-¡Estás buscando algo que ya tienes, Spreen! -gritó Roier, lanzándole la bola de cristal que le regaló la navidad pasada, rompiendo así la ventana que tenía al frente por accidente.
Spreen salió de la casa en un segundo, llevando consigo su bolso deportivo con las pocas cosas que quedaban en la casa de Roier. Se había encargado ya de llevar poco a poco sus pertenencias, sin que Roier lo notara, sólo para que el último día saliera corriendo sin dirigirle siquiera una mirada.
-¡Maldita sea, Spreen! ¿Por qué mierda te vas así? ¿Qué fue lo que pasó? -lloró, frente a la puerta que se mecía ante las inclemencias del viento por la tormenta invernal.
¿Qué mierda pasó?
La pregunta quemaba en sus labios rotos, rotos por no haber notado la indiferencia de su pareja, rotos por las veces que se resecaron hasta sangrar, rotos porque sus besos se sentían como espinas, como brasas calientes, como pasar navajas por sus labios heridos.
Y lloró a mares cuando lo vio alejarse en la tormenta, caminando entre la niebla hasta desaparecer. Llevándose consigo todas sus ilusiones, las promesas, las caricias y su corazón, su roto corazón.
Y se tiró al piso, tomando con fuerza el pecho que sangraba ante el hilo de sangre que Spreen llevaba entre las suelas, manchando la nieve de tonos carmesí que no se borraban, que se quedarían ahí toda la vida, recordándole la escena cruel de él diciéndole que no lo amaba, que nunca lo haría y que eso no podría cambiar.
-Spreen, te amo, no te vayas, eres mi vida. -le rogó, aferrándose a sus piernas mientras guardaba las prendas en la vieja mochila.
-No me toques, maldita sea. -espetó, removiéndose para quitarlo del camino.
-No me dejes solo, por favor quédate. ¿Te quedarías sólo por mí? Haré lo que sea que pidas. -insistió, resistiendo el golpe en la mejilla cuando intentó alejarlo.
-No quiero hacerlo, Roier, no quiero quedarme aquí sólo por ti. -gritó, golpeándolo con fuerza.
-Por favor, ¿por qué no te quedarías? -resistió como pudo.
-Descubrir que no será por ti debe doler un poco. -giró, lanzándolo lejos y acercándose a la puerta para desaparecer.
Roier se levantó con la moral herida y tomó el único regalo que le había hecho en la vida, esa bola de navidad que robó de un establecimiento sólo para darle gusto por una vez. Y sin pensar bajó las escaleras a tropezones, lanzando el objeto con tanta fuerza que atravesó el vidrio y aterrizó metros adelante, rompiéndose al caer.
Roier no era el mismo, apenas un muerto viviente que se desplaza arrastrando los pies por la casa, buscando en el refrigerador algo para comer, sólo porque el dolor en el estómago era tal, que sentía que moriría. No había comido o bebido en días, sus labios resecos, las ojeras marcadas y la poca sensibilidad en el cuerpo lo acompañaban a cada paso que daba, prefiriendo la muerte antes que enfrentarse a su nueva realidad.
Odiando el día que bajó hasta el pueblo sólo para encontrarse con Spreen apresando contra la pared a otra persona, a alguien que nunca había visto por ahí y ahora sólo parecía que toda la pasión que no le dio, la desbordaba con alguien más. Eso explicaba todo, eso explicaba por qué cuando llegaba a casa no tenía apetito de amor, de besos o caricias que él siempre quiso darle. Eso explicaba por qué nunca lo tocó o se acercó, siendo él el único que rogaba por un poco de afecto, rozando con cariño sus dedos suaves en su rostro perdido en las series de televisión, sin prestarle atención.