A mediados de semana me hice un corte muy profundo en la palma de la mano con un cristal. No me había dado cuenta de que uno de los tabiques divisorios de cristal de una de las estanterías de los discos estaba roto. Me sorprendió que manara tal cantidad de sangre. Unos grandes goterones fueron cayendo a mis pies, tiñendo el suelo de color rojo. El encargado de la tienda trajo varias toallas, me envolvió la mano, me hizo un vendaje y preguntó por teléfono dónde había un hospital de urgencias. Aunque era un tipejo bastante inútil, por una vez actuó con eficacia. Por fortuna el hospital estaba cerca, pues antes de que llegáramos, las toallas ya se habían empapado pues la sangre goteaba sobre el asfalto. La gente se apartaba de mi camino. Tal vez imaginaban que la herida era fruto de una pelea. No me dolía. Sin embargo, la sangre manaba sin interrupción. Un médico impasible me quitó las toallas, me hizo un torniquete en la muñeca, paró la hemorragia, desinfectó la herida, la cosió y al fin comentó:
« Vuelve mañana» . Al regresar a la tienda, el encargado me dijo que me fuera a casa, que se quedaría él en mi lugar. Tomé el autobús y regresé a la residencia.
Luego me dirigí a la habitación de Nagasawa. A causa de la herida, tenía los nervios excitados y quería hablar con alguien. Tenía la sensación de que hacía mucho tiempo que no lo veía.
Encontré a Nagasawa en su cuarto bebiendo una cerveza mientras seguía un curso de español que daban en televisión. En cuanto vio mi vendaje me preguntó qué me había ocurrido. Le expliqué que me había hecho daño, pero que no era nada grave. Rechacé la cerveza que me ofrecía.
—El programa termina enseguida —me dijo Nagasawa mientras hacía ejercicios de pronunciación de español.
Calenté agua y preparé un té de bolsa. En la tele, una española leía unos ejemplos: « Es la primera vez que llueve de forma tan torrencial. En Barcelona la corriente se ha llevado varios puentes» . Nagasawa repitió estas frases practicando la pronunciación y exclamó:
—¡Qué ejemplos más malos! En los cursos de idiomas siempre sacan frasecitas de este tipo.
Cuando el programa terminó, Nagasawa apagó el televisor y bebió otra cerveza que sacó de la pequeña nevera.
—¿Te molesto? —le pregunté.
—¿A mí? ¡Qué va! Me aburría. ¿De verdad no quieres una cerveza?
Le dije que no.
—¡Ah! Por cierto, el otro día dieron los resultados de los exámenes. He aprobado —comentó Nagasawa.
—¿Los exámenes para el Ministerio de Asuntos Exteriores?
—Sí. Oficialmente se llama Examen para Servicios de Primera Clase del Ministerio de Asuntos Exteriores. Parecen idiotas, ¿verdad?
—Felicidades. —Le estreché la mano.
—Gracias.
—Era de esperar.
—Sí, lo era. —Nagasawa se rió—. Está bien que sea oficial.
—¿Irás al extranjero…? Tan pronto como entres en el Ministerio, quiero decir.
—No, durante el primer año hay unos cursillos en nuestro país. Después a uno lo envían un tiempo al extranjero.
Yo sorbía el té y él bebía la cerveza con cara de satisfacción.
—Si quieres, te daré esta nevera cuando me marche de aquí. Así podrás tomar cerveza fría.
—Perfecto. Pero tú también la necesitarás. Tendrás que vivir en un apartamento, o en alguna parte, supongo.
—No digas tonterías. Cuando salga de aquí me compraré una nevera más grande, viviré por todo lo alto. Ya he aguantado cuatro años en este agujero. No quiero, ni en pintura, seguir viendo todo lo que he utilizado aquí dentro. Te doy lo que quieras. El televisor, el termo, la radio… —A mí cualquier cosa me va bien —dije. Tomé el libro de texto de español de encima del pupitre y me quedé mirándolo—. ¿Has empezado a estudiar español?
—Sí, cuantos más idiomas sepa, tanto mejor. He descubierto que se me dan bien. Mira, el francés lo he aprendido solo y ya lo hablo casi a la perfección. Son como un juego. Una vez conoces una regla, las otras son todas lo mismo. Como las mujeres.
—Es una manera muy introspectiva de vivir —comenté con sarcasmo.
—Por cierto, ¿vamos a cenar un día de éstos? —me preguntó Nagasawa.
—No querrás ir a ligar otra vez, ¿verdad?
—No, hombre. Una buena cena. Podemos ir con Hatsumi a un buen restaurante. Para celebrar mi nuevo empleo. Al lugar más caro que encontremos. Total, paga mi padre.
—¿Y por qué no vais los dos solos, Hatsumi y tú?
—Para mí y para Hatsumi, es mucho más cómodo si estás tú —terció Nagasawa.
« ¡Oh, no!» , pensé. Igual que con Kizuki y Naoko.
—Después de la cena, ya pasaré la noche en casa de Hatsumi. Pero podemos cenar los tres juntos.
—En fin. Si a vosotros dos os parece bien así, que no se hable más —dije—.
Pero, Nagasawa, ¿qué vas a hacer con Hatsumi? Después del cursillo te irás de servicio al extranjero y tardarás años en volver. ¿Qué pasará con ella?
—Esto es problema suyo, no mío.
—No te entiendo.
Él, con las piernas sobre la mesa, bebió un trago de cerveza y bostezó.
—A ver. Yo no tengo la intención de casarme con nadie, y esto Hatsumi ya lo sabe. Así que, si ella quiere casarse con quien sea que lo haga. Yo no voy a impedírselo. Y si prefiere no casarse y esperarme que me espere. Eso es lo que quería decir.
—¡Ah! —exclamé admirado.
—Imagino que a ti debe de parecerte horrible… —Sí.
—Este mundo es injusto por naturaleza. Lo cual no es culpa mía. Ha sido siempre así, desde el principio. Yo jamás he engañado a Hatsumi. Le tengo dicho que soy así y, si no le gusta, que se separe de mí.
Cuando Nagasawa acabó de beber la cerveza, se llevó un cigarrillo a los labios y le prendió fuego.
—¿No hay nada en la vida que te dé miedo? —le pregunté.
—No soy tan estúpido —dijo Nagasawa—. Por supuesto, muchas veces la vida me da miedo. Como a todo el mundo. La diferencia está en que no lo admito como premisa. Quiero llegar hasta donde pueda empleando todas mis fuerzas.
Tomando lo que quiero, dejando lo que no quiero. Así es como vivo. Si meto la pata, me detengo y lo reconsidero. Si uno le da la vuelta a esta sociedad injusta, entiende que en el mundo puede explotar sus posibilidades.
—Eso me parece muy egoísta, la verdad.
—¡Yo no me quedo mirando al cielo esperando que caiga la fruta! A mi manera, me esfuerzo mucho. Me esfuerzo diez veces más que tú.
—Tal vez tengas razón —reconocí.
—Por eso a veces miro alrededor y me siento asqueado. Me digo: ¿por qué no se esfuerzan más estos tíos? Lo único que saben hacer es quejarse.
Miré, estupefacto, a Nagasawa.
—A mí me da la impresión de que en este mundo la gente se mata trabajando —tercié—. ¿Me equivoco?
—No es más que trabajo —explicó Nagasawa llanamente—. El esfuerzo del que hablo es algo que se hace por propia iniciativa, con un propósito determinado.
—¿Por ejemplo, mientras otros se quedan satisfechos al saber que han encontrado un empleo, tú empiezas a estudiar español?
—A eso me refiero. Antes de la primavera, dominaré el español. Ya hablo inglés, alemán y francés. Y el italiano, bastante bien. ¿Crees que todo eso se consigue sin esfuerzo?
Él fumaba un cigarrillo; yo pensaba en el padre de Midori. A éste jamás se le había ocurrido estudiar español siguiendo unos cursos de la televisión.
Probablemente, tampoco había pensado nunca en la diferencia entre esfuerzo y trabajo. Tal vez estuviera demasiado ocupado para ello. Tenía mucho trabajo y, además, debía llevar de vuelta a casa a su hija, que se había escapado a Fukushima.
—¿Qué tal te va cenar el próximo sábado? —dijo Nagasawa.
Le respondí que bien.
Nagasawa eligió un restaurante francés tranquilo y elegante en el barrio de Azabu. Al llegar dio su nombre y nos condujeron a un reservado que había al fondo del local. Era una estancia pequeña de cuyas paredes colgaban quince cuadros. Mientras esperábamos a Hatsumi, bebimos un vino delicioso y hablamos de la obra de Joseph Conrad. Nagasawa llevaba un traje gris, a todas luces carísimo, y yo, una sencilla chaqueta azul marino.
Hatsumi llegó quince minutos después. Se había maquillado con esmero, lucía unos pendientes de oro y llevaba un bonito vestido azul oscuro y unos escarpines rojos muy elegantes. Tras alabarle el color del vestido, me dijo que se llamaba azul medianoche.
—¡Qué restaurante más bonito! —exclamó Hatsumi.
—Mi padre come aquí cuando está en Tokio. Vine con él una vez. Pero a mí no me gustan demasiado estos sitios tan pretenciosos —dijo Nagasawa.
—De vez en cuando no están mal, ¿verdad, Watanabe? —terció Hatsumi.
—No. Si no eres tú quien paga, claro —comenté.
—Mi padre viene siempre con una mujer —añadió Nagasawa—. Tiene una amante en Tokio.
—¿Ah, sí? —se extrañó Hatsumi.
Yo bebía vino fingiendo que no estaba escuchando la conversación. Poco después regresó el camarero y pedimos la comida. Elegimos entremeses y sopa, y de segundo Nagasawa pidió pato y Hatsumi y yo, lubina. Tardaron mucho en servirnos la comida y, mientras tanto, bebimos vino y charlamos. Nagasawa nos habló del examen del Ministerio de Asuntos Exteriores. Dijo que la mayoría de la gente que se había presentado era basura, que lo mejor que podía hacerse con ellos era arrojarlos a un pantano sin fondo, pero por lo visto algunos aspirantes valían la pena. Le pregunté si, en comparación con la sociedad en general, la proporción era alta o baja.
—Es la misma, claro. —Por la expresión de la cara de Nagasawa supe que le parecía una obviedad—. Es igual en todas partes. Se trata de una ley inmutable.
Cuando terminamos la botella de vino, Nagasawa pidió otra y un whisky escocés doble para él.
Luego Hatsumi empezó a hablarme de una chica que quería presentarme.
Era el eterno tema de conversación entre Hatsumi y yo. Ella siempre quería presentarme a « una chica monísima de su club de estudiantes» , y yo siempre intentaba eludirlo.
—Es muy buena chica. Y guapísima. La próxima vez la traeré conmigo y habláis. Seguro que te gusta.
—Déjalo —dije—. Soy demasiado pobre para salir con las chicas de tu universidad. No tengo dinero, ni temas de conversación en común con ellas.
