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Alexander llevaba días decaído. No sabía nada de John y la verdad es que eso le dolía y le impedía pensar en otra cosa. Pidió un intercambio inmediato que Washington denegó porque no sería justo para otros hombres prisioneros. ¿A caso solo Alexander veía la importancia de Laurens en el cuartel?

Estuvo escribiéndole cartas para desahogarse. Aunque no las podía enviar sin una dirección. Nunca había compartido tanatas cartas con el padre de John como en aquella época.

—Por favor, hay que convencer a Washington— le rogó Alexander a Lafayette, sabía que solo él lo conseguiría.

—No sé si pueda hacer eso...

Hamilton se sintió satisfecho con el logro de su amigo. No era exactamente lo que quería, pero eso sería suficiente. Había escrito una carta para que Hamilton pudiese verlo al menos una vez.

Debía emprender un viaje a Carolina del Sur, su misión principal era ayudar a John a decidir las respuestas en un interrogatorio: si contar la verdad o ser sometido a alguna pena.

Aquella noche no pudo ni cerrar los ojos. Estaba nervioso por saber cómo se encontraba, si le habían hecho daño o si había caído enfermo por culpa de esos malditos hombres. Fue Henry quien hospedó a Alexander durante su visita, eso no le tranquilizaba mucho.

La pequeña Frances le reconoció al instante y le sonrió e izo un par de boberías. —¿Apa? ¿Papá?— Preguntó la pequeña estirando a Alexander de la casaca. Claramente se preguntaba donde estaba su padre.

Hamilton tenía una carta que funcionaba como pase para hacerle algunas visitas a John, una por la mañana y otra a mediodía. Pensó en dejarle a su familia aquel pase, pero Henry insistió en que resolviesen temas legales primero y, que si se sentía bien, podrían llevar a Frances de visita.

Hamilton fue acompañado por cuatro hombres hasta una sala y le abrieron la puerta. Era una habitación pequeña, una ventana minúscula y algunos muebles básicos: una mesa, una silla, una cama y un sillón. —Jack— dijo Alexander viendo al hombre que le miraba fijamente y sorprendido. La puerta se cerró detrás de él para dejarles conversar en privado.

Alexander le abrazó con fuerza y le confesó que se veía horrible. Nunca había visto a John tan descuidado, ni en sus momentos de enfermo. Llevaba el pelo por arriba de los hombros y un gran hematoma en la parte izquierda de la cara, demasiado oscuro como para tener tres semanas.

—Lo sé...— dijo Laurens. —Ni siquiera me han dado un peine. ¿Puedes desatarme en vez de estrujarme?— Preguntó enseñando sus manos cuando Hamilton se separó. Alexander se apresuró a deshacer el nudo de la cuerda que envolvía sus muñecas y volvió a mirar a su amigo. —¿Por qué estás atado?

—Ayer o hace dos días me gané una paliza... Intenté estrangular a un oficial...— murmuró algo avergonzado, con razón tantos hombres acompañaron a Alexander hasta allá. —Solo quería salir de aquí.

—Conseguiré un intercambio— prometió el pelirrojo, dándole un beso en los labios. —¿Qué quieren hacerte?

—Me estar interrogando sobre la red de espías— afirmó el rubio. —¿Qué les debo decir? No me gustaría estar aquí mucho más tiempo, pero no quiero que me estiren de la lengua.

—¿Si no dices nada?

—No sé si quiero saberlo. Dicen que, si admito encargarme de eso tendré más facilidades en el juicio— afirmó John algo nervioso. —No creo tenerlas pero...

—Confiesa lo que tengas que confesar. Nosotros podremos arreglarlo, cambiaremos nuestras estrategias.  Yo mismo lo haré— aseguró Hamilton. —Cuanta más información oculten y más oficiales intentes asesinar... No quiero verte colgado, aún no, Jack. Tienes una hija.

—¿Y que haremos si descubren nuestra red y...? ¿cuántos hombres serán condenados?

—¿Me da tiempo a escribirles una carta? Dime dónde los tienes. ¿Hay alguno en Inglaterra ahora mismo?— Preguntó Alexander.

—No, deben estar en un barco de regreso... El resto en Nueva York y otros deben estar saliendo de Philadelphia.

—¿Qué grupos? ¿Lo tienes apuntado en algún lugar?— Dijo el pelirrojo y John asintió algo nervioso. —¿Qué pasa?

—Solo que... Está en español.

—¿¡En que momento lo escribiste en español!?— Preguntó Alexander.

—En el momento en el que desconfíe de André— aseguró el rubio y Hamilton suspiró. —Seguro encuentras alguien que pueda traducirlo.

—Es información confidencial, John Laurens. ¿A quien le debo prestar ese papel? ¿Al rey de España?— Preguntó Alexander.

—¿A mi padre tal vez?— Preguntó como si fuese obvio. —Solo tráele el maldito papel que está al fondo de mi cofre, plegado entre un pañuelo rojo.

—¿Rojo carmín, burdeos o qué?— Dijo Alexander. —Tienes seis pañuelos del mismo maldito color.

—Alex, no lo sé, míralos todos.

—A veces te daría una patada que te llevaría a Nueva Jersey...— murmuró el pelirrojo ciertamente molesto por todo el tonto viaje hasta el cuartel para regresar a casa de los Laurens para que Henry traduzca un papel y regresar de nuevo al cuartel para enviar cartas. —¿Y que piensas hacer en el juicio?

—Aún no he pensado en eso... Solo quiero que me saquen de aquí. Eres la primera persona con la que hablo en tres semanas y solo me estás regañando— murmuró John y Hamilton suspiró sabiendo que tenía razón. —Me veo horrible, me siento horrible como para estar pensando en un juicio.

—Lo siento, tienes razón— dijo John. —¿Qué necesitas?— Preguntó el pelirrojo viendo al de ojos azules.

—Cambiarme, un peine, asearme, un espejo... Verme bien sería un lujo. Debo ir horrible.

—No te preocupes por eso, estás vivo y dentro de lo que cabe sano. El cabello crece— dijo sentándose en la cama y Laurens se tumbó a su lado. —¿Te gustaría que venga Francés a verte?

—No... Mi mi padre, te intentará convencer pero... No quiero que me vea así.

Donde el viento no susurra | LamsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora