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—Vale, bien, un poco más a la derecha... sí, así está perfecto. ¿Tú qué crees, Elvis?

La cacatúa voló hasta el sofá que acababa de colocar y cacareó, conforme. Me dejé caer a su lado en los mullidos cojines. Cerré los ojos suspirando, agotada cuando sentí como todos los músculos de mi cuerpo se destensaban.

Lo había hecho. Era real. Incluso ahora, días después, aún tenía el corazón acelerado como cuando había comprado los primeros billetes de autobús. Como si mi propio corazón fuera ahogarme. Aún podía sentir la sensación hormigueante mientras subía los escalones y buscaba mi asiento mirando el teléfono, las manos me temblaban de una forma que estuvo a punto de caérseme varias veces, en ese momento deseé salir corriendo de vuelta a casa. Había ido en contra de todos mis instintos al seguir andados por el estrecho pasillo, sentarme y dejar que el autobús zarpara conmigo en él.

La libertad podía resultar totalmente aterradora.

Ya solo quedaban por colocar las pocas cosas que había alcanzado a llevarme. El sofá era, literalmente, el único mueble de verdad que había en la casa. No podía quejarme, había sido un milagro encontrarlo con tan poco tiempo y que el comprador no pusiera problemas. Cuando hablé con él, el pobre parecía desesperado por alquilarlo.

Debía estarlo, y mucho, si te lo alquiló a ti, con pocos ahorros, sin contrato y recién llegada.

Cállate, lo conseguí con mi increíble carisma.

Tenía que comprar un millón de cosas; una cama, mesas, armarios, ¿vajilla? sí eso tambien... Lo único que venía con el piso era el sofá y la cocina, que solo había usado para calentar agua y meter el paquete de fideos instantáneos en el microondas. Más que nada porque era lo único que sabía hacer porque las instrucciones venían en la caja.

Mamá nunca me había dejado probarlos. Pequeñas venganzas y placeres que me ofrecía la vida ahora que estaba lejos de ella. ¿Estaban especialmente buenos? La verdad es que no, sabían a pollo rancio y fábrica, como chupar un pedazo de metal, pero tenía todo el derecho del mundo a probarlos y decidir que me daban asco.

Mientras vivas bajo mi techo cumplirás mis normas.

¡Pues este techo es mío, mamá!

Me levanté del sofá y tiré en la basura el recipiente de fideos a medio terminar antes de volver a tumbarme.

—Elvis, ni se te ocurra comértelos —advertí, lanzándole una mirada amenazadora. El pájaro voló lejos de la basura, la muy tonta tenía la mala manía de hurgar en ella y después era yo quién tenía que pagar el veterinario.

—Mantente alejada de ella, no tengo dinero para pagar un veterinario —repetí al ver que seguía mirándola.

Y no mentía. El dinero en mi cuenta ascendía un total de 35 dólares y 17 centavos. Y a pesar de eso, me había gastado diez dólares en una mascarilla para la cara, de esas verdes con no sé qué de pepino y sales del mar muerto. En mi defensa era un premio por todo lo que había pasado para llegar hasta aquí. Las cosas por fin empezaban a ir bien. Hacía ya una semana que había cogido el primer autobús que me llevara lo más lejos que pudiera de mi antigua ciudad, luego había cogido otro, dormido en algunos albergues, más autobuses, buscar ofertas de trabajo y alquiler de pisos, ¡y pum! Ya estaba en Nebraska a punto de empezar una nueva vida; una que fuera mía. Solo mía.

Por fin podría dormir en un sitio que no oliera a moho y humedad... cerré los ojos y me removí en el sofá, buscando una postura cómoda. En cualquier otra ocasión, me habría parecido horrible y duro, pero después de tantos asientos de autobús era como dormir en una nubecita. La manta estaba por ahí, en alguna parte, pero estaba tan cansada que me negaba a levantarme e ir a por ella. Solo quería dormir.

A Bad Badboy || EN CORRECCIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora