Choque de trenes

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Me estiro en la cama con instinto gatuno y echo un vistazo al reloj: son las 10:20 de la mañana. Supongo que, de forma inconsciente, mi cuerpo intenta descansar en los últimos coletazos de las vacaciones. En una semana comienza un nuevo curso, el último por fin. Tengo unas ganas enormes de empezar a ver el mundo desde la perspectiva de la realidad de los restaurantes y no escondida detrás de las simulaciones de clase. Paolo las prefiere porque está cagado de miedo, pero a mí me apetece vivir la presión de la cocina en carne propia. Adoro cocinar desde que tengo uso de razón, mi madre dice que incluso antes, y estoy dispuesta a convertirme en una de las mejores chefs de todo Madrid. Altas expectativas, ¿no? Pero a los sueños no hay que renunciar nunca, demasiado lo pospuse en su momento.

Después de asearme un poco, me pongo unos shorts y un top de deporte y me dispongo a salir a mi carrera matutina. Hoy se me ha hecho tarde y el calor de primeros de septiembre seguro que me hará pagar mi pereza. Empiezo a trastear Spotify en busca de una buena lista de reproducción que me active, mientras salgo de casa y antes de poder cerrar la puerta noto un impacto y un ruido de bolsas cayendo al suelo.

—Ostras, lo siento —me disculpo ante la chica que me mira un tanto cabreada—, te ayudo a recogerlo.

Me agacho dispuesta a recuperar las naranjas que han salido rodando por mi torpeza, pero su voz me detiene.

—Déjalo —contesta con una seriedad pasmosa—, la próxima vez mira por dónde vas.

Joder, qué borde la tía. Intento situarla, pero no me suena de nada. Hago tiempo esperando al ascensor para no parecer una perturbada mirándola y veo que tras recogerlo todo, se detiene en la puerta de enfrente.

Bien hecho Luz, empiezas genial con los nuevos vecinos.

Salgo a un trote suave callejeando hacia el Paseo de los Recoletos y de ahí llegar al Parque del Retiro, intentando alejarme de la muchedumbre y el ruido que siempre acompañan a esta ciudad. Vine a Madrid puramente por necesidad, de lo contrario, jamás habría cambiado la casa familiar de Toledo por una habitación de un piso compartido. No es que me queje, muchos de mis compañeros de universidad están en peores condiciones, pagando una burrada por un piso minúsculo o alejado de todo. Yo tuve la suerte de contar con Marta, con la que tengo algún tipo de relación parentesca de esas tan lejanas que ninguna de las dos podemos situar pero que sabemos que existe gracias a nuestros antepasados toledanos. Su abuela tenía un piso cerca de Colón y ella se vino a los 18 a buscarse la vida como fotógrafa. Cuando por fin me animé a estudiar Gastronomía, ella me acogió sin dudarlo y de eso hace ya tres años.

Después de 20 minutos, paro a hacer unos estiramientos. La música se detiene y empieza a sonar mi móvil.

—Hola Marta —la saludo aún con falta de aire.

—Luz, ¿qué haces? Oye no estarás...

—Corriendo, estaba corriendo, no inventes —me apresuro a interrumpir sus pensamientos poco apropiados.

—De ti puedo esperarme cualquier cosa primita —contesta divertida—, dime por favor que estás cerca de casa.

—En el Retiro, ¿por qué?

—¡Mierda! Vienen a traerme un paquete muy importante, lo necesito para esta tarde.

—¿Por qué no se lo dejan a Gloria en el bar? Yo en 20 minutos lo recojo.

—Qué va, en el bar no —sentencia preocupada—. Gloria es un sol, pero pasa demasiada gente por allí.

—Pues te queda la vecina rancia o la vecina nueva, porque Antonio debe estar trabajando.

—¿Vecina nueva? —pregunta sorprendida.

—Sí, en el 2º3ª, unos 35, pelo caoba y cara de mala leche, pero a primera vista parece normal —le detallo las pocas cosas que recuerdo de nuestro encuentro.

—Me fío de tu instinto, Luz. Por favor que no sea una loca coleccionista de objetivos caros —ruega con dramatismo—. Corre como si te hubieses dejado la comida en el fuego y recupera mi nuevo bebé.

Me despido entre risas de ella y emprendo el camino de vuelta a un ritmo un poco más alto por su salud mental y el mío. Si llega a perderse ese objetivo, puede suceder cualquier cosa.

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