—¿Por qué? No lo creo. Ella es muy buena chica, y muy sencilla. No es nada sofisticada.
—Watanabe, ¿por qué no lo pruebas una vez? —intervino Nagasawa—. Total, no tienes por qué acostarte con ella.
—¡Claro que no! Ella es virgen —se alarmó Hatsumi.
—Como lo eras tú.
—Sí, como lo era yo. —Hatsumi esbozó una sonrisa—. Watanabe, no me vengas con lo de « soy pobre» . Eso no tiene nada que ver. No niego que en clase hay muchas presumidas. Pero el resto somos chicas corrientes. Almorzamos en el comedor de la universidad, tomamos un menú de doscientos cincuenta yenes y… —Hatsumi —la interrumpí—, en el comedor de mi universidad hay tres menús: el A, el B y el C. El A cuesta ciento veinte yenes, el B, cien, y el C, ochenta. Y cuando yo, muy de vez en cuando, pido el menú A, todos me miran con mala cara. Los que no pueden permitirse el menú C, comen raamen por sesenta yenes. Así es mi universidad. ¿Crees que tendríamos algo de que hablar?
Hatsumi soltó una carcajada.
—¡Qué barato! Yo también iré a comer allí. Escúchame, tú eres un buen chico y seguro que te llevarías bien con ella. Le gustaría el menú de ciento veinte yenes.
—¡Qué dices! —Me reí—. Si no le gusta a nadie… Lo comemos porque no nos queda otro remedio.
—No nos juzgues por la apariencia, Watanabe. Es cierto que la mía es una universidad de niñas bien, pero allí hay muchas chicas que son buenas personas y tienen una visión seria de la vida. No todas quieren salir con chicos con descapotable.
—Eso ya lo sé —dije.
—A Watanabe le gusta una chica —dijo Nagasawa—, pero no dice una palabra sobre ella. Es un chico muy discreto. Y ella está envuelta en un halo de misterio.
—¿Es cierto? —me preguntó Hatsumi.
—Sí. Pero no tiene ningún « halo de misterio» . Las circunstancias son un poco complicadas y se me hace difícil hablar de ello.
—¿Es un amor ilícito? Tú consúltame a mí —aventuró Hatsumi.
Bebí un trago de vino esperando que olvidaran el asunto.
—Fíjate lo discreto que es. —Nagasawa tomó su tercer whisky—. No suelta prenda.
—¡Qué lástima! —se lamentó Hatsumi cortando su terriné a pedacitos, que se llevaba a la boca con el tenedor—. Si tú y esa chica os hubierais llevado bien, hubiéramos quedado los cuatro.
—Y nos hubiéramos emborrachado e intercambiado parejas —añadió Nagasawa.
—No digas estupideces.
—¿Estupideces? A Watanabe le gustas.
—Eso no tiene nada que ver —susurró Hatsumi—. Él no es así. Se respeta mucho a sí mismo. Lo sé. Por eso quiero presentarle a chicas.
—Sí, pero hace tiempo nos intercambiamos nuestras chicas. ¿No es verdad, Watanabe? —dijo Nagasawa con expresión de indiferencia, vació su vaso de whisky y pidió otro.
Hatsumi dejó el tenedor y el cuchillo, se limpió las comisuras de los labios con la servilleta y me miró a los ojos.
—Watanabe, ¿hiciste eso?
Como no sabía qué responder, permanecí en silencio.
—Díselo. No importa —añadió Nagasawa.
« ¡Vaya!» , pensé. Nagasawa, cuando bebía, se ponía muy desagradable. Y aquella noche su agresividad no parecía estar dirigida a mí, sino a Hatsumi. Al darme cuenta, me sentí aún más incómodo.
—Quiero oírlo. Debe de ser muy interesante —me dijo Hatsumi.
—Estábamos ebrios —solté.
—Si no tiene importancia… No os lo reprocho. Pero me gustaría que me lo contarais.
—Nagasawa y yo estábamos tomando unas copas en Shibuya y conocimos a dos chicas con quienes congeniamos. Estudiaban en una escuela universitaria, ellas también estaban muy bebidas, entramos en un hotel cercano y nos acostamos. Pedimos dos habitaciones contiguas. A medianoche Nagasawa llamó a la puerta y me dijo: « ¡Eh, Watanabe! ¡Cambio de pareja!» , y yo me fui a su habitación y él vino a la mía.
—¿Ellas no se enfadaron?
—Ellas también estaban muy borrachas. Tanto les daba una cosa que otra.
—Pero había una razón para hacerlo —dijo Nagasawa.
—¿Cuál? —preguntó Hatsumi.
—Que entre las dos chicas había una diferencia abismal. Una era muy guapa y la otra era poco agraciada, y a mí me pareció injusto. Vamos, que yo me quedé la guapa, pero me sabía mal por Watanabe, que estaba con la fea. Por eso hicimos el intercambio. ¿Recuerdas, Watanabe?
—Sí.
A decir verdad, me gustó mucho más la chica que no era guapa. Tenía una conversación interesante y buen carácter. Después de hacer el amor, estuvimos hablando en la cama hasta que de pronto apareció Nagasawa y propuso el intercambio. Cuando le pregunté a ella qué le parecía, me dijo que, si eso era lo que queríamos hacer, a ella no le importaba. Tal vez pensó que yo quería acostarme con la chica guapa.
—¿Fue divertido? —me preguntó Hatsumi.
—¿El intercambio?
—Todo.
—No especialmente —dije—. Acostarse con chicas de esa manera no es divertido.
