BENJAMÍN, EL HIJO DEL COMERCIANTE HEBREO.
La entrada estaba atorada de curiosos. A duras penas se abrió paso, dando más de un codazo, hacia el arco que daba entrada al patio de su casa. En el espacioso patio también había un remolino de gente: a los parientes y a los vecinos se les habían unido un buen número de espectadores, y todos, los unos y los otros, en actitud bulliciosa, ávidos de conocer los detalles del viaje que había llevado hasta tierras lejanas y peligrosas al prestigioso comerciante. Todo un acontecimiento en el Yehuddiyyeh, el barrio judío cordobés.
Isaac estaba saludando a unos y a otros, todavía con la ropa sucia y ajada del viaje, los pies ennegrecidos y el cabello, grasiento y alborotado, cayéndole sobre los hombros.
-"¡Padre, has vuelto!"- exclamó Benjamín.
-"Dios ha querido que así sea. Estoy de nuevo con vosotros, hijo mío"- decía al tiempo que le abría los brazos esperando su abrazo.
-"Pero tu aspecto desmejorado dice que has debido de pasar muchas necesidades"- se lamentó Benjamín, mientras lo agarraba fuerte.
-"Todo lo he podido superar. Y lo que es más, he conseguido hacer unos negocios muy beneficiosos, aunque haya tenido que sufrir algunas penurias"- admitió Isaac. –"Sólo Dios sabe que nos hace el bien, cuando nosotros pensamos que nos está arrojando a la desdicha"- dijo levantando los ojos al cielo y esbozando una tenue sonrisa tranquila y serena, tan habitual en él.
La madre de Benjamín y esposa de Isaac, lloraba a escondidas, con la cabeza gacha, sin dejar que ninguno de los que se habían congregado para dar la bienvenida a su marido pudiera ver sus lágrimas. Era Lea una mujer alta y bellísima, esbelta, de un rostro expresivo y unas manos delgadas de largos dedos. Su negro y largo cabello, que llevaba delicadamente entretejido con cintas de seda de varios colores, le caía casi hasta las caderas. Su piel era de un color moreno, pero claro. De boca grande y nariz perfilada, tenía unos ojos ligeramente sesgados y la frente alta.
Estaba muy delgado Isaac, tanto que el cuello le asomaba fino y tostado, y el rostro quemado, lo tenía agrietado por el sol. Padre e hijo alargaron ese abrazo y Benjamín notó los huesos de su padre pegados a la piel, en su cuerpo debilitado por los meses de viaje. Encontró a su padre irreconocible con ese aspecto tan desmejorado. Lo recordaba como un hombre alto aunque no demasiado corpulento, de cabellera rizada negra azabache y barba negra, que contrastaban con el blanco de su piel, la misma piel que el sol y los trabajos del camino habían quemado y enrojecido. Estaba Isaac tan exhausto que quedó en recibir las visitas al día siguiente, tras haber podido tomar un baño reparador y pasar una noche durmiendo encima de una cómoda cama.
-"Vamos, vamos. Ya sabéis que mañana podréis hacer a Isaac cuantas preguntas su salud os consienta"- dijo Lea, la madre de Benjamín, al tiempo que batía las palmas e invitaba a los presentes a abandonar su casa. Luego, en un aparte se dirigió a su hijo apenas susurrante: -"Los poderosos y ricos acuden como moscas a la miel, a mostrar sus respetos al flamante comerciante retornado".
Al día siguiente vinieron todos, pues todos se sintieron convocados. Las losas del patio, recién regadas, exhalaban su perfume fresco y húmedo, mezclado con el de las enredaderas y los sándalos que trepaban desde las alargadas jardineras por los arcos que rodeaban el espacio interior abierto. En el centro, alrededor de una fuentecilla, se habían colocado mesas cubiertas por finos manteles y repletas de bandejas llenas de panecillos, dulces, aceitunas, berenjenas y empanadas rellenas de la carne preceptiva de los judíos. Las copas y las jarras eran del vidrio más fino. El olor se aspiraba delicado. El regreso de Isaac exigía lo mejor del menaje y de los manjares. Su valentía lo merecía.
Se habían reunido allí personajes importantes de todos los rincones de Córdoba, entre los que destacaban por sus regalos, el maestro perfumista que llevaba con él unos finos perfumadores de los que si estabas cerca podía aspirarse un penetrante aroma de esencias de plantas olorosas; o el maestro tintorero, que llevó unas piezas de fina seda llenas de colorido tan recientemente impregnados, que parecían que aún estuvieran encharcando el suelo por el color chorreante. Ninguno quería quedarse sin su parte del pastel como venía pasando desde la primera expedición de Isaac: pensaban que agasajando al recién llegado conseguirían que les vendiera las mejores mercancías y al más bajo precio. Pero, como siempre también, se equivocaban. Isaac llevaba el comercio en las venas desde generaciones.
Cuando la celebración de bienvenida finalizó, y los asistentes se iban retirando de casa de Benjamín, empezó a lloviznar sin previo aviso, lo que causó la espantada de los invitados más remolones. Cayó una tormenta sobre Córdoba que se tornó en un infierno de palpitantes relámpagos y truenos estremecedores, que rebotaban en los montes cercanos y abrían el cielo de par en par, dejando caer ríos de agua, como si quisieran inundar toda la ciudad. Isaac permaneció en el patio sin buscar refugio. Quería dejarse lavar por el agua pura de la lluvia que, además de lavar su cuerpo, empapó el caftán negro y la gorra de cuero puntiaguda que vestía. Benjamín lo miraba desde el cobijo de una arcada.
Durante una hora la ciudad se había sumido en una negra noche. Y una hora más tarde el sol brillaba nuevamente. Sólo recordaba la tormenta el vapor de agua que subía del suelo caliente y el ruido del río Guadalquivir, convertido en un torrente de aguas espumosas y parduzcas, que se revolvía furioso.
Al tercer día de su llegada Isaac se despertó empapado en un sudor que le caía por la frente y el cuello. Sentía un calor excesivo que le empujó a pasar su mano derecha por las losas del suelo en busca de algo de frescor. No lo consiguió. No oía a Lea cerca. El mismo alivio buscaba, levantado, al pegarse en las paredes encaladas del dormitorio. Y tampoco lo encontró. ¡Era fiebre! Le costó trabajo vestirse y bajar a la cocina donde Lea, haciendo alarde de su habitual autocontrol, le obligó a tomar un sustancioso desayuno. Sus gachas de guisantes. Que Isaac acompañó de la correspondiente bendición en hebreo. Pero sus fuerzas se agotaron.
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Tres culturas, un mismo lugar.
General FictionEl hijo de un mercader judío, el de un médico musulmán y el de un hacendado cristiano se unen por el azar. Entre los tres destapan y dan fin a una trama de robos y de bulos que buscaban enfrentar a las tres culturas que vivían en armonía hasta enton...