CAPÍTULO 1: "CICATRICES QUE HABLAN"

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"QUE EL VIENTO SOPLE A SU FAVOR"

Esta historia comienza en un pequeño país de América Central, en una época en donde el pueblo, al sentirse tan oprimido por el alto poder político, había dejado de lado la pasividad, con el fin de construir un mejor futuro para sus hijos.

Se vivían días difíciles, no solamente por los constantes enfrentamientos entre policías y civiles, sino también por la resistencia que ejercía el gobierno ante los temas cuestionados, ya que cada vez más, se limitaban los beneficios públicos a las personas que se encontraban en condiciones de marginalidad.

Un sábado por la mañana, en las afueras de la ciudad, se desarrollaba una de las muchas protestas, en donde mujeres, ancianos y aborígenes, defendían sus libertades ante las injustas actuaciones del gobierno. Eran más de tres mil personas que, marchando, se dirigían hacia el parque central para ahí hacer presión a las autoridades. El ambiente era tenso.

–¡Libertad, queremos libertad! –gritaban a una voz los participantes de la protesta.

En medio de todo el estrepitoso sonido que provocaba dicho acto, se lograba oír a la distancia el llanto de una mujer desesperada, que venía caminando por la misma estrecha calle. Bajo la indiferencia de muchos, la mujer, que en su vientre llevaba la vida de una criatura, además de varios golpes en su robusto cuerpo, producto de la crueldad de la muchedumbre, intentaba abrirse paso con la intención de llegar, antes que todos los demás, hasta el centro de la ciudad, en donde estaba la casa del alcalde.

Pasaban los minutos y los dolores de parto aumentaban. El avance había sido solo de unos cuantos metros. Golpeada y pisoteada decidía volverse a poner en pie cada vez que caía. Su rostro era la más nítida expresión del sufrimiento que estaba viviendo.

Aproximadamente unos veinte minutos después, parecía haber salido victoriosa de aquella embestida humana. El siguiente reto para ella era caminar unos dos kilómetros más, hasta llegar a la casa del alcalde y allí pedir ayuda. Al menos el camino ahora parecía estar libre.

Las fuerzas se le agotaban, y las lágrimas caían por sus arrugadas mejillas, aunque estas no podían opacar el brillo especial que había en sus ojos, ese brillo que provenía del corazón de una madre.

Entonces decidió descansar por algunos minutos. Sabía que no contaba con mucho tiempo, pero necesitaba recuperarse, porque de lo contrario podría poner, aún más, en riesgo su vida y la de su hijo.

Al pasar un rato, escuchó el grito eufórico de un hombre...

–¡Marta! Espérame, voy para allá.

Miró la silueta de su esposo que se acercaba, intentando con sus manos impulsar aquella vieja silla de ruedas que lo mantenía en movimiento y de la cual dependía desde hacía ya varios años.

Luego de un mediano lapso de tiempo, estas dos personas, de piel oscura, se entrelazaron con miradas de agonía. Era inevitable para ella pensar en todo el esfuerzo que había hecho aquel hombre, al que conocían comúnmente como «el salvavidas», para llegar hasta ahí.

–¿Me venías siguiendo, Wilson?

–No podía dejarte sola –su voz se entrecortaba producto del cansancio.

–Te dije que tenías que quedarte en casa, no debiste salir, en tu condición, por estos lugares tan peligrosos.

–Una silla de ruedas no me hace menos capaz de salvar a mi hijo.

–Ya no nos falta mucho para llegar, pero estoy muy cansada –dijo, mientras se secaba el sudor de su frente con un trapo que andaba en la bolsa de su pantalón.

Rastros de EternidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora