Caminaba entre los pasillos de la universidad, la luz de pleno día atravesaba las ventanas y me acompañaba mientras paseaba por el edificio. Pese a que esta universidad no había sido mi primera opción y habría preferido enseñar en otra, la felicidad que irradiaba mi cuerpo era más que evidente.
Sí, quizás el edificio tenía algún que otro grafitti decorando sus paredes. Puede que la iluminación fuera bastante deficiente y el espacio tuviera un aspecto tirando a anticuado; sin embargo, nada de eso me importaba.
Era profesora de esa universidad, los estudiantes del Grado en Estudios Ingleses me tenían en su lista de profesorado. Poco importaba el estado del edificio o que tan antiguo pareciera, pues en esos instantes me sentía la persona con más suerte del planeta tierra.
Mi sueño siempre había sido el poder impartir clases en una institución así, y cuando salí de mi primera clase hacía apenas unos minutos, después de haber conocido a cuarenta de mis nuevos estudiantes, una ilusión y felicidad burbujeaba en mi interior.
Sabía a ciencia cierta que explicarles a jóvenes adultos Hamlet o cualquier libro clásico de William Shakespeare no era precisamente la clase más emocionante que ellos vivirían en sus cuatro años de carrera, pero el simple hecho de estar enfrente de ellos, viendo sus caras intrigadas por la materia, haciendo apuntes y preguntando era algo más que satisfactorio para mí.
Siempre quise ser profesora, teniendo como inspiración a mi madre. Ella, que desde que yo tengo memoria ha sido profesora de lengua en un instituto, siempre venía a casa con una sonrisa en el rostro, mientras me explicaba las anécdotas que había vivido ese día.Su trabajo siempre me llamó la atención, pues yo fui de esas alumnas a las que les gustaba ir a clase, que lo veían como algo divertido o como mínimo atrayente. Me emocionaba para empezar el curso cada septiembre, incapaz de retener mi emoción, de volver a pisar las aulas y estar con mis amigos.
No fue hasta que empecé la secundaria que decidí que yo quería seguir los pasos de mi madre. Verla en directo no era para nada similar a oír sus anécdotas. Cuando entré al instituto, la veía a diario.
Desde lejos, admiraba como los alumnos la querían, como sus clases siempre eran amenas pero útiles. Escuchaba los rumores en los pasillos, como los alumnos se quejaban de no tener a mi madre como profesora. Si alguien podía hacer que El Quijote y la gramática fueran tópicos de interés para adolescentes, esa era mi madre.
Sus proyectos y actividades didácticas, las risas que a veces se escuchaban de fondo en los pasillos, las cuales sabías a ciencia cierta que venían de su clase, y como no, las notas altas que sus alumnos siempre sacaban comparadas a las que por mala suerte teníamos la mayoría del instituto, marcaban una gran diferencia y superioridad entre mi madre y los otros profesores.
Cuando, con doce años, entré a la secundaria, lo hice con miedo. Lo más común cuando alguno de tus padres es profesor, es que como este sea visto por el alumnado, marcará tu estatus social y la manera en la que serás tratado durante toda tu educación secundaria. No obstante, nada más me relacionaron con mi madre, el apoyo que empecé a recibir fue hasta saturador.
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Almas Pasadas
RomanceEl universo junta a dos almas antiguas seis siglos después, en donde el odio floreció después de un amor prohibido. ¿Qué pasará cuando en sus nuevas vidas, se reconozcan? ...