los saqueadores había derribado a una humilde señora quitándole sus bolsas con pañales, un chupón, carnes y leche.
La víctima agarraba sus cosas desde el suelo, para ella, era como si estuvieran arrebatando su mayor tesoro, el cual había comprado con el humilde salario de dependiente en una tienda, llamada La Económica. La leche se derramó, parecía que el cemento de la acera bebía el líquido, fue cuando el ladrón pateó el rostro de la mujer para escapar con el botín y luego huir a su viejo vehículo gris, parqueado a un par de metros de ahí. Pero su viaje no duraría mucho, al atropellar a un hombre que se atravesó con una pantalla plasma de 32 pulgadas en sus manos. La había robado del supermercado, de la sección de tecnología.
Marta miró como el conductor lograba escapar de la zona dejando al hombre moribundo de la pantalla tirado en la calle; su profesión la obligó a brindarle ayuda, colocando su dedo índice en el cuello del casi occiso, descubriendo un rostro desfigurado al haber dado contra el pavimento, a tal punto que sus labios se habían partido en dos, mostrando una dentadura pintada de rojo gelatinoso que salía de sus órganos internos, y un brazo desprendido al ser girado sobre el mismo por el asfalto, no, no... ¡por Dios!, ¡ayuda!, -gritó, sin que a nadie le interesara, lo que importaba en ese momento era lo material, la sociedad se estaba quebrantando.
La doctora en un acto de humanidad, colocó su gabacha encima del cuerpo que de forma rápida se tornó roja, luego se dirigió a su vehículo, no sin antes escuchar los ladridos de un pequeño perro chihuahua con una cadena de cruz inversa que ladraba hacia su espalda, desde, donde provenía una sensación de brisa fría, que se sentía como si soplaran en su nuca, acompañado por un sonido de pito, como si alguien respirara a sus espaldas, entonces volteó encontrándose al cadáver de pie.
Los nervios de Marta la inmovilizaron, dejándola perpleja, no podía creer la imagen que tenía ante sus ojos, la cabeza le empezó a latir, tal vez por la presión arterial; incrédula con su mano izquierda jaló la gabacha ensangrentada, descubriendo el rostro de la muerte. Fue en ese momento que un ángel, un joven pálido, de grandes ojeras, algunas gotas de sudor en su rostro delataban que algo no andaba bien en su salud, clavó un pico de una botella en la cabeza del zombi.
Marta rápidamente trató de salvar al pequeño perro con su mano izquierda alzo, no tenía corazón para dejarlo ahí.
─Me llamo Johnny, soy amigo de Bárbara.
─¿La has visto? -preguntó Marta con esperanzas en sus lágrimas -¡¿De quién es la sangre en el suelo?!
─De Mario, del padre de Bárbara... está arriba, ¡está muerto!... yo lo maté -confesó el joven.
Por fin el sol había vuelto a aparecer, causando un bochorno de los mil demonios. Marta corrió hacia dentro, hasta las estrechas escaleras, subiendo a la segunda planta, topándose con un cadáver con una herida en su frente al lado de un ladrillo bañado por sangre junto a un viejo mueble de madera, trozos de una pecera, mientras un pez beta se retorcía dando saltos en el piso sobre un charco de la sangre mezclada con agua. La doctora se inclinó para verificar la muerte del hombre, escuchando el abanico girar de izquierda a derecha. Lo tuve que asesinar... se volvió loco, ¡quería matarme!, justificó Johnny, quien apareció en el marco de la puerta soltando el pico de la botella.
─Debemos salir de aquí señora... no es seguro...
─¡Apártate! -ordenó la doctora sosteniendo el pequeño perro al observar una marca de sangre en el pantalón del joven, y sacando de su bolso negro, cómodo, grande, con suficiente espacio, perfecto para ocultar el arma que había comprado para protegerse de su ex esposo. Era una pistola, Ruger 57 con letras rosadas que decía su nombre, MARTA, para luego apuntarle y decir: ¡Estás, enfermo!, no pienso llevarte, ¡lo siento!, he visto en lo que se convierten luego de morir.
─Señora... se lo pido de corazón, no me haga esto, usted puede ayudarme...
─Por última vez, ¡te juro por Dios!, que se usar muy bien estas cosas -advirtió Marta, a lo que, el joven decidió apartarse hacia un lado, dando espacio a Marta, quien subió a su vehículo, manejó, encendió la radio para tratar de engañar a su mente: «Las llamadas al 911 se han disparado en las últimas horas ante la aparición de personas con algún tipo de rabia, si usted presenta los siguientes síntomas: cansancio, tos seca, congestión nasal, secreción nasal, dolor de garganta, mareos, vómitos, diarrea, infórmelo a las autoridades correspondientes».
La doctora en su desesperación se adentró hacia una autopista bastante transitada, que se extendía en ambas direcciones, cerca de un gran parque adornado por enormes árboles frutales, y un gran lago, un pulmón en medio de la ciudad, luego escuchó una sirena de bomberos, pero en realidad era un grupo de jóvenes, entre ellos tres jóvenes modelos, una dominicana con pañuelo rojo en su cabeza, una colombiana de sombrero playero blanco, y una tica rubia de 18 años, llamada Raquel, la cual celebraba la renovación de un nuevo contrato como modelo de una famosa cadena de supermercados chinos.
Las tres jóvenes en vestidos de baños, tomaban licor, y bailaban sobre el techo de un carro blanco 4x4, meneando sus nalgas al ritmo de Ricky Martín y Debí Nova, con la canción, Drop it on me, no escapaban de la pandemia, si no del estrés de la ciudad, aprovechaban la presencia de los rayos del sol, para lucir sus cuerpos casi perfectos, y sensuales, atrayendo las miradas, siendo grabadas por celulares.
Más adelante había familias con mascarillas en sus rostros.
Marta empezó a transpirar, sus sobacos estaban húmedos, el sudor atravesaba su ropa, intentó serenarse, respirando, estaba agotada, tanto mental como físicamente, pero el sonido de las bocinas era interminable. La preocupación venía como una enfermedad crónica, sus oídos se habían saturado por completo ante una oleada humana al escuchar el sonido de la música y personas hablando entre si, tratando de entender, "qué sucedía".
A pocos metros, una mujer asiática hablaba en mandarín, al parecer su ex esposo llevaba días desaparecido, pero en su interior ansiaba su muerte, sus planes eran escapar de la plaga a China con su amante.
La doctora tomó una de las fluoxetinas de la gaveta del carro, luego se aseguró tener su pistola en su bolso negro en la bolsa externa, al lado del pequeño perro, su mirada se detuvo al observar un anillo de oro blanco con una esmeralda y ponérselo, se lo había regalado su ex esposo en aquellos "tiempos felices" que se esfumaron con las infidelidades.
Las cosas estaban por empeorar, en el cielo el rugido de dos aviones militares, seguidos de un estruendo que hizo la tierra temblar, las alarmas de algunos vehículos empezaron a sonar, y la luz en postes iban y venían, por un minuto todos los presentes perdieron la audición, sintiendo un fuerte pito soplar en sus oídos. El este de la capital desaparecía en una nube de ceniza y fuego; los gritos, llantos y rosarios no se hicieron esperar, -¡silencio!, miren, -gritó un motociclista al mirar un autobús con un lazo negro en la parte frontal, que huía de la capital en contra vía. Su lateral derecho raspaba la división de los carriles sacando chispas... El crujido del metal era perturbador, similar a cuando se aruña un pizarrón. Venía atropellando a todo aquel que se interpusiera en su camino, en medio de una lluvia de pequeñas piedras con trozos de metal, hasta que por fin se detuvo por una barrera de hierro retorcido, quedando casi volcado, -¡padre nuestro, ayúdanos!, -rezó una anciana con su tanque de oxígeno, desde el interior de un taxi al sentir un olor a muerte a su alrededor acompañado de un color rojo pintando la calle con los órganos y miembros mutilados de inocentes. Algunas partes habían salido disparadas a gran velocidad, entre ellos, un gran trozo de vidrio de la parte frontal del bus, el cual decapitó a la mujer asiática que hablaba por celular desde la calle.
El estruendo del choque fracturó algunas de las ventanas, que no podían soportar el peso del autobús, -déjenme, por favor... -suplicó una mujer dentro, fue cuando los ladridos del pequeño perro se hicieron presentes desde el bolso negro de Marta.
─¡Calle a ese animal infernal! -ordenó el motociclista.
Marta recordó al observar una moto con un chasis trasero pintado de negro y naranja de alto cilindraje, marca KTM, uno de los caprichos de su ex esposo, cuando era feliz, antes del nacimiento de su hijo, Darwin, ni siquiera se había casado con el padre de su hijo. La doctora, disfrutaba de la compañía de su novio, Frank, quien le enseñará a manejar. A ella le gustaba sentir el calor en su espalda del futuro padre de su hijo.
─¡Tenemos que ayudar a esas personas dentro del bus! -sugirió el taxista al lado de la anciana, escuchando el sonido de las ventanas con grietas, haciendo un intenso, crip, crip, al quebrarse, dando la forma similar de una telaraña, para luego bañar la carretera de cristales.
Un hombre cubierto de sangre, cayó desde el interior del autobús, luego se levantó, inclinando su cuerpo hacia un lado, caminando con dificultad, arrastrando su pie derecho, parecía morder el aire a su paso abriendo su boca. Marta sin mucho pensarlo, sacó el arma sosteniéndola con ambas manos y disparó. La bala ingresó por el pecho, destruyó los órganos que encontró a su paso, pero el infectado seguía de pie, entonces hizo un segundo intento, esta vez al rostro, jaló el gatillo, haciendo voltear la cara del zombi, haciéndolo desplomarse.
─¡Tiene un arma! -gritó una anciana del tanque de oxígeno, retirándose la mascarilla y causando pánico en los presentes.
La histeria colectiva se apoderó de los presentes, los gritos de las personas, se convertían en un coro de terror, la gente de atrás se empujaba hacia adelante al ver lo que sucedía, era como una enorme ola humana.
Un pequeño porcentaje de personas permanecía inmóvil y confuso, uno que otro buscaba refugio debajo de los vehículos, ocultándose en camiones.
─¡Lo siento!, las llaves de la moto -ordenó Marta sujetando el arma en contra del joven motociclista, en ese momento su alrededor se volvió inmenso, el temor corrió por sus venas al ver un segundo infectado caer, dando un quejido burdo. Ya esa escena la había visto antes, no tardaría mucho en repetirse; segundos después un nuevo disparo se escuchó, esta vez al corazón del motociclista, quien miró como la sangre empezaba a correr por su pecho, volteó su mirada en dirección a su asesino, había sido Marta.
Los nervios de la doctora le habían hecho una mala jugada al accionar de forma accidental el gatillo, su dedo había disparado de forma irracional al desconectarse del cerebro, sus manos estaban sudorosas y cansadas.
La imagen de una asesina quedaría grabada en la mente de la doctora al reflejarse de forma distorsionada en los parabrisas de los vehículos, acompañada del olor a pólvora quemada. La ansiedad volvió a crecer en su interior, de repente tenía ganas de huir del lugar, y sin pensarlo dos veces ante las miradas acusadoras, se armó de coraje, extendió sus manos para levantar la moto al lado de su dueño fallecido, y así escapar en una competencia por su vida, alcanzando a otros motociclistas que quedaban en el camino al no poder esquivar autos o personas. Con cada kilómetro recorrido, dejaba atrás la imagen terrorífica, de las ventanas del bus quebrándose, liberando un gran grupo de infectados que caían en el asfalto, para luego levantarse con sus ropas rasgadas, y ganar velocidad con cada paso que daban para empezar a derribar personas, saltándoles encima para desgarrarlas y despedazarlas. Entre sus primeras víctimas estaban dos de las tres modelos, solo Raquel había podido escapar, mientras otros habían tomado armas en contra de los zombis; el miedo, y la impotencia ante la masacre, habían favorecido diferentes comportamientos humanos ante la muerte.

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