—¿Y entonces por qué lo hiciste?
—Porque yo se lo propuse —intervino Nagasawa.
—Se lo preguntaba a Watanabe —replicó Hatsumi con determinación—. ¿Por qué haces cosas así?
—De vez en cuando me entran unas ganas irrefrenables de acostarme con alguien —reconocí.
—Pero si estás enamorado de una chica, ¿por qué no lo haces con ella? — preguntó Hatsumi tras reflexionar unos instantes.
—La situación es muy complicada.
Hatsumi lanzó un suspiro.
La puerta se abrió y nos trajeron la comida. A Nagasawa le sirvieron pato asado y, delante de Hatsumi y de mí, en sendos platos, dejaron las lubinas. De acompañamiento había verduras cocidas regadas con salsa. Los camareros se retiraron de inmediato. Nagasawa cortó el pato con el cuchillo, comió con apetito y bebió whisky. Yo comía espinacas. Hatsumi aún no había probado bocado.
—Watanabe, no sé a qué circunstancias te refieres, pero no creo que este comportamiento sea propio de ti. ¿Qué opinas?
La chica posó las manos sobre la mesa y fijó su mirada en mí.
—No lo sé —dije—. A veces yo también lo pienso.
—¿Por qué lo haces?
—Porque a veces necesito calor —volví a reconocer—. Si no tengo la calidez de una piel me siento muy solo.
—En resumen —intervino Nagasawa—. Watanabe está enamorado de una chica pero, dadas las circunstancias, no puede acostarse con ella. Por eso ha decidido que sólo busca sexo. ¿Qué hay de malo en eso? Tiene su lógica. No tiene por qué encerrarse en casa y estar todo el día masturbándose.
—Pero, si realmente quieres a esa chica, podrías aguantarte, ¿no es cierto, Watanabe?
—Tal vez sí. —Me llevé a la boca un trozo de lubina bañado en salsa.
—Tú no entiendes el deseo sexual masculino —le espetó Nagasawa a Hatsumi—. Yo, por ejemplo, llevo saliendo contigo tres años y, además, he estado acostándome todo el tiempo con otras mujeres. Pero de ésas ni me acuerdo. Ni sé cómo se llaman, ni recuerdo sus caras. Jamás me acuesto con la misma chica más de una vez. Las conozco, me acuesto con ellas y me marcho.
Nada más. ¿Qué hay de malo en ello?
—No soporto tu arrogancia —replicó Hatsumi con voz áspera—. No se trata de que te acuestes con otras. Que yo sepa, hasta ahora no me he enfadado nunca por tus devaneos… —A eso no puede llamársele « devaneos» . No es más que un juego. No hago daño a nadie —se defendió Nagasawa.
—A mí sí me lo haces —dijo Hatsumi—. ¿Por qué no tienes bastante conmigo?
Nagasawa permaneció un rato en silencio, removiendo el whisky en su vaso.
—No se trata de que no me baste contigo, sino de algo muy distinto. En mi interior hay una especie de sed que tengo que saciar. Y, si esto te hiere, lo siento mucho. Yo soy así. Tengo que vivir con esta sed. Esta ansia define mi vida. No puedo evitarlo.
Por fin, Hatsumi tomó el tenedor y el cuchillo y empezó a comer la lubina.
—Por lo menos, podrías dejar en paz a Watanabe.
—Watanabe y yo nos parecemos, no creas —continuó Nagasawa—. Los dos somos incapaces de interesarnos por nadie más que no sea nosotros mismos.
Dejando de lado que uno sea arrogante y el otro no. A ambos sólo nos interesa qué pensamos, qué sentimos, qué hacemos. Por eso no podemos pensar en nadie más. Esto es lo que a mí me gusta de él. Pero todavía no tiene plena conciencia de ello y a veces duda, se siente herido.
—¿Hay algún ser humano que no dude y no se sienta herido? —reflexionó Hatsumi—. ¿Estás diciéndome que tú jamás has dudado ni te has sentido herido?
—Es obvio que yo también dudo y me siento herido. Pero esto, con disciplina, puede mitigarse. Incluso las ratas aprenden a elegir el circuito donde reciben menos descargas eléctricas.
—Pero las ratas no se enamoran.
—« Las ratas no se enamoran» —repitió Nagasawa, y me miró—. ¡Qué bonito! Quiero música ambiental. Una orquesta con dos arpas… —No me tomes el pelo. Estoy hablando en serio.
—Ahora estamos comiendo —dijo Nagasawa—. Además, Watanabe está presente. Sería conveniente que dejaras el tema para otra ocasión.
—¿Me voy? —pregunté.
—No, quédate. Es mejor —me rogó Hatsumi.
—Ya que has venido, tómate el postre —añadió Nagasawa.
—No me importa irme… Terminamos nuestros platos en silencio. Yo comí la lubina, Hatsumi dejó media en el plato. Nagasawa hacía rato que bebía whisky.
—La lubina estaba buenísima —comenté con ánimo de romper el hielo, pero nadie respondió. Fue como si hubiera arrojado una piedra en un pozo.
Nos retiraron los platos y nos trajeron un sorbete de limón y una taza de café a cada uno. Nagasawa apenas los tocó y enseguida encendió un cigarrillo.
Hatsumi ni los probó. Yo comí el sorbete y bebí el café mientras me decía para mis adentros: « ¡Vaya!» . Hatsumi se entretenía contemplando sus manos, que descansaban sobre la mesa. Éstas —al igual que todo en ella— eran elegantes y refinadas. Pensé en Naoko y en Reiko. ¿Qué estarían haciendo en aquellos momentos? Naoko debía de estar leyendo tumbada en el sofá y Reiko tocando Norwegian Wood con la guitarra. Me poseyó un violento deseo de volver a su pequeña habitación. ¿Qué hacía yo allí?
—Watanabe y yo nos parecemos en que ninguno de los dos buscamos que los demás nos comprendan —insistió Nagasawa—. En esto somos diferentes del resto de la gente. La gente se desvive buscando la comprensión de quienes les rodean. Pero yo no, y Watanabe, tampoco. No nos importa que los demás no nos entiendan. Pensamos que « uno» es « uno» , y los « demás» son los « demás» .
—¿Eso crees? —me preguntó Hatsumi.
—¡Qué va! —exclamé—. Yo no soy tan fuerte. A mí me importa que me entiendan. Hay personas a quienes quiero comprender y que quiero que me comprendan. Hasta cierto punto, pienso que es inevitable que el resto de la gente no lo haga. Ya me he hecho a la idea. Así que no me ocurre lo mismo que a Nagasawa, a quien no le importa que no le entiendan.
—Es lo mismo que yo decía. —Nagasawa tomó la cucharilla del café—.
Muy parecido. Tan distinto como desayunar tarde o almorzar temprano. Comes lo mismo, a la misma hora, sólo difiere la manera de llamarlo.
—Nagasawa, ¿a ti no te importa saber si te comprendo? —le preguntó Hatsumi a Nagasawa.
—Me parece que no acabas de entenderlo. Si una persona comprende a otra es porque aquél es el momento propicio para que suceda, no porque ésta desee que la entiendan.
—O sea que cometo una equivocación cuando quiero que alguien me comprenda. Quiero que tú me comprendas, por ejemplo.
—No, no es una equivocación —respondió Nagasawa—. La gente lo llama amor. Éste es tu caso, dado que quieres comprenderme. Pero mi tipo de vida es muy diferente al de la otra gente.
—No estás enamorado de mí, ¿verdad?
—Tú, mi tipo de vida… —¡Me importa un rábano tu tipo de vida! —gritó Hatsumi.
Era la primera vez que la oía gritar, y sería la última. Nagasawa pulsó el timbre de la mesa y el camarero trajo la cuenta. Nagasawa sacó una tarjeta de crédito y se la entregó.
—Watanabe, siento la escena —dijo—. Voy a acompañar a Hatsumi a casa, tú márchate solo.
—No te preocupes por mí. La comida estaba deliciosa —comenté, pero nadie añadió una palabra.
El camarero regresó con la tarjeta de crédito. Nagasawa, tras comprobar el importe, firmó con un bolígrafo. Luego nos levantamos y salimos del restaurante.
Nagasawa se adelantó hacia la calzada; se disponía a parar un taxi cuando Hatsumi lo detuvo.
—Gracias. Pero hoy no me apetece estar más tiempo contigo. No hace falta que me lleves a casa. Gracias por la cena.
—Como quieras —terció Nagasawa.
—Ya me acompañará Watanabe.
—Tú misma. Pero te advierto que Watanabe es igual que yo. Amable y cariñoso, pero incapaz de amar a nadie con el corazón en la mano. Hay una parte de él que siempre está alerta, siente un ansia que lo devora. Lo sé de sobra.
Paré un taxi, dejé subir a Hatsumi primero y después informé a Nagasawa de que la acompañaba.
—Me sabe mal —dijo Nagasawa, pero se veía a las claras que ya estaba pensando en otra cosa.
—¿Adónde vamos? ¿Vuelves a Ebisu? —le pregunté a Hatsumi. Su apartamento estaba en Ebisu. Hatsumi hizo un gesto negativo con la cabeza—.
¿Te apetece tomar una copa?
—Sí.
—A Shibuya —le indiqué al conductor.
Hatsumi cruzó los brazos, cerró los ojos y se recostó en el asiento del taxi. Los pendientes de oro refulgían con el vaivén del vehículo. El vestido azul medianoche parecía haber sido confeccionado a propósito para la oscuridad del interior del taxi. Los labios bien delineados de Hatsumi, pintados en un tono pálido, temblaban como si ella misma temiera abrir la boca e iniciar un monólogo. Mirándola de aquella forma, comprendí por qué Nagasawa la había elegido para ser su novia. Quizás hubiera muchas mujeres más hermosas que Hatsumi y probablemente Nagasawa podía seducir a muchas de ellas. Pero Hatsumi poseía algo que hacía estremecer el corazón de las personas. No lo lograba con un gran despliegue de energía. La fuerza que emanaba de ella estaba escondida, pero despertaba la empatía en los demás. En el taxi, de camino a Shibuya, mientras la observaba, me pregunté qué era aquella emoción que yo sentía de pronto. Pero entonces no logré hallar la respuesta.
La descubrí doce o trece años después. Había viajado a Santa Fe, Nuevo México, para entrevistar a un pintor. Al atardecer entré en una pizzería y, mientras bebía cerveza y tomaba una pizza, contemplé una puesta de sol tan hermosa que parecía un milagro. El mundo entero estaba teñido de rojo. Mi mano, el plato, la mesa…, todo lo que había ante mis ojos estaba teñido de rojo.
De un rojo tan brillante que parecía bañado en un jugo de frutas. En aquel atardecer abrumador me acordé de Hatsumi. Y comprendí qué había sido el estremecimiento del corazón que ella me había provocado. Era un anhelo adolescente que no había sido, ni sería jamás, colmado. Durante mucho tiempo guardé este anhelo ardiente y puro en mi interior, hasta el punto que incluso había terminado olvidándome de su existencia. Hatsumi había despertado una parte de mí que llevaba largo tiempo durmiendo. Al darme cuenta, me sentí tan triste que se me saltaron las lágrimas. Ella había sido una mujer excepcional. Alguien hubiera debido salvarla.
Pero ni Nagasawa ni yo pudimos hacerlo. Hatsumi —como habían hecho muchos conocidos míos—, al llegar a cierto estadio de su vida, decidió sin más terminar con su existencia. Dos años después de que Nagasawa se marchara a Alemania, Hatsumi se casó con otro hombre y, pasados dos años, se abrió las venas con una cuchilla de afeitar. Fue Nagasawa quien me comunicó su muerte.
Me escribió desde Bonn. « Con la muerte de Hatsumi, algo se ha perdido para siempre. Su pérdida es insoportablemente triste y amarga, incluso para mí» .
Rompí la carta. Jamás he vuelto a escribirle.
Hatsumi y yo entramos en un bar y tomamos varias copas. Apenas charlamos. Sentados el uno frente al otro, en silencio, igual que un matrimonio aburrido, bebimos y comimos cacahuetes. Cuando el local se llenó, decidimos dar un paseo. Hatsumi se ofreció a pagar la cuenta, pero yo le dije que había sido yo quien la había invitado y la aboné.
Fuera había refrescado. Hatsumi se echó una chaqueta gris claro sobre los hombros. Continuó sin hablar, y yo anduve a su lado. Caminamos por las calles oscuras, despacio y sin rumbo, yo con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. « Igual que cuando andábamos Naoko y yo» , se me ocurrió pensar.
—Watanabe, ¿conoces algún billar por aquí? —me preguntó Hatsumi de repente.
—¿Un billar? —repetí sorprendido—. ¿Juegas al billar?
—Sí, y bastante bien. ¿Y tú?
—Sé jugar con cuatro bolas. Pero no soy muy bueno.
—Vamos.
Encontramos un billar por allí cerca. Era un pequeño local en el fondo de un callejón. Nuestro aspecto —Hatsumi con su elegante vestido y yo con chaqueta azul marino y corbata— llamaba la atención en aquel billar, pero ella, sin concederle importancia alguna, eligió un taco y frotó la tiza por la punta. Después sacó un pasador del bolso y se recogió el pelo hacia un lado para que no le molestara mientras jugaba.
Hicimos dos partidas de cuatro bolas. Hatsumi, tal como había dicho, era muy buena, y yo, con el grueso vendaje que me envolvía la mano, no podía golpear bien la bola. Su victoria fue aplastante.
—¡Qué bien juegas! —le dije admirado.
—Las apariencias engañan. —Hatsumi sonrió mientras colocaba las bolas con cuidado sobre la mesa de billar.
—¿Dónde aprendiste a jugar así?
—Mi abuelo era un hombre de mundo y se hizo llevar una mesa de billar a casa. Desde pequeña, cuando iba a visitarlo jugaba con mi hermano. Al crecer, mi abuelo me enseñó a jugar bien. Era una buena persona. Guapo y elegante.
Pero ya ha muerto. Siempre presumía de haber conocido tiempo atrás a Deanna Durbin en Nueva York.
Hatsumi acertó tres veces seguidas y falló la cuarta. Yo acerté una por los pelos y fallé un golpe fácil.
—Es culpa del vendaje —me consoló Hatsumi.
—Hacía mucho que no jugaba. Dos años y cinco meses.
—¿Por qué te acuerdas tan bien?
—Porque la última vez jugué con un amigo que se murió aquella misma noche.
—¿Y no has jugado desde entonces?
—No, no es por eso —respondí después de reflexionar un momento—.
Simplemente, no he tenido la ocasión de jugar.
—¿Cómo murió tu amigo?
—En un accidente de tráfico —mentí.
Cuando enfilaba las bolas, ponía una mirada concentrada, y la manera de medir la fuerza al golpearlas era precisa. Al observarla —su cabello peinado con esmero hacia atrás, los pendientes de oro brillando, los escarpines firmemente clavados en el suelo, sus finos y hermosos dedos presionados contra el fieltro al golpear la bola—, me pareció que el rincón de aquel antro sucio se había convertido en una elegante recepción. Era la primera vez que estaba con Hatsumi a solas y, para mí, fue una experiencia maravillosa. A su lado, tenía la sensación de haber sido ascendido a un estadio más alto de la vida. Después de acabar la tercera partida —Hatsumi ganó las tres, por supuesto—, empezó a dolerme la mano y decidimos interrumpir el juego.
—Lo siento. No tenía que haberte propuesto jugar al billar —me dijo Hatsumi apenada.
—No importa. La herida no es grave; además, lo he pasado muy bien —dije.
Cuando nos disponíamos a salir, una mujer delgada de mediana edad, al parecer la dueña del salón de billares, le comentó a mi acompañante:
—Chica, tienes madera.
—Gracias —contestó Hatsumi sonriendo. Y pagó la cuenta—. ¿Te duele? — me preguntó al salir.
—No mucho.
—¿Crees que se te habrá abierto la herida?
—No lo creo.
—Ven a casa. Te miraré la herida y te cambiaré el vendaje. En casa tengo vendas y desinfectante. Vivo muy cerca de aquí.
Le repliqué que no había ningún motivo para preocuparse, que estaba bien, pero ella insistió en que teníamos que comprobar si la herida se había abierto.
—¿O es que no te gusta estar conmigo y quieres volver a casa lo antes posible? —bromeó Hatsumi.
—¡Qué dices! —exclamé.
—Entonces deja de hacer cumplidos y vámonos. Llegaremos enseguida.
El apartamento de Hatsumi estaba en Ebisu, a unos quince minutos a pie de Shibuya. Aunque no podía calificarse de lujoso, era acogedor, con un pequeño vestíbulo y ascensor. Hatsumi me hizo sentar a la mesa de la cocina, fue a la habitación contigua, se cambió de ropa. Apareció con una sudadera con la inscripción PRINCETON UNIVERSITY y unos pantalones de algodón; ya no lucía los pendientes de oro. Sacó un botiquín de alguna parte, me quitó el vendaje y, tras comprobar que la herida no se había abierto, la desinfectó y me envolvió la mano con un vendaje limpio. Lo hizo con gran habilidad.
—¿Eres tan buena en todo? —le pregunté.
—Hace tiempo trabajé como voluntaria en un hospital. Hacía de enfermera.
Allí aprendí a curar heridas —explicó Hatsumi.
Una vez terminó de vendarme la mano, sacó dos latas de cerveza de la nevera. Ella bebió media lata, y yo, una y media. Luego me enseñó una fotografía de sus amigas del club de estudiantes de la universidad. Realmente, tenía unas amigas muy guapas.
—Si te decides a echarte novia, pásate por aquí cuando quieras —me ofreció —. Te presentaré a una de ellas.
—Así lo haré.
—Watanabe, debes de pensar que soy una alcahueta.
—Un poco sí —le dije con franqueza, y me reí. Hatsumi también se rió. La risa le sentaba bien.
—Watanabe, ¿qué opinas de Nagasawa y de mí?
—¿Qué opino? ¿Sobre qué?
—¿Qué crees que debería hacer a partir de ahora?
—Diga lo que diga, no servirá de nada. —Bebí un sorbo de cerveza fría.
—No importa. Dime lo que piensas.
—Yo de ti me separaría de él. Busca a una persona con unas ideas más normales que te haga feliz. Por más simpatía que uno le tenga a Nagasawa, al final acaba viendo que no es un hombre con quien se pueda ser feliz. Él no busca la felicidad, ni para él ni para los demás. A su lado sólo conseguirás destrozarte los nervios. En mi opinión, es un milagro que hayas aguantado tres años con él.
Por supuesto, lo aprecio a mi manera. Lo encuentro un chico interesante, tiene buenas salidas, posee un talento y una fuerza que yo jamás tendré. Pero su modo de pensar y de vivir es atípico. A veces, cuando hablo con él, tengo la sensación de estar en un círculo vicioso. Mientras él, siguiendo el mismo proceso, llega a alguna parte, yo voy dando vueltas y más vueltas y siento un vacío tremendo. En resumen, nos regimos por sistemas distintos. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Lo entiendo muy bien. —Hatsumi sacó otra cerveza de la nevera.
—Nagasawa, cuando entre en el Ministerio de Asuntos Exteriores, después del cursillo de preparación, se irá al extranjero por algún tiempo. ¿Y tú qué harás? ¿Te quedarás esperándole? Él no quiere casarse con nadie.
—Ya lo sé.
—Entonces no tengo nada más que decir.
—Está bien.
Llené el vaso de cerveza y bebí despacio.
—Hace un rato, mientras jugábamos al billar, se me ha ocurrido algo —dije —. Verás. Yo no tengo hermanos, me he criado solo, pero, a pesar de ello, jamás me he sentido solo, ni nunca he deseado tener hermanos. Siempre he estado bien solo. Sin embargo, hace un rato he pensado que me hubiera gustado tener una hermana mayor como tú. Una hermana guapa y elegante, a quien le sentara bien un vestido azul medianoche y unos pendientes de oro y que fuera tan buena como tú jugando al billar.
Hatsumi sonrió y me miró a los ojos.
—Es lo más bonito que me han dicho durante este último año. Has hecho que me sienta feliz.
—Quiero que seas feliz. —Me ruboricé—. Pero es extraño. Una persona como tú, que podría ser feliz con cualquiera, ¿por qué se empeña en salir con alguien como Nagasawa?
—Quizá fue inevitable. Ni siquiera yo puedo hacer nada. Nagasawa diría que es responsabilidad mía.
—Sin duda. —Le di la razón.
—Watanabe, yo no soy muy inteligente. Soy una chica más bien tonta y chapada a la antigua. No me interesan ni los sistemas ni las responsabilidades. Me bastaría con casarme, que el hombre que amo me tomara entre sus brazos todas las noches, tener hijos. Lo único que deseo es esto.
—Él busca algo completamente distinto.
—Pero las personas cambian, ¿no crees? —me preguntó Hatsumi.
—¿Te refieres a cuando se enfrentan a una sociedad que las vapulea y no les queda más remedio que madurar a golpes?
—Al estar un tiempo separados, quizá cambien sus sentimientos hacia mí.
—Esto es lo que le sucedería a una persona normal —dije—. Pero él es distinto. Tiene una voluntad mucho más fuerte de lo que podamos imaginar, y además cada día que pasa se refuerza en su postura. Nagasawa se crece ante las dificultades. Es una persona capaz de comer una babosa antes que volver la espalda. Hatsumi, ¿qué esperas de alguien así?
—No puedo sino esperarle. —Hatsumi apoyó la mejilla en la palma de la mano.
—¿Tanto le quieres?
—Sí —respondió de inmediato.
—¡Vaya! —Suspiré y bebí el resto de la cerveza—. Debe de ser magnífico estar tan seguro de que amas a alguien.
—No soy más que una mujer tonta y chapada a la antigua —repitió Hatsumi —. ¿Quieres más cerveza?
—No, gracias. Debo irme. Gracias por el vendaje y la cerveza.
Mientras me levantaba y me ponía los zapatos junto a la puerta, sonó el teléfono. Hatsumi me miró, miró hacia el teléfono, volvió a mirarme a mí.
—Buenas noches. —Me despedí.
Abrí la puerta y salí. Cuando me disponía a cerrarla sin hacer ruido, vi de refilón a Hatsumi con el auricular en la mano. Ésta es la última imagen que conservo de ella.
Llegué a la residencia a las once y media. Fui directamente a la habitación de Nagasawa y llamé a la puerta. Al décimo golpe, me acordé de que era un sábado por la noche.
Los sábados por la noche Nagasawa, con el pretexto de alojarse en casa de unos parientes, pedía un permiso de pernoctación.
Entonces me dirigí a mi cuarto, me quité la corbata, colgué la chaqueta y los pantalones de una percha, me puse el pijama, me lavé los dientes. Pensé con resignación que el día siguiente sería domingo. Me dio la impresión de que cada cuatro días llegaba el domingo. Al cabo de dos domingos cumpliría veinte años.
Me tumbé en la cama contemplando el calendario colgado de la pared, sumido en la tristeza.
El domingo por la mañana me senté a la mesa y escribí a Naoko, como de costumbre. Redacté una larga carta mientras tomaba una gran taza de café y escuchaba un viejo disco de Miles Davis. Al otro lado de la ventana caía una lluvia fina, el interior de la habitación estaba frío como un acuario. El jersey de lana grueso que acababa de sacar de la caja donde guardaba la ropa olía a naftalina. En el extremo superior del cristal de la ventana había posada una mosca gorda, completamente inmóvil. La bandera del sol naciente colgaba, porque no soplaba el viento, lacia y enrollada al asta como los bajos de la toga de un senador. Un perro color fuego y de aspecto apocado que se había colado en el jardín andaba olisqueando las flores de los parterres. ¿Qué pretendía aquel perro olisqueando las flores en un día de lluvia? No logré adivinarlo.
Escribía sentado a la mesa y, cuando la mano derecha, que sostenía la pluma, empezaba a dolerme, dejaba vagar la mirada en el patio bajo la lluvia.
A Naoko le conté que me había hecho un corte profundo en la palma de la mano mientras estaba trabajando en la tienda de discos. También le expliqué que el sábado por la noche Nagasawa, Hatsumi y yo habíamos ido a celebrar que Nagasawa había aprobado el examen del Ministerio de Asuntos Exteriores. Le describí el restaurante y la comida que nos habían servido. Le conté que la comida era muy buena, pero a media cena empezó a haber muy mal ambiente.
Al abordar que Hatsumi y yo habíamos ido al billar, no sabía si comentar algo sobre Kizuki. Al final, decidí que sí. Me pareció que debía hacerlo.
« Recuerdo claramente el último golpe de bola que Kizuki dio el día en que se mató. Era un golpe muy difícil, y yo no creía que fuera a lograrlo. Pero, tal vez por casualidad, el golpe fue perfecto y sobre el fieltro verde las bolas blancas y rojas fueron chocando unas con otras suavemente, casi sin hacer ruido, y aquella tirada le dio a Kizuki los puntos necesarios para la victoria. Fue un golpe tan hermoso, tan impresionante que, aún hoy, puedo recordarlo a la perfección.
Desde entonces, dos años y medio atrás, no había vuelto a jugar al billar.
» Sin embargo, la noche en que jugué al billar con Hatsumi no fue hasta el final de la primera partida cuando me acordé de Kizuki, y eso me produjo una gran conmoción. Porque, tras la muerte de mi amigo, yo siempre había pensado que, en el futuro, cada vez que jugara al billar me acordaría de él. No obstante no pensé en Kizuki hasta terminar la primera partida, tras comprar una Pepsi en una máquina expendedora del local y beberla. Si me acordé de él fue porque en el billar adónde íbamos los dos también había una máquina expendedora de Pepsi y solíamos jugar apostándonos el importe de la bebida.
» Me sentí culpable por no haberme acordado antes de él. Tuve la sensación de que lo había abandonado. Pero aquella noche, cuando volví a la habitación, pensé lo siguiente: han transcurrido dos años y medio. Y él sigue teniendo diecisiete años. Pero esto no significa que sus recuerdos hayan palidecido. Todo lo que conllevó su muerte sigue vivo en mi interior, y parte de ello está más vivo hoy que el día de su muerte. Lo que quiero decir es que pronto cumpliré veinte años. La mayoría de las cosas que compartimos Kizuki y yo entre los dieciséis y los diecisiete años se han desvanecido y, por más que me lamente, no volverán jamás. Lamento no poder explicarme mejor, pero creo que tú sabrás comprender lo que trato de decir. Tal vez eres la única persona capaz de comprenderlo.
» Pienso en ti más que nunca. Hoy está lloviendo. Los domingos de lluvia me siento confuso. Si llueve no puedo lavar la ropa y, en consecuencia, no puedo planchar. Tampoco puedo pasear, ni tumbarme en la terraza. Lo único que puedo hacer es sentarme a la mesa y escuchar una vez tras otra el CD de Kind of Blue mientras miro distraídamente el patio bajo la lluvia. Tal como te escribí hace unos días, los domingos no me doy cuerda. Quizá por eso esta carta es tan larga… Dejo de escribir. Voy a almorzar.
» Adiós» .