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ara el inicio de la quebrazón del silencio mi nombre no tiene importancia; mi vida tampoco, pero las cosas que pienso: mis ideas, mis callos, la saliva que recorre mi lengua y los espasmos que a medianoche me taladran el sentimiento, sí que tienen importancia. Al través de ellos se puede contemplar la vida; al través de ellos se puede abrir cauces al sentimiento, se puede narrar un acontecimiento sin importancia, sí, sin importancia. No todo es importante; casi nada es importante, por eso odio las voces que narran sucesos con ilación perfecta. Para un esclavo nada tiene importancia aparte de su locura.
Dicen que somos egoístas. ¡Mentira!, egoístas son aquellos que no pueden vivir sin pretender la fama. Egoísta era Juan, en cierto modo. Nosotros, los esclavos de una habitación, no somos más que pobres criaturas sin rumbo fijo. Mi madre no entiende de estas cosas, mi madre, pero, ¿qué importa mi madre?… No hablemos de ella; esto no es un yo proyectado. No soy un personaje; aun dentro de las letras de un libro sigo siendo una persona. Yo no tengo aureola. (El maldito «yo»). No puedo ser un personaje. El personaje tiene siempre una aureola ilustre. Solo los santos tienen aureola, aunque soy un santo si se tiene en cuenta que solamente hago daño a la humanidad… ¡Profunda sentencia!
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Mi vida es como una moderna pieza musical: sonidos por aquí, ruidos más allá, papeles de este lado, y del otro una profunda desidia: la del público que aplaude sin entender y la del sabihondo que no aplaude porque entiende las cosas demasiado bien. Soy una imitación, lo que escribo también es imitación. Yo creo que quien mejor imita mejor recrea. Que nadie se atreva a negar esta sentencia capitular, decisiva, hecha con todo el profundo navegar de mi sangre cuajada de volteretas y desmayos.
Podría comenzar una novela narrando un suceso cualquiera. Un suceso cualquiera es lo que se necesita para que la vida tome giros nuevos: el dolor de estómago de Napoleón en Austerlitz, la caja de dientes de George Washington, el juanete de Benjamín Franklin, la rabia de Lenin haciendo su interpretación igualitaria de Marx y Engels. Sucesos corrientes que pudieron influir mucho en el rumbo de la humanidad. Mi novela haría lo mismo. (¿Me dejaría mi madre hacer una novela como a mí me plazca?). Mi novela puede comenzar narrando un suceso corriente. Podría utilizar para ello 18 páginas holandesas, o cinco, o seis, u ocho. Dependería todo de mi estado de ánimo y de la oportunidad que me brindara el médico que me cuida en los momentos en que no puedo ya pensar en mí mismo.
Cuando Farina se lanzó al mar los tiburones no estaban en la orilla, sino que vinieron desde la lejanía, girando frente a los arrecifes del malecón y la destrozaron. Los bomberos se tornaron iracundos, no sabían cómo evitar que los tiburones se tragaran a Farina; miraron atontados, llenos de un calor sofocante, sufrientes, lisos, llenos de rabia, con esa rabia roja y azul de los bomberos. Pero los tiburones seguían haciendo cabriolas, bajaban, subían, eran los mismos peces maldecidos por mí a las tres de la tarde del día anterior, cuando Juan Ciprián el pescador, lanzó su cebo y ningún tiburón quiso agarrarlo. Ahora venían, tal y como nunca lo habían hecho. Nomás sintieron que era carne de mujer y vinieron (el sexo lleno de pavor) a poseerla con la cadena filosa de sus dientes amarillos y violetas.
Los tiburones aletean como mariposas enamoradas. Son sutiles, sangrientamente sutiles.
La historia podría continuar, pero no creo que interese tanto un deceso a diente de tiburón. Es un modo corriente de morir en estos litorales de muerte, sal y mar azul.
En las orillas de Santo Domingo vio Colón tiburones extraños. Colón había descubierto América por encargo de su reina. ¡Colón! ¿Qué importa Colón?
Debiéramos seguir hablando de Farina, pero cansa y recansa, eso de hablar y hablar sobre una misma persona, sobre un mismo suceso. Cero suceso.
Quisiera poder describir la carcajada misteriosa que en este momento rueda sobre el papel y que ha saltado desde mis labios como un canguro enloquecido. Me reiré de ustedes. Me seguirán durante largo tiempo sin conocer el objeto final de este libro. Me reiré sobre el papel enloquecidamente, como nadie lo ha hecho. No utilizaré el ja ja. Mi locura es una larga carcajada, que termina en el colofón.
Vuelvo al tiburón, a lo que precedió al tiburón.
Farina tiene los ojos verdes.
Farina quiere tener un hijo y se lo roba de cualquier hospital público. Ella ha venido desde lejos, desde un campo de Higüey. Su marido tiene los ojos bellacos y una pierna coja. Él le ha dicho que es tiempo de parir. Tiempo de parir: son diez años de matrimonio. A Farina le comienza a crecer el vientre, se ríe con gran alegría. A Farina la revisa el médico, un médico vestido de luto blanco. «Está embarazada», dice el maldito médico. Y Farina no quiere otra cosa que su hijo, lo siente patalear junto al esófago. Lo siente gemir en su morada de carne subterránea. Allí está el hijo. El marido viene cojeando y le dice: «Farina, por fin vas a tener un hijo». Ella se ríe con el verde de sus ojos transparentes. Ella cose y recose. Farina no piensa ni pensó jamás en tiburones, ni en mar salada, ni en bomberos rojiazules, ni en dientes afilados que buscan el sexo, ni en clínicas de maternidad. Pensó más bien en comadronas, en leche de seno tibia, o en leche de vaca caliente, en amigos felicitándola.
Cuando pasaron los nueve meses, y los nueve meses, fueron diez, y doce y trece, Farina se imaginó que la cuenta no iba bien. Vino a la capital, el médico la vio y le expresó que aquella barriga no tenía criatura alguna, así fue como Farina parió agua, desperdicios y sangre. Agua, desperdicios y sangre. Agua, desperdicios y sangre. Agua… Este círculo de porquerías se puso a girar en la cabeza de Farina: agua, desperdicios y sangre. No podía amamantar aquello, ¡imposible!; había que buscar algo qué amamantar. Ella no estaba loca, pero las tres palabras giraban en su mente con lentitud y luego aceleraban el paso como una hélice de abanico eléctrico puesto a la más alta velocidad: agua, desperdicios, sangre…
Los tiburones tienen el pecho gris, a veces blanco, otros colores roca, con musgo y lilas debajo del ombligo. ¿Los tiburones no tienen ombligo?; pero tienen lilas y algas, musgo y cucarachas de mar pegados en el pecho, luciéndolos como corbatas o medallas.
Y los tiburones giran sobre sí mismos con rapidez. Huyen cuando no han percibido el olor de la sangridad. De lo contrario son como una caldera que pide carbón constantemente.
Me imagino la voz húmeda de los tiburones. Algún ruido rasgado debe salir de su boca llena de sierras. Algún ruido, alguna palabra tendrán los tiburones para llamar a sus bestias amigas, porque cuando Farina cayó al mar apareció el primero, y luego quince o veinte, y más tarde treinta o cuarenta, y luego sangre, agua y desperdicios sobre el oleaje. Sangre, agua y desperdicios. Farina no gritó, se portó valientemente. Los bomberos gritaron y lanzaron sogas, un hombre vestido de militar disparó con su rifle sobre los tiburones, pero estos ni se dieron por enterados. Las balas tenían un sonido extraño al levantar el agua con su peso, formando coronitas de espumas. Chas, retechás; las balas. Farina cayó al agua y en cinco minutos la supo teñir de rojo: agua, desperdicios y sangre.
Cuando el marido de Farina, con su pierna coja, supo que ella no había parido nada y que se había robado un niño de una clínica para engañarlo, se puso bronco, encaramó los pies sobre los brazos de la mecedora y dijo: «Ni siquiera sabes parir un hijo, prefieres robártelo». Farina decidió venir a entregarse definitivamente, pero como la policía la había puesto en libertad por considerar que estaba loca, decidió darse por entera a los tiburones de Santo Domingo. Colón los conocía.
El marido de Farina supo la noticia al día siguiente, cuando los periódicos decidieron llevarla sobre el pliego de sus papeles. El marido de Farina, se puso como loco y cambió dos marranos por un par de zapatos para venir a la ciudad decentemente vestido. Lo llevaron al lugar de los tiburones, pero él no quiso lanzarse sino que lloró y lloró, y dijo que se sentía culpable, mientras yo me reía a carcajadas detrás de una palmera, y pensaba en que los tiburones no se atrevieron a picar la carnada de Ciprián y sin embargo picaron en el cuerpo de Farina.
Esta es una historia, un capítulo, una parte de un drama. Podría continuar diciendo lo que hicieron los hermanos de Farina con su marido. Podría decir que lo descuartizaron con sus machetes filosos. Eran cuatro los hermanos de Farina, y el muy tonto del marido se declaró culpable, entonces los hermanos le cortaron las agallas como a un mero.
Así podría terminar la historia de Farina.
Un abejón azul gira sobre mi cabeza. Mi cabeza gira también tras el abejón y trato de sostenerla para que no ruede escaleras abajo. Los abejones azules tienen una perspicacia inigualable. Tienen dentro peces y sirenas, grandes jarrones de jade con perfume dentro, palacios y mares profundos; un abejón azul tiene costura de universo, remiendo de eternidad, por eso odio tanto su vuelo sobre mí. Vuelan con cierto dejo de inocencia que me penetra el corazón, ahogándolo. De noche los veo zumbar, los oigo con los ojos –mis ojos tienen el don de escuchar los colores–, los oigo y los espanto, son espíritus malignos hechos de ligero cristal transparente.
Ahora se va, tengo que olvidarlo irremediablemente, tengo que olvidarlo. El esposo de Farina está preso, diez años de prisión, está preso en su tumba, pero dijo que regresaría como abejón azul a cobrar sus deudas, a cobrar la deuda de la vida. Nadie sabe a quién le cobrará la vida, porque ¿quién conoce de dónde sale la vida? Vuelvo a caer en Farina. El capítulo de Farina está cerrado, es cierto, pero el del esposo de Farina no. La noche tendrá un perfume de blancura y ángel. Todavía no llega. Yo espero reposar debajo de ella. El perfume de la noche es blanco –yo huelo los olores, soy capaz de oler la vibración sutil del amarillo o la dureza quemante del rojo–, un perfume blanco como de ángel que se almidona el faldón lánguido antes de recorrer los techos calcinados.
El esposo de Farina lanzaba sangre desde todos los puntos cardinales de su cuerpo. Murió. Debajo del mar que Colón descubrió alguien lloraba aquel día del juicio final. ¿Sería Farina, o algún miembro de su cuerpo destrozado? Si ella hubiera perecido ahogada a lo mejor no hubiera sufrido tanto.
El abejón me mira con sus ojos brillantes, me mira con todo el odio de sus mares internos, de sus catedrales interiores, con todo el odio de sus peces y sirenas malditos. Necesito exterminarlo. Ahora corro tras él, me subo sobre los muebles, bajo, resbalo, caigo, me levanto, lo acoso, lo quiero aplastar y se burla de mí. La sombra de una cortina roja lo cubre y pierdo de vista su cuerpo pequeño… Ahora sale nuevamente, comienza a burlarse de mis ojos grises. Tenía, cuando era pequeño, los ojos azules, ahora se han tornado grises, poco a poco han ido perdiendo su color. Me siento débil; sin embargo, el abejón está ahí, cerca de mi debilidad, como quien se siente feliz de volar sobre la debilidad de los demás. Lo persigo hacia la ventana, trato de golpearle con un periódico enrollado; ¡imposible! Se pierde en el viento de afuera, el viento que hace rodar hojas en las calles, que se mete en las piernas de las niñas que van hacia el colegio y revuelve el cabello de las jovencitas más bellas del barrio. También el viento es mi enemigo, mi contrario, su falta de timidez me llena de espanto, anda desnudo por las aceras y el policía no se atreve a detenerlo. Cuando Juan mi hermano se fue a las montañas, a pelear contra el gobierno, el viento lo traicionó. El viento vestía uniforme de verde olivo igual que él. Cuando lo trajeron tenía el pecho reventado y los dientes afuera. Lo fusilaron con gas kerosene y balas grandes. Lo enterraron y cuando logramos sacarlo vi sus cuencas vacías y creí que todo aquello era agua, desperdicios y sangre; esto me molestó y comencé a sentir los desperdicios y el agua dentro de mi cerebro. Otra hélice –igual a la de Farina– girando dentro de mí. Si quisiera recordaría más y más cosas, pero no debo hacerlo; esto me duele en un lugar del cuerpo que no he logrado localizar.
El abejón vuelve, ahora trae, en vez de iglesias, mares y sirenas, castillos, un trozo de cal y un florero en las entrañas. Estoy al acecho… Acabo de aplastarlo y el muy ladino ni siquiera tuvo el valor de quejarse. No era tan azul como parecía al principio, y sus mares, floreros, sirenas y torres se han convertido en un pequeño charco de suciedad. Parece una cápsula de aceite aplastada por el pie. Mueve una de sus patas; ahora la arranco; ya no vuelve a moverse.
Afuera frena un automóvil pequeño; veo la gente en torno al mismo. Bajo las escaleras con rapidez. Se llevan a la niña, la ponen dentro de otro coche y el motor ruge, vocifera su aliento que humea gasolina. La niña tenía sangre en las sienes –como mi hermano el fusilado–. El día está nublado de tragedia: primero el abejón, luego la niña, antes Farina, después el esposo de Farina. Vienen los policías. Yo les odio; no saben más que preguntar y preguntar. Nadie puede hacerme responder. Me golpean, la gente grita que soy un loco pero ellos vuelven a golpearme; al fin me dejan y subo a mi habitación. ¿Para qué habré bajado? Que nadie me llame, que nadie me busque. No quiero estar para nadie.
A las tres de la tarde mi madre subirá a traerme un vaso de refresco. Ella me quiere mucho, dice que soy bueno. Viste de luto por lo de mi hermano; él es un héroe, pero nadie parece acordarse de eso. La luz me ciega, me ciega indefectiblemente. Meto la cabeza debajo de la almohada y comienzo a escuchar mis propios ruidos. Me muevo con la cabeza bajo la almohada y los ruidos aumentan. Me gusta estar así largo tiempo; es mejor que matar abejones o que ver niñas estropeadas en las calles; es mejor que recibir garrotazos de la policía, es mejor que vivir.
La cabeza la tengo debajo de la almohada y mi corazón confunde sus ruidos con las palabras suaves que la almohada pronuncia: siento el rumor del mar y la voz de Farina; también siento la de los miles de ahogados que pueblan los arrecifes buscando cuerdas para salir a flote. Una luna redonda y blanca los acompaña. Me hacen cosquillas en el corazón sus murmullos tenues. La luna se ha mojado de tanto acompañarlos. Los ahogados desfilan en turbas, como los asaltantes, y de improviso gritan y uno los oye resoplar y les adivina el frío de la piel disuelta entre las aguas. Sangre y porquería. ¡Eso me gira por dentro, me vuelve a girar! El mar me ha vuelto loco. Odio las gaviotas y los pinares. Las gaviotas son animales avaros que aumentan con sus ojos de vidrio el tamaño de la presa para sentirse el estómago bien lleno; los pinares traicionaron a mi hermano, no supieron decirle que las tropas del gobierno le fusilarían. Solo amo las palmeras. Me escondo tras ellas, me protegen del mundo con sus flecos verdes y con su movimiento verde también. Solo amo las palmeras.
La almohada es calurosa. Duramente calurosa a pesar del plumaje que la cubre por dentro haciéndola sentirse como un ganso vuelto de revés. Es calurosa, pero blanda. Nadie conoce mejor que yo sus secretos. La almohada grita, tiene bocinas de automóvil que enturbian el pensamiento, ya turbio de por sí, y que le hacen pensar a uno en carreteras plagadas de vehículos, y en accidentes y estadísticas. Yo afino el oído para escuchar las historias que me cuenta. Son historias de terror. Una por una las escucho.
Me dice que le duelen sus plumas suaves porque el animal que las poseyó protesta suavemente desde la muerte misma. Estúpida almohada que cree en la protesta de la muerte. Le duelen los hilos de la tela porque la máquina que los hizo sustituyó a catorce obreros en una fábrica manual de la calle Hernando Gorjón. Yo digo que mi almohada tiene sentimientos socialistas, sí, es una almohada justa, una almohada que sufre cuando alguien se cae al mar, cuando alguien es asesinado o muere en las montañas peleando contra el gobierno. El dolor suave de sus plumas también habla, dice que siente las palabras pronunciadas por el bacín que vive debajo de mi cama. En él escupo y orino, pero no sabía que protestase de mis actos hasta que el rumor de la almohada me penetró haciéndomelo saber. Lo mismo pasa con el florero lleno de flores de papel crepé. La cortina también sufre, va perdiendo su color y eso significa la muerte: parece mentira que la muerte sea tan temida. Yo creo en la muerte todopoderosa y nada más. Hace unos meses salí a la calle con la muerte en las manos: era un puñal grande con el que pensaba matar a dos locutores de radio que se burlaron de la muerte de mi hermano en las montañas. Desde que la gente me vio cuchillo en mano gritó: ¡ese loco va a matar a alguien, deténganlo, deténganlo!, entonces vino la policía y me golpeó. Me quitaron el puñal y me llevaron a un calabozo lleno de culebras y ciempiés. Si hubiese guardado el puñal dentro de un papel de periódico nadie habría notado que la muerte iba junto a mí en busca de dos locutores, pero temí que el filo del cuchillo hiriera el papel, sentí pena por el papel de periódico, por sus letras, por sus figuras respetables como la de Superman y otros jefes. Prefería llevarlo a la intemperie, confiando en que no se oxidaría en solo una caminata de pocas horas, sin embargo la policía no creyó nada de lo que le dije. Mi madre llegó y habló con el encargado de los policías. Hablaron de cosas que yo no pude escuchar porque lo hicieron en un cuarto separado del que yo me encontraba. Al poco rato vino y me dijo que el policía mayor le había dado permiso para que fuese con ella a casa. Salimos de la cárcel y mamá lloraba. Yo sabía que ella había dicho en la policía que yo soy un loco; desde hace tiempo ese es el argumento que se esgrime contra mí.
Las plumas vuelven a hablar, reconozco sus voces una por una. Una almohada tiene plumas pequeñas y plumas grandes, plumas femeninas y masculinas. La voz de una pluma pequeña no es igual a la de una grande, ni la de una pluma masculina es igual a una femenina. No obstante, a veces se me confunde el timbre de las voces, por ejemplo, una pluma pequeña tiene en ocasiones la misma voz de una pluma femenina. La confusión reina entonces en mí, y me paso horas y horas averiguando si realmente he podido identificar perfectamente las plumas. Al fin ellas mismas –condoliéndose de mi dificultad– me dan su identificación. Las plumas hembras tienen una vida más intensa que las plumas machos; como pertenecieron a una gansa tienen una experiencia sexual exquisita. Las hembras gozan más que los varones, eso me lo dice mi prima Amparo cuando viene junto a mí algunas veces, se acuesta a mi lado, se desnuda y yo la veo podrida por dentro como una lechosa madurada a golpes. Después que termina de amarme se aleja y nunca me dice cuándo regresará. Ella dice que fue mi esposa hace cosa de un año, de seguro su locura crece tal y como ha crecido la de todos los que me rodean desde que murió Juan.
La pluma varón casi siempre está silenciosa, como yo, no se atreve a hablar, se siente prisionera entre tantas suavidades. Ya hablará, y cuando lo haga todos tendrán que oírla, todos tendrán que lamentar la muerte de dos locutores de radio; el cuchillo no se oxidará y mi madre no tendrá que ir a la policía.
Oigo pasos en las escaleras, no puede ser el abejón azul, ni la niña, ni Farina. Ellos no pueden volver. Los pasos se ensanchan como un globo cautivo. Los malditos pasos de siempre. Si yo pudiese conocer el número, la marca, el tamaño y el color de un zapato por el sonido que hace, estaría feliz. Pero no, tengo que esperar a que aparezca en la puerta el dueño de esos pasos… Mamá ha abierto la puerta. Trae el refresco, son seguramente las tres de la tarde. Me besa, me dice que no vuelva a salir, que me peine, que me afeite, que no piense más en Juan, que me entretenga mirando por la ventana, que no sufra tanto, que no piense más en los locutores. Al fin sale, yo no respondo nunca, soy muy orgulloso desde hace tiempo. Yo no respondo nunca. Debería decirle que no me importa peinarme, ni pararme en la ventana, solo los locutores me importan. Algún día los haré papilla. Lo juro.
El refresco es de granadillo, tiene buen sabor, las semillas del granadillo son negras y tienen un forro suave y resbaladizo que las transparenta. Es sabroso el refresco. La ventaja de mi cuarto es que las plumas están escondidas en la almohada, solo saben que he comido porque sienten mi aliento cuando reposo mi cabeza sobre ellas. De lo contrario –si ellas supieran cuándo comienzo a comer– tendría que repartir mis alimentos entre las plumas y no me quedaría nada, nada. Tendría que hacer lo que pretendía mi hermano: repartir mi riqueza pequeña entre las pobrecitas hijas del ganso, entre las plumas que conocen mis pensamientos y que saben que yo sé su sexo.
Ayer hubo líos en la frontera, algunos haitianos quisieron cruzarla y los guardias dispararon. La isla es única e indivisible según Toussaint. Creo que Toussaint murió hace ya tiempo; sin embargo no está tan muerto puesto que los haitianos le obedecen todavía. Colón no pudo conocer a Toussaint. Colón vio tiburones azules y violetas. Tal vez los tiburones que destrozaron a Farina eran tataranietos de los que vio Colón. En las aguas hay nietos y tataranietos. En las aguas hay hasta muerte y peces envenenados por el DDT. Ayer mismo flotaron miles de peces en el malecón de Santo Domingo. Los pobrecitos se los comían y nadie murió envenenado. Dicen que la flor del mangle atonta los peces. Los peces tienen la culpa de que la vida no sea buena en estos momentos. Si se hubiesen rebelado, si hubiesen salido a tierra a exigir que los pobres también comieran, otro hubiera sido el desenlace. Pero son los ricos quienes tienen grandes barcos para pescar los pobres peces y venderlos a un precio terrible. El sueño me aturde. El granadillo me produce sueño. Entonces creo que vivo dentro de un ahogado y me voy al fondo del mar a sentir cómo siente las cosas un ahogado. El mar pesa, parece una colcha transparente que arropara con dulzura al ahogado. El ahogado no puede pasar más de unos cuantos días arropado con la colcha porque pronto comienza a licuarse también, a hacerse mar, a convertirse en espuma y en ruido, en pez y en tormenta transparente.
Un amigo de mi padre murió ahogado. Se lanzó desde los arrecifes y nadie le volvió a ver. Se lanzó desde los arrecifes con ropa y todo. Dejó la cartera con su identificación y un retrato. Temía que el retrato pereciera ahogado, tal vez no convenía conque los peces se comieran el cartoncito que lo contenía. Son cosas de ahogados, son caprichos de ahogados. Él dejó sobre las piedras de la orilla sus documentos, sus recibos, y unos pagarés por catorce mil pesos. Decían que era comerciante pero generalmente los comerciantes no se ahogan ellos sino que ahogan a los demás, de todos modos el amigo de mi padre murió ahogado.
Fue bajando lentamente, como un paracaídas, hasta que dio con el fondo y comenzó a sentir frío. La noche densa que lo cubría se convirtió de improviso en un trozo de hielo que relampagueaba. Trató de abrir los ojos y el peso del océano aplastó su intento. Su respiración, húmeda al principio, dejaba pequeños lagos de viento reducido entre la espuma salada. Ya ha dejado de respirar, no respira, no es necesario y nadie puede hacerlo en el fondo del mar, sería perder el tiempo, un tiempo precioso: el de presentir enormes peces azules transcurrir por encima de su sexo y perderse en la inmensidad graciosa y ondulante de las algas.
Es algo más que un muerto, ustedes pueden verlo, es algo más que un muerto: es una especie de misteriosa alfombra que cubre cinco pies y ocho pulgadas –era su estatura de comerciante– de fondo ilustre. Donde cayó su cuerpo hay renacer de vida, microbios nuevos, algas reverdecientes, es un abono frágil de sí mismo. Luego habrá de convertirse en excremento marino, o en medusa transparente, o en pez de las profundidades, será un pez de las profundidades y tendrá que inventar su propia luz. Tendrá que inventar su propia luz, ¡tremenda realidad! Ahora la arenilla del fondo le cubre los pies, unos pies semidestrozados por los crustáceos, –así se les llama a las jaibas– destrozados por los langostinos. Siente el cosquilleo de la arena, siente, presiente que lo siente: es como si alguien –mi padre tal vez– desde una ruta de lejano cariño se presentara a lamerle los pies desbaratados de tanto caminar hasta el fondo. Esto le trae un grato recuerdo: su perro Damián –se llamaba así porque su esposa odiaba a Damián el jardinero, aquel que nunca osó entrar en sus habitaciones–, su perro Damián estaba acostumbrado a lamerle los pies en las noches de luna. Decían que eran amantes. Él sentía su aullido y comprendía que hay dolor e infortunios en las entrañas de todo animal. Aquel animal. Aquel animal era un hijo de la necesidad y del odio. Él vio cuando se lanzó a las aguas. Al amigo de mi padre le parece oír sus ladridos. Bajan desde la superficie y se meten por el oído salado del suicidio. Él le acompañó hasta la orilla de los acantilados. Él vio cuando ponía su cartera y sus papeles miedosos entre las rocas bostezantes y duras. Grietas oscuras se abrían a cada paso. Damián ladra todavía junto al brocal del océano. Montado sobre algún hipocampo su ladrido salpica el sueño húmedo y abarrotado de sardinas de su amigo en bocarrota de espumas. Su ladrido baja, mueve la cola junto al ahogado. Y luego no puede resistir la presión de las aguas salinosas y sube convertido en burbuja para regresar de nuevo con amistosa insistencia que ya comienza a molestar al amigo de mi padre.
Los muertos inmersos en una inmovilidad tentadora sufren cuando el sonido de alguna voz querida penetra su universo de ostras, luceros y cardúmenes.
Las plumas de mi almohada han dicho muchas veces que las cosas del mundo van royendo nuestros vestidos y van desintegrando poco a poco el corazón y el pensamiento, la duda y los recuerdos, las cortinas y las flores de crepé, los hermanos, las niñas estropeadas en las calles, los abejones azules, el viento que se mete entre las piernas de las chicuelas y el que mueve el cabello de las señoritas que no quieren amar a nadie.
Los muertos son un gran gerundio. Allá está el amigo de mi padre; sombra verde en las pupilas. Ahora el mar comienza a moverse como un colchón relleno de muerte líquida y de suicidas lejanos. Tal vez el amigo de mi padre encuentre amigos; sí, ya comienza a sentir la voz de los que durante años y siglos fueron buscando el mar como única solución para su vida seca y falta de transparencia. Ya los oye, vienen, los oye, yo también los oigo: con un coro lejano, se acercan, pronto será uno más, pronto perderá su personalidad, pronto dejará de oír los ladridos de Damián, lo sé, vienen y no puede evitarlo.
capítulo II
D
amián se aleja de la mar. Tiene los ojos grises como un carbón cubierto de cenizas. Es un perro obediente: la muerte ha dicho «vete» y Damián se ha ido. Rumbo a la casa observa el mundo por el cual atraviesa: perras, perritos, gatos, cascabeles, guirnaldas, gente, edificios, marihuanas, silencios, porquería, sangre, soledad, torpezas, juegos de maricas, y perros, nuevos perros: lanudos, pelados, garrapatosos, con sarna. Damián no comprende que el mundo es así.
En el fondo, el amigo de mi padre se acerca lentamente a sus nuevos compañeros. Uno de ellos tiene un gran cigarro en la boca, y el mar golpea su cigarro y el cigarro no se apaga nunca; y el mar habla con la voz obnubilada de un borracho en estado de coma. El hijo del amigo de mi padre no ha llorado nada, por el contrario, una alegría intensa lo acompaña: lo ha dejado libre, no le molesta más. Cuando el hijo del amigo de mi padre nació, pesó nueve libras y todos se alegraron; ahora el hijo del amigo de mi padre se alegró también. Dicen que está loco y no es cierto, está sano, como yo, que no tengo más alternativa que sufrir.
No quiero ir a la cama nuevamente, mi almohada se ha tornado insoportable: la misma voz, la misma conversación; siempre igual. Nada varía a excepción del jugo que trae mamá por las tardes, un día sabe a sal de Epson, otro día a limonada,
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después a leche, más tarde a ciruela con coco de agua y azafrán. Pero sé que es el mismo jugo. Voy sintiéndome cosquillas en la columna vertebral nuevamente. Las he sentido muchas veces. Me sube un río de alimañas suaves por el hombro y las espanto: caen al suelo y se reúnen. La que tiene una ponzoña como una lanza es mi peor enemiga. Se calienta bajo el sol en la galería de la casa. Después, cuando me hinca su flecha venenosa, siento el calor del sol en mi costado y grito desesperadamente. Entonces viene el médico: un señor de cuarenta años que me inyecta gas venenoso y horchata. Se me endulza el espíritu y caigo en éxtasis de melodía y amor. Viene la que dice ser mi mujer y me besa. Colón no sabe nada de esto. Sus restos ni se mueven en la catedral. La uña del pie derecho se me amorata siempre que me ponen la horchata entre las venas. Luego, cuando la que dice que es mi mujer me posee con lujuria, la uña toma su color normal.
En mi cuarto hay una mesita de día –mi madre dice que es de noche pero puede ser de día–, hay una mesita de día con almanaques y revistas. Abro una y veo que un actor llamado Miller se suicidó porque no podía con su vida llena de publicidad. Yo me he arrinconado, le tengo tanto miedo a la gente, a los actores, a los animales, que no puedo salir de mi casa sin hacer un esfuerzo. Además, cuando salgo mi madre me pregunta que a dónde voy. Por eso no me place salir demasiado. Además hay policías, y niñas estropeadas, y amigos de mi padre que se suicidan, y mujeres destrozadas por los tiburones. Hay de todo eso fuera de aquí. Farina lo sabe mejor que yo. Colón, que descubrió estos lugares por órdenes de su reina, murió de pena después de ser malo con los indios. Colón era europeo: español-judío-genovés-gallego, pero amó esta tierra más que muchos aunque no a sus indios, a los cuales le lanzó perros hambrientos en el valle de la Vega Real.
Odio a Colón.
La luz de la tarde suspende el polvo junto a la ventana. Un polvo dorado, rico en vitaminas y minerales como las pastillas
Los ángeles de hueso 77
McCoy. Un polvo que cuando cae al suelo desaparece. Es la luz la que le mantiene vivo, la luz es el espíritu del polvo y cuando el polvo huye de la luz muere para los ojos de los que sufren. Yo soy uno de ellos.
En estos momentos no sucede nada, nada. Camino por mi habitación con pasos peculiares. Cuando Hitler se inclinó sobre la tumba de Napoleón en París también lo hizo con pasos peculiares. Napoleón también se inclinó alguna vez. Josefina sabe bien que es verdad.
Por las escaleras suben sapos amarillos. Saltan desde los caños. Está lloviendo y los sapos son amigos íntimos de la lluvia. Portan lluvia en su voz. Cada vez que hablan, llueve. Los sapos y los muertos se parecen mucho: no me molestan para nada.
Vuelvo a girar por mi habitación. Ahora tengo alma de helicóptero. Vuelo, despego y toco el techo con las manos y los pies. Me adhiero a él como una lagartija y miro desde arriba el perfil de los objetos. Todo parece plano: la cama, la mesita de día, las revistas donde se habla de la muerte de Miller, el vaso sin bebida. Por ejemplo, desde aquí arriba veo el vaso como un círculo grande con otro circulito dentro; como la mesita no es transparente veo un octágono, la cama es un cuadrilongo blanco, las almohadas no dejan ver sus plumas ni yo escucho sus voces, pero sé que hablan profundamente. Desciendo lentamente y pierdo el sentido del vuelo, cayendo sobre un sofá. De repente siento que se zafan los resortes y que uno de ellos me pincha. Me rasco, hay una especie de placer en el rascarse. Vuelvo a mi lecho. Miro hacia el cielorraso donde hace unos momentos estaba suspendido y la luz del cuarto desaparece lentamente. Entonces el cielorraso es como un telón de cine en el que se proyectan viejas películas. Hombres, multitudes, montañas, hermanos fusilados, ahogados, gusarapos gigantescos que hacen ruidos extraños al culebrear. Cierro los ojos, me interesa mucho ese mundo pero ahora huyo de él por unos instantes. No quiero pensar. No quiero pensar. Me parece que en estos momentos resulta mejor tener la mente en blanco.
Pongo la mente en blanco y resulta que mi pensamiento es también un telón de cine. Grito. Corro. Me persiguen los sapos. La lluvia, gruesa y relampagueante, aumenta el caudal de su voz que canta. Hay una melodía de cristal húmedo en boca de la lluvia. Me detengo junto a la ventana. No puedo llorar, con esta lluvia nadie reconocería mis lágrimas en los charcos de afuera.
capítulo III
L
a música tiene costumbre de martillo sonoro; golpea el cerebro y no deja que uno reconcentre sus esfuerzos en un solo acto. Ahora, en este momento, mi habitación está llena de música: ratones rosados hacen crujir sus dientes en las orillas de las azoteas. Su música es ordenada, insomne, filosa, bubónica, pestilente, pero llena de armonías. Sin embargo yo he escuchado –no sé dónde– otra música constituida por notas volátiles, deshiladas, sin melodía alguna. Un hombre llamado Loren Rush la ha compuesto, se llama Nexus 16.
Mi hermano Juan, que murió peleando contra las huestes del gobierno, no supo nunca que había una música igual. El pueblo no lo sabe y si lo supiera no la comprendería. Hay una belleza que solo el desorden es capaz de crear.
Mis vómitos, mi iniciación por los caminos del vómito fue un gran acto musical. Uuuu… aaag. Así, así resultaba el esfuerzo sonoro que yo hacía en el momento de lanzar fuera los alimentos. Nadie me enseñó a vomitar. Yo mismo, después de muchas veladas, me convertí en mi propio maestro. Este acto difícil, este acto para el cual se requiere una inteligencia superior es como una nota de Nexus 16. Una nota excrementosa, estercolante, fecal en su más sonoro aburrimiento, en su más crujiente eco disimulado.
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Mi hermano Juan no podría comprender un sistema armónico tan lleno de fuerza y de verdad. Él murió por los suyos y ya nadie lo recuerda. Ni yo mismo.
Los ratones siguen haciendo fuerza en las alcantarillas. Los habrá que son quebrados; los habrá con los testículos hinchados de cargar equipajes superiores a sus fuerzas. Los ratones han inventado músicas filosas para destruir el ruedo de la madrugada. Mientras la madrugada duerme y Loren Rush ignora que su música es como una enfermedad, los ratones de Santo Domingo roen la corteza del amanecer y lo desangran hasta que el mismo sol se torna rojo en las márgenes de Villa Duarte, bien al este, bien hacia la miseria.
Loren Rush no sabe que en Santo Domingo hay ratones azules y verdes, ratones capaces de producir hemorragias cósmicas.
Yo he oído esa música. Los seres superiores oímos músicas plagadas de insectos y sentimos que los árboles van a parir tarántulas en vez de naranjas, y creemos que los hijos de la gata se convertirán en dulces melocotones untados de maullidos. Los hijos de la gata esperan su metamorfosis. ¿Por qué no puede un gatito convertirse en manzana? ¿Es la universalidad de las formas y la trasmutación el objetivo de los hombres?
Ahora siento la música aquella, Nexus 16; el clarinete suena; si pongo mi cerebro sobre la almohada las plumas podrían escuchar perfectamente mi música interior. El clarinete suena, apenas cuatro notas destempladas, ahora un violín hace lo mismo, hace lo mismo. Está destemplado también. Oh, Juan, si pudieras oír esto qué fácil se te haría comprender la maldad de aquellos que te asesinaron en Las Manaclas. Oh, Juan, cuántas notas te has perdido, cuántas notas exactamente dislocadas… Ahora el piano, un tecleo rápido, otro tecleo rápido, sin orden, como lo haría mi sobrino si lo tuviera y solo llegara a los cuatro años de edad. Es un tecleo infantil, infantil… Creo que no hay más instrumentos… Sí, ahora la flauta, la flauta. No. No hay dudas, es un cuarteto. Cuatro músicos se han puesto en
desacuerdo para lograr una magnífica joya musical. Cuatro instrumentos en desarmonía para poder armonizar mi posible locura.
Sincronismos para grabadora, violín y viola. Sincronismos para «tape recorder y viola». Concierto de cámara para flauta y diez músicos cualesquiera. ¡Viva la modernidad! Mi modernidad. La de todos. Acudid en pos de mis grandes conocimientos, ¡oh! dioses de la debilidad rampante.
Son las cinco de la madrugada. Fácilmente puedo percatarme de que no he dormido. Llevo meses sin dormir. Yo soy el testigo de mi propio insomnio. No quiero dormir porque desde que cierro los ojos empiezan a molestarme las figuras de mis sueños. Si se quedaran dentro mí, si por lo menos me obedecieran, si pudiera echarlas fuera de mi cuarto con el solo hecho de despertar, las dejaría vivir un poco, pero no, se obstinan en vivir junto a mí. Por eso no duermo. Se obstinan en quedarse aquí. Si viniera mi madre y encontrara en mi habitación escenas deshonestas, escenas que yo mismo no permitiría, me moriría de pena, sería capaz de volverme loco.
No duermo. Hace unas semanas lo intenté y los monstruos que escuchaban dentro de mí salieron hacia las habitaciones de la casa. Escondieron el televisor, hicieron ruidos enormes. Yo desperté y quise que volvieran dentro de mí, pero se negaron, fueron capaces de negarse a regresar. Yo soy el responsable de que luego se convirtieran en figuras de barro y de que bajaran las escalinatas de la casa, rumbo a la calle. Oí gritos, niñas que lloraban, mujeres que oraban no sé a quién. Eran de barro mis monstruos. Iban calle abajo, calle abajo cometiendo tropelías. Me asomé a la ventana y miré los zafacones volteados, y los vidrios rotos, y las estanterías destruidas. Mis monstruos son capaces de todo. Mis hijos, mis hijos. Me puse el pijama y corrí escaleras abajo, gritaba, gritaba, pero nadie oía mis gritos. Comenzó a llover y la lluvia me trajo consuelo. Mis monstruos eran de barro, tal vez las lluvias los desharían, tal vez si los aguaceros aumentaban ellos quedarían convertidos en lodo; los seguí por entre callejones y avenidas. Torcieron hacia la parte norte de la ciudad. Eran diez o quince, pero avanzaban con rapidez. Uno estupraba, otro rompía las vitrinas, varios gritaban y gritaban contra el gobierno, algunos llevaban fusiles –también de barro– y disparaban contra los ciudadanos indefensos. Pensé en Juan y me avergoncé. Juan no hubiera permitido que mis monstruos masacraran a un pueblo indefenso; Juan los hubiese detenido a sangre y fuego. Yo no podía; eran mis hijos. Ningún padre puede nada contra sus hijos. Les gritaba para que se detuvieran. La lluvia arreciaba.
Ahora siento nuevamente la música deshilachada de hace unos instantes. No la de los ratones. Escucho Nexus, lo escucho: el violín, la flauta… clarinete… piano. Son notas sueltas, sin sentido, notas sueltas, páginas de una novela sin argumento fijo… Giran, giran como los pensamientos de Farina. Giran las notas, los instrumentos: sangre, agua, clarinete… Sangre, flauta, desperdicios… Sangre, violines, agua… Sangre, flauta, desperdicios, agua, violines…
Todo es una mezcla extravagante en la comba del mundo. La sangre de Farina y la muerte de Juan se mezclan con las notas de Nexus, con los instrumentos de Nexus, con la desarmonía intencionada de Nexus.
Mis monstruos van calle arriba, ciudad arriba, y no puedo detenerlos. Solo la lluvia puede salvarme de sus desmanes. Voy tras ellos, voy tras ellos. Me acerco, mis esfuerzos son inconmensurables. Alcanzo al menor, a mi hijo menor, lo tomo del brazo, está blando, comienza a derretirse, comienza a convertirse en una salsa barrosa, en fango. Los demás también. Se desploman ahora, se desploman. Son un lodazal; si sigue lloviendo correrán por los alcantarillados e irán a parar al mar. Todo termina en las aguas. Los tiburones no podrán comérselos. Los tiburones no comen lodo. Empiezan a rodar, son agua oscura. Yo también me derrito. Mis manos, mis pies, mis sueños se hacen agua y corren por la alcantarilla rumbo al mar. Yo soy agua igual que ellos, lo único que mucho más clara. Empiezo a reflejar los focos de la luz; me electrifico cuando toco algún cable terrestre de corriente continua. Sigo a mis hijos que se han convertido en lodo. Sigo a mis pobres hijos. Ahora los necesito. Sufro por ellos. Caen hacia las aguas, y los sigo; veo peces plateados y de improviso me encuentro nuevamente en mis habitaciones.
Un monstruo no muere con la facilidad de un hombre. No sé cómo se las arreglan para regresar, pero ya están aquí, junto a mí. No quiero cerrar los ojos; sé que si duermo tendré que volver a perseguirlos ciudad arriba. Una vez murieron porque eran de barro y la lluvia los desintegró, pero ahora, si vuelven a nacer serán monstruos de mármol, lo sé, y no habrá lluvia que pueda eliminarlos, por el contrario, la lluvia limpia el mármol, lo hace más bello, más potente, más terrible en su señorial dureza llena de limpidez. Un monstruo de mármol es lo único que puede quitarme el sueño.
Los ratones vuelven a sonar. Roen las puertas de los establecimientos comerciales. Gritan, yo los oigo, talvez sus sueños pequeñísimos produzcan, al igual que los míos, monstruos en menor escala. Me gustaría ver el monstruo que produce un ratón al soñar. Sí, estoy seguro de que serían pequeños, tal vez serían de bronce y sonarían como campanillas al ser golpeados por un martillo.
Un monstruo de ratón no podría irse a la parte alta de la ciudad con el fin de estuprar, quebrar vidrieras y derribar estanterías. Mi experiencia en estos casos me dice que un monstruo de ratón se treparía por los postes de la luz e iría a quemar los fusibles del tendido eléctrico, su cuerpo de bronce le permitiría inaugurar cortocircuitos en cualquier instalación. Si lloviera sería peor, puesto que la lluvia es buena conductora de la electricidad. Desde hoy me dispongo a acechar estos monstruitos nacidos del sueño de los ratones.
El sol comienza a salir –habrá un día en que no salga completo– y el polvo de mi habitación hace sus acostumbradas cabriolas; lleva meses en este ejercicio. Meses flotando. El sol le insufla espíritu tibiamente. Un microscopio me daría la razón, pues siempre he dicho que este polvo tiene musculatura de ave. Un polvo que vuela y vuela y vuela al compás de la música amarilla de los primeros rayos tiene, por obligación, que tener musculatura de ave.
Cuando pienso en el polvo que flota me acuerdo de mi costumbre de volar y adherirme del cielorraso. Yo soy más liviano que el polvo, por eso este me envidia, me envidia tanto que hace lo posible por colocar en mis pulmones catarros y tuberculosis; mi madre dice que tengo los pulmones grandes y que nunca moriré tísico. Pero yo pienso que quizás el polvo se me corre hacia el cerebro y amontonándose allí me forma montañas y cánceres insalvables. El polvo es capaz de todo; viene sostenido por el aire y por el sol, y el aire es traicionero; fue un aire vestido de verde olivo el que incubó la traición de Juan. Según afirman, el aire –convertido en viento– vestido con su uniforme de guerrillero, tomó su ametralladora y los muchachos creyeron en un amigo más. Luego, por la noche, cuando todos dormían, bajó al puesto de guardia más cercano y denunció la posición de los que luchaban por una causa justa. Como el aire no puede ser apresado –porque se escaparía de cualquier celda con rejas– prefirieron dejarle libre, pero a los demás los fusilaron; todo el mundo lo sabe, los fusilaron. Estuvieron rodeados durante largas horas, luego decidieron entregarse y cuando ya habían dado sus armas a las autoridades, abrieron fuego contra ellos. Los mataron a mansalva. Luego los enterraron sin identificación. Mi hermano sonreía cuando lo encontramos con el pecho lleno de huecos. Desde entonces odio el aire, y odio los locutores de radio que hablaron mal de mi hermano. Son dos, yo quise matarlos una vez, pero no me dejaron; siempre dicen que soy un loco, que represento un peligro para todos.
¿Qué castigo podría yo imponerle al viento?… No respirarlo. Es un castigo difícil de llevar a cabo, lo intento, desisto cuando pierdo el conocimiento.
Me paso el día tratando de no respirar. Podría decirse que el viento que traicionó a mi hermano no es el mismo de Santo Domingo. Pues sí lo es; el viento está unido, es un solo cuerpo, se mueve o no se mueve, pero es el mismo. El viento de Santo Domingo es el de Buenos Aires, el de Australia, el de los Polos. El mismo viento con distinta temperatura, con diferentes pasos, con microbios distintos, con radiaciones también diversas.
El viento de Hiroshima, inventado por los americanos mediante un bombazo cruel, no tardará en dar la vuelta al mundo. Tal vez entra en estos momentos en mi habitación, tal vez es el que sostiene las partículas de polvo que se calientan sobre las rayas amarillas del sol. Nadie debe dudar de la unidad del viento.
