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Dignas hijas

Marizza P. Spirito

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Lo primero en lo que pensé cuando me desperté fue en mi madre. No en plan: «Oh, sé maternal, ven a cuidarme». Mamá había tenido hijos porque tocaba, no porque sintiera mucho instinto de protección. Si me acordé de ella fue más bien por culpa de un pensamiento enrevesado del tipo: «Si un poco de garrafón hace esto, ¿cómo serán las resacas de la vieja?». Se ponía fina a cava, anís, grapa y orujo, y lo mezclaba con pastillitas..., ¿cómo resistía?

Un rayo de luz entraba por los enormes ventanales de mi habitación hasta mi ojo, pero no tenía fuerzas para darle al botón que estaba junto a la mesita de noche y que activaba las persianas. Eran las once y cuarto y yo llevaba dos horas entrando y saliendo del estado de duermevela cada media hora. ¿Lo peor? Que cuando estaba dormida siempre se me olvidaba que yo solita había convertido mi vida en un infierno y el despertar era morrocotudo.

A mi lado, bocabajo, un bulto gimió.

—¿Por qué entra tanta luz aquí? Ni en el Sáhara, chica —se quejó.

Luján aún llevaba puesto mi mono, ese al que le quitó la etiqueta sin remordimientos para estrenarlo el día anterior. Lo había comprado para la primera parte de mi viaje de novios con Filippo, de safari fotográfico. Me imaginé las fotos que me habría hecho el que iba a ser mi marido, mientras me sujetaba el sombrero que compró también la personal shopper, con el sol dándome en la cara, sonriente y de puntillas. Puta mierda de imaginación Disney. Yo nunca sonreía en las fotos porque me daba la sensación de que parecía un caballo masticando azúcar.

Me levanté de la cama y agradecí haberme tomado dos vasos de agua y un ibuprofeno antes de acostarme; de lo contrario probablemente hubiera muerto de resaca. Dice un refrán poco elegante que «a quien no está acostumbrado a bragas, las costuras le hacen llagas». Si no sueles salir de juerga, cuatro copas desencadenan el apocalipsis.

—¿Pido un desayuno? —le pregunté a mi hermana.

—Baja la persiana y déjame dormir.

Colonizaba mi habitación de invitados, mi dormitorio y encima mandaba en casa. Aquello era el colmo.

Me di una ducha, me puse unos vaqueros, una blusita y bajé a la calle. Me había despertado con antojo de un cruasán relleno de frambuesa de Mamá Framboise y un paseo no me vendría mal.

Pensé en llamar a Mía e interesarme por el estado en el que había llegado a su casa la noche anterior, pero tuve miedo de que siguiera durmiendo y fuera su marido quien cogiera el teléfono. Paradojas de la vida, cuando me disponía a dar el primer bocado, sentada en una mesa al fondo del local, mi móvil empezó a sonar y el nombre de mi cuñado apareció en la pantalla.

—Mierda. —Solté el cruasán, me sacudí las manos y respiré hondo antes de contestar—. Hola, Manuel, ¿qué tal? ¿Todo bien?

—No soy Manuel, soy yo —susurró mi hermana.

—¿Qué haces, loca?

—¿Que qué hago? Mi vida es un infierno desde que me he despertado... a las ocho de la mañana. Santiago se me ha sentado en el pecho y te juro que pensaba que me estaba muriendo de apnea del sueño.

—Ese hijo tuyo...

—Pero es que no se sentó de sentarse. Es que agarró carrerilla. En fin. Voy a tener que hablar con el orientador escolar por si ellos han percibido algún rasgo psicopático en el cole. Tengo miedo de que me mate mientras duermo.

Un Plan Perfecto || {Pablizza} ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora