5. Pensamientos

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Los poltergeist no eran mis espíritus favoritos para exorcizar. Así que ver uno siempre arruinaba mi día. No es que fueran difíciles, no para nada, agua con sal, plata, pimienta, hasta un simple gato podía espantarlos. El problema es que son como afrontar una tormenta. Platos, cuadros, espejos rotos volando por las habitaciones, muebles tirados por doquier, eran violentos y escurridizos. Era un proceso que tardaba solo porque no podía atinar los talismanes para exorcizarlo.

Lo primero que hice al entrar, fue cerrar la puerta detrás de mí, y poner un talismán en ella para sellarla. Nada podría entrar, ni salir.

La habitación estaba desordenada, al parecer había sido un cuarto de costura, como un pequeño taller con largos mesones, telas, hilos, retazos, por todos lados. Si mirabas de forma superficial no podrías ver nada, pero estaba ahí, oculto, casi acechándome.

Caminé hasta el centro del cuarto, con lentitud y sonoramente. Tiré un talismán de papel y sellé el clóset. La ventana aún se encontraba rota, pero el florista había intentado cubrirla con una bolsa de basura, en un intento de que no pasara tanto frío. Lancé otro talismán a la ventana, para que no pudiera escapar por ahí.

Me saqué mis lentes y los guardé dentro de mi blazer negro. Troné mi cuello, y luego mis dedos. Tomé una profunda respiración para calmar mi espíritu, y me concentré en las energías del lugar, cerré los ojos y me dediqué a sentir. Si él no quería mostrarse, lo encontraría por mi cuenta. Rastreé las pequeñas pesquisas de energía maligna, trazando un pequeño recorrido hasta llegar a una esquina de la habitación, detrás del escritorio.

Abrí los ojos y lo ví. Una mancha negra encrespada de no más de medio metro, lista para huir. No lo dejaría hacer eso. Abrí un pequeño saco de cuero que llevaba dentro de los bolsillos internos de mi chaqueta, y saqué unos afilados clavos bañados en plata.

Nos miramos directo a los ojos, y sonreí. En este espacio tan reducido, esto es pan comido. El espíritu salió disparado votando todo a su paso, telas flamearon, ovillos de hilo intentaron estrellarse contra mi cara, pero los esquivé con rapidez con un sencillo movimiento de cabeza. Alfileres y unas tijeras también saltaron directamente a mi rostro, pero las desvié con mi paraguas.

Mi turno.

Uno a uno fui lanzando los pequeños clavos de plata como si fueran dardos. Fallé los primeros tres, pero el cuarto, acertó y ancló a la pared esa escurridiza sombra. El clavo no lo iba a exorcizar porque solo estaba recubierto por encima con plata, solo era un retenedor, un anclaje que me daba tiempo a acercarme y clavarle de lleno el puñal de plata que se encontraba en la punta de mi paraguas. Se movió un poco como si se retorciera, y se disipó en luz.

Desclavé mi paraguas del muro, y vertí sobre él, agua con sal, hasta empaparlo por completo. Luego lo abrí y lo giré con fuerza por la habitación, ayudándome de la rotación para esparcir por todos lados el agua, para limpiar de energías malignas ese cuarto. Cerré nuevamente sus varillas, y golpee el piso con su punta de plata, haciendo que la resonancia fuera el canal para liberar de mi propia energía, y esta protegiera el lugar.

Listo.

Salí del cuarto, y lo primero que veo es al fantasma de la anciana regalándome una sonrisa y unos aplausos, agradeciendo mi accionar.

—No podías con este, ¿cierto? —pregunté a lo que negó con su cabeza—. No te preocupes, ya no molestará más a tu nieto. Me encargué de él, y de limpiar la habitación, limpiar figurativamente, porque está hecho un asco, pero será algo de lo que se encargará otra persona, no yo. No es mi área de trabajo.

Seguí bajando la escalera hablando con ella sin darme cuenta que él florista me miraba desde la puerta de la cocina con una ceja interrogante.

—¿Con quién estás hablando?

Los espíritus en las floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora