El dulce sentimiento de la liberación jamás estará seguro con el mito perdido del verdadero amor.El frío del exterior comenzaba a darme la sensación de que carcomía lentamente mi piel, tal y cómo los chinches en una casa abandonada, o el polvo sobre la superficie lisa de los muebles amaderados. Cada uno de mis miembros se congelan por el frío abrazador de la madrugada, y no hay nada ni nadie alrededor que pueda salvarme de esta extraña y fuerte sensación.
El extenso campo de nieve se extiende a mi alrededor, oscuro, lejano, imponente. No deja de nevar, más y más nieve cae a cada paso del tiempo.
Me siento presa de la desesperación, la siento inundar mi pecho poco a poco, hasta que siento una mano sobre mi hombro, atrayéndome hacía un pecho fuerte y endurecido bajo la tela grotesca y brusca de una sotana cálida. Mis manos buscan refugio en su cuerpo, y mis ojos se elevan para buscar un rostro, su rostro.
—Me perteneces a mí.
Abro mis ojos de golpe, sentándome sobre la cama en un acto impulsivo y por mero reflejo. Mi corazón late desembocado, y mi paladar se siente seco. Mi cabeza da vueltas a causa de la extraña pesadilla, y mis nauseas me hacen sentir desubicada. Me inclinó sobre el borde de la cama, sintiendo el cabello en mi nuca, totalmente húmedo, frío.
El aire entra en mis pulmones con dificultad, pero me obligo a tomar largas respiraciones para calmarme. La luz de la luna se cuela por la pequeña ventana, apenas en un pequeño reflejo de luz notorio. Mi cuerpo pesado me pide a gritos que lo saque de la cama, al menos por unos pocos minutos.
Cuando era pequeña apenas y conseguía dormir durante la noche. La mayoría del tiempo las pesadillas embargaban mi mente, entre ensoñaciones caóticas, memorias mórbidas, y pequeños malos recuerdos recientes de mi abandono en ese entonces. A veces, cuándo no conseguía quedarme dormida otra vez luego de despertar por una pesadilla, solía mirar por la pequeña ventana de la habitación, pensando e intentando recordar los extraños rostros laxos que parecían perseguirme cada noche luego de cerrar los ojos.
¿Familia? Probablemente, aunque era demasiado pequeña para recordarlos con exactitud. Todos esos recuerdos vagos, esos rostros comprimidos por el tiempo, el dolor y la angustia, habían sido poco a poco borrados de una memoria joven que lentamente envejecía. El temor, la soledad y los nervios eran y habían sido siempre parte de mi diario vivir, hasta que el padre Ignacio me adoptó, cómo un hombre amoroso, un padre ejemplar.
El convento me recibió desde pequeña, y me enseño todo lo que ahora sé, independientemente de si ahora me lo cuestiono o no. Ellos son mi familia, mi vida, aunque tal vez... Tal vez ahora las cosas han cambiado un poco. Quizá, la llegada de este nuestro sacerdote este cambiando las cosas. El sentimiento extraño de su llegada, el sentimiento extraño de presenciar memorias del pasado por su estadía acá, son cosas que simplemente me ponen los nervios de punta y no consigo entender a causa de qué.
La luz de la luna golpea con intensidad en mis ojos. El reflejo de mi silueta curvilínea se muestra en el espejo cuadrado y mediano que cubre una de las paredes. Esa silueta cuidada, pequeña y medianamente gruesa, era un recuerdo fugaz de algún familiar que aún abarcaba lejanamente un poco de mis memorias. Podía recordar algunas de mis características físicas en alguien más, pero fuera de eso no podía entender de quién se trataba con exactitud.
Mi vestimenta siempre había cubierto mis kilos de más, apenas florecientes por una genética que no conocía, y por el buen cuidado del convento desde que había llegado a aquellos lares. Me abracé a mí misma cuando un chiflón friolento de aire movió el borde de mi vestido de dormir, haciéndome sentir un escalofrío en mi columna vertebral. Una caricia silenciosa del viento frío.