Vuelve la música, Nexus, vuelve, notas gordas y notas flacas como las vacas del profeta. Notas de siete colores y notas que superan los siete colores: violín, agua, desperdicios… Sangre, flautas, desperdicios… La tragedia de Farina gira como una hélice, se mezcla con Nexus. Los ratones han dejado de roer. En la noche será cuando pretendan soñar, mientras tanto, yo practico las posiciones que tomaré para descubrir los monstruos pequeñísimos que sus sueños habrán de originar.
Pienso que mis monstruos regresarán algún día; pienso también que tengo la obligación de respirar y que no puedo dejar que el odio que siento por el aire me aniquile: sería otro triunfo del viento que traicionó a Juan.
Estoy perdido, cansado. Mi mesa de día, mis papeles, mis cabellos, mis ojos, todo está desordenado y permanecerá así durante mucho tiempo. Ahora vuelve la música, voy a cerrar los ojos para poder escuchar mejor, para poder distinguir el color de la desarmonía.
capítulo IV
C
uando yo era pequeño quería ser bombero. Quería ser rojiazul, caminar por adentro del fuego y ver cómo chisporroteaban las hormigas al quemarse en un gran incendio. No perdía tiempo: tomaba un fósforo y me acercaba con él encendido hasta un hormiguero. Me gustaba ver cómo al contacto con la llama las hormigas se endurecían y soltaban un sonidito como de pan tostado, como de yerba seca que se quiebra, como de cartón satinado que se rompe.
Todavía admiro a los bomberos. Ellos presenciaron el desenlace de Farina. Ellos estaban presentes. Sin embargo no presenciaron el desenlace de Juan en las montañas; no pudieron hacer nada por Juan, estoy seguro, nada, no pudieron hacer nada.
Mamá se molestaba cuando Juan le decía que había que salvar el honor del país. Los golpes militares convierten en loco a cualquiera, sí Juan estaba dispuesto a todo. Noche por noche venían sus amigos a verle. Yo tuve miedo, tuve miedo cuando me lo propusieron: «ven con nosotros a las lomas». Yo en una loma no soy nadie. Soy estudiante, era estudiante de Derecho. «Ven, defiende el verdadero Derecho». Yo no soy hombre de lomas, Juan sí que lo era.
Mamá sufría cuando no venía a dormir. Mamá sufre por todo. Papá no sabe nada de esto, las noticias no llegan a Nueva
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York; alguien se lo dirá. Él sufre del corazón. Cuando regrese morirá.
Yo quería ser bombero, pero estudio Derecho, o estudiaba. Juan bajó un día las escaleras, no volvió más. Mamá quería preguntarle dónde se encontraba, quería hacerlo suyo, quería verlo a menudo. Juan llamaba por teléfono y un día no llamó más. Desde entonces no volvimos a verlo. Después lo trajeron con los dientes afuera, como un perro rabioso muerto a palos. Tenía el pecho agujereado. Yo caí, caí, me dolieron sus dientes, me dolieron los hoyos de su pecho, me dolió todo. Caí, luego me levantaron; tuve fiebres y fiebres y fiebres. Muerto a palos. Muerto a balazos. Muerto a sueño. Muerto a fiebres. Muerto a picadas. Muerto a maniobras militares. Muerto a yodo del mar Caribe. Muerto a caña de azúcar y melao. Muerto a salario bajo. Muerto a explotación. Muerto a desaires. Muerto a ideales. Muerto a sablazos. Muerto. Muerto. Muerto. Muerto.
La guerra no conoce escalinatas, ni barcos, ni descubridores. Colón hizo la guerra. Él sabe que lo que digo es cierto. Colón se cansó de los mosquitos y de los indios. Él dio el primer ejemplo matando indios en La Vega Real. El primer ejemplo. Luego los indios de Manaclas, y los del Limón, y los de La Berrenda. Colón con los perros y con sus trabucos, disparando y mordiendo, mordiendo y disparando, disparando, mordiendo, disparando. Hay ritmo de muerte en el morder y también en el disparar. La mano de un indio es igual que la mano de un español. La mano de un español es igual a la mano de un indio. Un indio tiene orejas –mi hermano las tenía–, tiene dedos, tiene cejas, tiene soledad, tiene pensamientos. ¿Por qué un indio y un español tienen que ser enemigos? ¿Por qué un español cree que el indio no tiene ni orejas, ni pensamientos, ni soledad? ¿Por eso únicamente? El golpe militar fue preparado por Colón; Colón tenía la fuerza y los indios tenían el ideal.
Los dientes de Juan estaban fuera. Yo caí, caí, sabía que ningún bombero podía salvarlo. Ningún bombero. No odio a los bomberos por eso. No odio su uniforme. El arma de ellos es el agua. Cuando quisieron rescatar a Farina, ella estaba en el agua. Ellos no pudieron rescatarla porque estaba en el agua. Desde el primer botón de su uniforme hasta el último reducto de su corazón, un bombero tiene que amar el agua. ¿Cómo iban ellos, entonces, a rescatar de las aguas a Farina? No podían traicionar el agua. Un bombero que traiciona el agua no es más que un charlatán, un cínico. Los tiburones sabían esto y por eso revoloteaban como mariposas. «Contra el agua, nunca»; tal debe ser el lema de un bombero.
Mamá encontró cierto día unos papeles de Juan; unos planos, creo. Todos quisimos saber qué era aquello. Pero él nos dijo que planos, que eran planos, nada más que planos.
—¿Planos de qué? —preguntó mamá.
—Planos de lo que no les importa a ustedes.
—A mí me importan —dije.
—A ti no te importan, puesto que te invité a unirte a nosotros y no quisiste —me respondió.
—Yo no quiero ir, no quiero ir —grité.
Mamá le llamó la atención, y la que dice ser mi esposa –la que viene y de vez en cuando se acuesta conmigo (yo la odio) en mi habitación– peleó con Juan ese día, y desde entonces dudo que sea mi esposa. Yo soy un estudiante de Derecho, no puedo tener esposa. Es inconcebible que un estudiante de Derecho tenga esposa. Nadie lo creería.
Un estudiante de Derecho. Los planos desaparecieron el mismo día en que Juan desaparecía. Las armas que llevaban no eran armas reales. Las dañaron los vendedores y los suplidores para que fracasaran. Mamá lo supo y yo lo supe a través de mamá. Había altos militares en los planes. Militares con rango de general. Militares que prometieron. Los militares siempre prometen, siempre prometen y rara vez cumplen.
Mamá tiene un disco que dice así: «Ellos nos ofrecieron apoyar el movimiento. Queríamos vencer y ellos –los progresistas del ejército– nos prometieron ayuda. Nadie nos ayudó luego.
Los mosquitos nos atacaron violentamente». Mamá guarda ese disco. Alguien lo grabó para ella. Un papelito en el bolsillo de un muerto puede producir un disco si alguien lo lee frente a una grabadora.
«El general nos prometió ayuda; si triunfábamos él pensaba que podría seguir a flote. Pero fuimos traicionados. Que todos lo sepan: fuimos traicionados».
El viento de la cordillera tiene charreteras, ramas doradas en la gorra, uniforme de caqui y lengua traicionera. Odio el viento de la cordillera. Susurra mentiras sobre el corazón de los bien intencionados y les aconseja mal.
Oigo pasos; sigo siendo incapaz de identificar las pisadas. Ya llegan hasta el portal de mi habitación. Entran. No sé quién me visita. He cerrado los ojos. Oigo una voz.
—¿Cómo te sientes hoy?
No respondo. Es ella –la que dice ser mi esposa–, ella que quiere nuevamente estar junto a mí. Soy como un farol que atrae los insectos. Revolotean junto a mí. Me desnudan. Me besan. Yo me mantengo como paralizado. Empiezo a sentir calor, tengo que complacerla. Me mantengo en silencio mientras ella jadea y jadea. Termina. Aún tengo los ojos cerrados. Ella sabe que hablarme es inútil. Palpo ahora su silencio. Su silencio tiene los ojos verdes. Su silencio tiene las mejillas rosadas, tiene muslos suaves y cabellos sedosos. Es un silencio con grandes senos duros. El silencio se aleja; me ha vestido nuevamente. Me ha puesto mis ropas. Me siento mejor. Oigo sus pasos escaleras abajo. Vino a lo de siempre. No sé cuánto tiempo estuvo junto a mí. Cuando cierro los ojos soy incapaz de calcular la estadía del silencio. Oigo ruidos extraños. Ahora el aire es más respirable y estoy cansado. Yo también jadeo, jadeo. Me levanto con los ojos cerrados y voy hacia la puerta –cuyo camino sé de memoria–. El silencio se ha ido definitivamente. Definitivamente. Definitivamente hasta mañana. Volverá junto a mí, lo sé, vendrá y me haré el indiferente para luego añorarlo. El silencio me place pero aviva mi odio hacia todo. Toco el manubrio de la puerta y abro los ojos. Junto al borde de la misma hay una mosca verde, una mosca de muerto, una mosca igual a la que aplasté hace poco. Le perdonaré la vida. Un cristiano, esta mosca es un cristiano, yo soy Nerón, dueño del silencio, dueño de un imperio de ruidos y odios. Perdonaré. Perdonaré. Hoy tengo ganas de perdonarlo todo.
Cuando yo era pequeño asistía a las procesiones; recuerdo que los bomberos tenían una banda de música rojiazul con la que perseguían insistentemente al santo. La gente iba detrás de los bomberos. La marcha que tocaba la banda era fúnebre pero estridente. El santo iba en hombros. Los bomberos soplaban y soplaban. Golpeaban y golpeaban el tambor. El santo –o los santos– iban en hombros. De improviso salían de su inmovilidad y se llevaban las manos a los oídos. El santo comenzaba a gritar. Solo yo escuchaba sus gritos; el sonido de los instrumentos opacaba la desesperación de San Juan que no resistía aquella banda desafinada. Siempre pensé que los bomberos son más efectivos apagando un fuego que tocando músicas para una procesión. La procesión recorría las calles Mercedes, Palo Hincado, Mella y Conde. Todo el que iba tras ella ignoraba que las imágenes sufrían grandemente la tortura de las trompetas y de los clarinetes. Pienso que más que una procesión aquello era un martirio. Un martirio anual. Los bomberos martirizaban a los santos en las procesiones. Solo sirven para apagar el fuego, sin embargo, cuando yo era pequeño quería ser bombero.
Desde los balcones los fieles miraban el desfile, pero tampoco oían los gritos de las imágenes. Las imágenes tienen una voz anémica si se compara el sonido de sus palabras con el de los instrumentos musicales. El tambor era el que más irritaba a San Juan, pero como San Juan estaba como clavado en su plataforma, no podía bajar de la misma y protestar de voz en cuello contra el abuso que significaba la música de los bomberos.
Juan iba detrás de mí en las procesiones. Mamá nos vestía para que fuésemos detrás. Nunca le dije a Juan que la banda de los bomberos molestaba a San Juan. Nunca quise decírselo.
Lo que no me explicaba era cómo Juan no percibía los movimientos de las imágenes, las protestas de las imágenes, los gritos de las imágenes. ¡Una imagen gritando!, ¡qué magnífica oportunidad para que los beatos alegaran milagrerías! Solo yo –que no era beato– veía esto.
Recuerdo que casi siempre llovía cuando asistíamos a las procesiones. Casi siempre llovía. Las ropas de las imágenes se empapaban y estas comenzaban a tiritar de frío. Algún fuerte resfriado habrá tenido San Juan, porque es bien sabido que quien se moja luego de haber recibido durante largo tiempo el calor del sol puede hasta pasmarse. Yo pensaba que un pasmo de San Juan podría echar por tierra el catolicismo, y pensaba también que a lo mejor San Juan se pasmó alguna vez y que los curas no quisieron decir nada para no desprestigiar la fortaleza de San Juan en las procesiones. Si Trujillo hubiese sabido que San Juan se pasmaba en las procesiones tal vez no hubiera ayudado más a los católicos. Yo pensaba que San Juan –quien lucía flaco y descolorido en las procesiones– no tenía salud suficiente para resistir calores, sudores y lluvias a un mismo tiempo sin enfermarse. Lo que pasa dentro de las sacristías y dentro de los confesionarios solo lo saben los curas.
Mi hermano Juan nunca supo nada acerca de mis pensamientos en materia de religión.
Quisiera poder entrevistarme con San Juan; tengo mis dudas. Él sería sincero y me diría si yo tenía razón.
Los bomberos –ignorantes en materia de religión– jamás serán capaces de concebir que sus instrumentos molestaban las imágenes. No lo concebirían jamás. No son inteligentes los bomberos. Sin embargo, cuando yo era pequeño tenía la intención de ser bombero. En realidad no recuerdo cuando deseché la idea de convertirme en bombero. No recuerdo.
Hay muchas cosas que no recuerdo. Me reiré de ustedes, me río de ustedes. Mis memorias son una gran carcajada que se inicia en la primera línea y que termina en el colofón. Podrán comenzar esta novela por la mitad, podrán comenzarla por la página final, no importa, lo importante es que alguien diga algo, que refleje el sufrimiento de los demás.
capítulo V
E
s como decir: menos la suerte, menos la locura, menos el silencio. Un surtido capitel de números nonatos recorre el álgebra por debajo. Yo estudiaba Derecho, y antes Álgebra: menos cero y A más 2, más infinito menos la nada. ¿Filosofía?… Ternura de alumno rechazado.
Mi profesor era un número quebrado. Menos inteligencia. Material de mierda. Mi profesor. Un espejuelado saltimbanqui sin sentido de la magnificencia. Menos cero.
Sus zapatos –rotos de tanto razonar teoremas– parecían cangrejos del litoral. –Siempre el maldito litoral en mis cosas–. Sus uñas y su cáncer color tabaco. Tosía. Ayer vino a visitarme. No sé. De improviso estuvo aquí, con la tiza en la mano y el trago en la otra mano.
—¡Pero está muerto usted!
—Eso creen todos.
Bajamos la escalinata del patio y seguimos calle arriba, rumbo al cementerio. Las gentes nos miraban con seriedad. El cáncer de mi profesor colgaba de sus barbas como una manzana madurada a puñetazos.
Antes de bajar las escaleras de mi casa me cercioré de que no había nadie en el primer piso. Bajamos puntillosamente. Menos cero. Así le llamábamos por su figura redonda. Bajamos puntillosamente. Nadie nos oyó.
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Cementerio arriba, cementerio abajo. Me canso del recorrido –dije–. No te canses —contestó.
Esperábamos la noche.
Las sombras.
Los cipreses oscurecidos.
La cantilena del cura.
Los entierros.
Menos cero, menos nada, menos todo.
El profesor con su cáncer tipo corbata, o tipo barba. Nos fuimos tumba abajo. Él abrió la puerta.
—¿Tienes algún familiar?, soy maestro aquí. Doy clases de menos muerte.
—Mi hermano no fue enterrado.
—¿Polinice?
—Juan.
Aquí estaban los corredores. Muertos en fila como en un panal de abejas los huevos de la reina. Colmena estremecedora. Menos cero.
—Son nuevos, son viejos, son recientes. Pasaron su curso.
No lo pasaron.
Me abro la camisa y le muestro mis notas.
—No has pasado. Tan mal alumno como siempre.
Regresemos. He oído la voz de mi madre llamarme, desesperarse dentro de mi habitación solitaria. Regresamos huyendo; calle arriba, calle abajo, calle a la izquierda, a la derecha, menos calle.
Entro a mi habitación y allí está mi madre. El jugo en la mano derecha. La que dice ser mi esposa la acompaña. Me miran, miran a mi maestro y no le brindan jugo. Armo enorme algarabía, digo que es una falta de educación. Digo necedades. Lucho contra ellos desde hace siglos. Mi madre es buena –a veces–, la otra, la que dice ser mi esposa, no es buena. Viene, me desnuda, y yo no puedo dominarme. La odio.
Bajan las escaleras. Mi maestro se había escondido debajo de la cama. Es un maestro bueno. La muerte lo ha encogido un poco más en vez de alargarlo.
—¿Iniciamos la clase?
—Iníciela.
—Nada menos cero, igual a infinito por dos.
—No me lo explico.
—Sigues siendo un mal alumno.
—He tenido que sufrir muchas privaciones para llegar a ser un mal alumno.
—Lo comprendo.
—Nada menos cero no es igual a menos cero por nada, ¿entiendes?
—¿Y el contrabando y los alcaloides?
—Química y política, no estamos en eso ahora. Continuó: los muertos almacenados por millares en un cementerio no pueden ser contados por sus nombres sino por el número de huesos; pasados los años por el número de partículas de polvo; pasados los milenios por el número de frutos que han producido con su abono. Un muerto almacenado en colmenares, un muerto incrustado en una pared de concreto es algo inútil, algo que no se confunde con la tierra y que por lo tanto no producirá frutos nunca, ¿comprendes? En cualquier grano de cemento puede estar reducida a polvo la nariz espantosa o la cabeza alargada de Pericles, ¿comprendes?
—¿Entonces, Juan?
—¿Quién es Juan?
—Mi hermano Juan. Murió en la cordillera. Lo mataron las tropas del gobierno. Lo fusilaron luego de apresado y desarmado.
—Ajá.
—¿Juan no puede llegar a ser Julio César?
—¿Lo enterraron o lo tapiaron con cemento?
—Lo enterraron primero los guardias que lo fusilaron, luego fue desenterrado y tapiado en el cementerio. —Podría llegar a ser… —¿Cuál es la fórmula?
—Menos cero es igual a más uno si las circunstancias son favorables. Podría llegar a ser Julio César. Todo es cuestión de podredumbre. Su sangre no fue tapiada. Quedó en la montaña, será polvo y luego cemento como la nariz de Pericles.
—Entonces…
—Menos cero igual a eternidad.
—Comprendo.
—Adelantas.
La voz del billetero se mete por las rendijas de mi habitación. Una voz con forma de boleto de navidad… El viento de la cordillera debe haber sufrido un gran desengaño. Un gran desengaño. Juan podrá llegar a ser Pericles o Julio César, depende del tipo de cemento. Su sangre se hizo polvo y será fruto, o estela de algún cohete, o bomba de cobalto, o carbono, o pantaleta de actriz, o sueño, no, sueño no… El cáncer del profesor ha comenzado a chorrearse por las paredes. ¡Un paño, por favor!
—No es nada. Cosa normal. Un cáncer tiene su personalidad y hay que dejarle actuar.
—Comprendo. Ahora sube mi madre nuevamente. Escóndase.
Pam, pam, pam –se oyen sus pasos después de un pequeño silencio.
Aquí está. Yo hago como si estuviera dormido. El profesor está debajo de la cama. Es tímido. Mi madre me pasa la mano sobre el rostro. Es la misma mano de Juan, aquella mano me abofeteó cuando no quise acompañarlo en las guerrillas. Una mano callosa, hecha de filos y de sociedades vencidas en un resumen de siglos. Unas manos preñadas de objetos bélicos.
No las soporto en este momento. Abro los ojos. A mi alrededor vuelan helicópteros norteamericanos con un sello en forma de águila. Giran sobre el rostro de mi madre. Ella no los ve. El profesor siente su ruidoso motor pero no se atreve a salir de su escondite. Giran y giran y nadie puede detenerlos. Helicópteros azules, rojos, amarillos. Hay montañas en mi habitación. Hay selvas que ellos acechan con fin de tomar el punto fijo para el bombardeo. Menos cero. Menos uno. Menos dos. Menos tres. Menos diez: ¡fuego! Vómito de cosméticos explosivos para maquillar la cordillera. Vómito de águilas y flechas, de estrellas y rayas.
Mi madre ha dejado de acariciarme... Sabe que escucho el ruido de los helicópteros. ¿Habrán hecho daño al profesor?… Mi madre sale. Es una ignorante de buena cepa. Es buena, pero tonta. El profesor no se atreve a salir. Ha podido recoger su corbata antes regada por el suelo, y su barba.
Ahora sale:
—¿Iniciamos la clase?
—Iníciela.
—Nada menos cero, igual a infinito por dos.
—No puedo explicármelo.
—Hace un momento eras un buen alumno.
—He tenido que sufrir muchas privaciones, ya se lo he dicho antes.
—Lo comprendo —como te dije antes. Nada menos cero no es igual a menos cero por nada, ¿entiendes?
—Contrabando y alcaloides. Prensa vendida y enciclopedia.
Política y sabiduría.
—Veo que progresas. Dios premiará tu progreso.
—¿Dios?
—Dicen que tiene barbas y un cáncer.
—¿Es usted?
—-No, no, yo no soy. Imposible. Ni siquiera lo pienses.
La voz del billetero vuelve a meterse en mi habitación. Es una voz que gira como los helicópteros. Una voz que se va y vuelve y se va. Estoy tan pequeñito que apenas conozco los números. Llevo mi uniforme de escolar. Me detengo a comprar caramelos en la avenida Mella. Los caramelos tienen animales adentro. Caramelos «Zoo». La marca de los caramelos lo dice. De pronto un camello. Una jirafa. Las enfermedades de la infancia: tos ferina, varicela, sarampión, infecciones intestinales. Estoy en mi cuarto de mampostería. Por encima de los muros corren ratones casi disecados. Entonces. Estoy tan pequeñito. Soy tan pobrecito. No puedo ni comprar un caramelo. Indiana me los regala. La veo desde lejos, cuando va hacia el colegio. Indiana es alta y tiene los ojos negros, y a veces sufre mucho por mi timidez. No sé dónde aprendió a saber que yo era tímido. Los animales que vienen dentro de cada caramelo tienen nombres extraños y descripciones más extrañas: «Águila americana, llamada calva debido a que las plumas que cubren su cabeza le dan de lejos este aspecto… La majestuosa figura del águila fue símbolo del poder y de la fuerza. Está en los escudos de los Habsburgo, en el de Roma, en el de México y los Estados Unidos de América».
Los helicópteros vuelven a entrar en mi habitación ante la sola mención del águila. Son águilas y llevan sello. Estoy acostado en mi habitación pequeña. Tengo infección intestinal. No he podido ir al colegio, o mejor a mi escuela pública. Indiana está en el colegio. La veo en la avenida Mella todas las mañanas. Espero a que compre los caramelos y le pregunto si tiene los animales que yo tengo. Siempre me rehúye. Yo la sigo de calle en calle. Ahora mi dolor intestinal es más terrible que nunca. Una infección hace ver visiones: la fiebre, los espantajos, el aceite de ricino, la democracia, la tiranía, Trujillo abriendo fosas y los hombres de Luperón cayendo por vías de la traición… Sigo enfermo. Indiana no viene a verme o sí, sí viene a verme. Estoy sorprendido. Le he dicho que la quiero y ella no lo cree. Me contesta una carta. Bien. Nos amamos. —Profesor, salga. Todo ha pasado.
El profesor había vuelto a esconderse con lo de los helicópteros.
—Seguimos la clase o parto con mi cáncer hacia otro lugar. —Hábleme de Dios.
—Bien. Dios es cero más infinito, menos Historia más eternidad ondulante.
—Dios es infinito y eternidad y cero, todo y nada, querrá decir.
—Exactamente.
—Debe irse, cerrarán las colmenas, profesor.
—No para quien puede ser un día otro Pericles convertido en cemento.
—Mi madre está triste.
—Usted recuerda demasiado.
—Me lo impone la amistad. Fui estudiante de Derecho. Indiana también. Terminamos juntos el amor pero no la carrera.
—Ella debe ser muy buena.
—Está soltera. Aún podría quererla. Pero la que dice ser mi esposa me lo prohibiría.
—Son otras quinientas. Adiós.
El profesor se ha ido. Me ha dejado solo. Es un ser sin entrañas. Me deja en mi más tierna edad, postrado en lecho de muerte, tengo una infección intestinal. Recuerdo vagamente a mi madre: el sabor amargo del Colargol. El terrible veneno de la penicilina recién inventada. Estoy sudando. El médico me envuelve en una sábana húmeda. Soy una momia. Vengo desde lo más profundo de las edades. Soy una momia babilónica, de la época de Semíramis. Una momia no puede morir. ¿Verdad Indiana?, una momia atraviesa los siglos, pase lo que pase. Es un ser hecho para la muerte, la vida ya no puede matarlo. Una momia. Eso soy en estos momentos. Los caramelos suben a mi boca como un hormiguero. Indiana me pasa las manos sobre la frente. Despierto y es mamá. Oigo fuera el billetero que grita sus números y veo esos números rebotar sobre la pared de mi cuarto. Estoy metido en un tiempo que no comprendo. Soy un hombre y un niño a la vez. Un animal y un ángel a la vez. Soy perro y hiena a la vez. Todo a la vez. Nada. Todo. Simple y complicado.
Menos cero. Oigo el piano de Indiana. Aprende dibujo, piano, soltería, soledad, ambición; lo aprende todo. Quizás no llegue a nada. Yo la despido con un beso y anoto en mi diario algo que no recuerdo o que recuerdo más de la cuenta: «Nos besamos 14 veces esta vez en el cine». Tierra al pasado… Camino lentamente hacia acá, hacia mi habitación; regreso del recuerdo, pero el recuerdo me hala como una cuerda que se hace más tensa cada vez.
Los caramelos.
Contrabandos y alcaloides.
Águilas y helicópteros.
Pantalones de tela azul para niños huérfanos.
Infecciones intestinales.
Pasta de dientes.
Caramelos «Zoo» con imágenes dentro. El camello me gustaba. Se salía de mis dedos y comenzaba a trotar por la avenida Mella. Yo lo perseguía. Se me escapaba. Indiana se quedaba mirando. Ella estudió Derecho y yo cordura… El camello corría, y de mi bolsillo comenzaban a salir los otros animales. Debí pegarlos en mi álbum antes de que esto sucediera. No me dio tiempo. Puercos, sabandijas, cobras venenosas, cascabeles, elefantes destrompados, peces que morían en seco, jirafas, jirafas, jirafas, todos salían de mis bolsillos y convertían la calle en una gran selva africana… De improviso, edificios convertidos en árboles; vitrinas convertidas en riachuelos; zapatos de exhibición que volvían a su antigua realidad de cuadrúpedos. Era un espectáculo hermoso el de los zapatos descosiéndose a sí mismos para luego unirse y formar la vaca o el buey de donde procedían. Vitrinas convertidas en cataratas. Vitrinas en saltos. Bastones convertidos en serpientes y carteras de mujer con las bocas llenas de dientes, queriéndose transformar en cocodrilos… Indiana corría asustada. Yo era el culpable y ella huía de mi lado. No he podido explicarle nunca que no fui el culpable de aquellas fiebres. No fui el culpable. Jamás lo he sido.
Quiero encontrarla y no puedo. Se nubla su figura y aparece mi madre con su mano torpe, y aparece la que dice ser mi esposa y espanta el recuerdo… Estoy aquí, allá, acullá, en la frontera de la fiebre y el espasmo… Estoy. Ser o estar es lo mismo. Calculen la distancia de una mosca que está a diez kilómetros y verán que es el infinito, sin embargo la luna, tan distante, está cerca de nosotros.
Mi hermano no fue enterrado. Lo tapiaron. Se convertirá en cemento o en flor, lo sé. Será famoso como Pericles o como Julio César. Sus cenizas hubieran penetrado en mis pulmones si se hubiera quemado en las montañas.
capítulo VI
E
s pescador y tiene los ojos azules. El mar se le ha ido metiendo en las pupilas. Hay un silencio de gaviotas desnudas en sus ojos. La vara que utiliza es de acero y nilón. Sobre su frente de aguarrás caminan larvas oscuras, parecidas a esos hombres que se vuelven de piedra en los desiertos. Las gaviotas tienen las manos temblorosas, como yo; algún día sus plumas vendrán a formar parte de mi almohada. Entonces yo sentiré aullidos de gaviotas en mi habitación…
Me desnudo, quedo en silencio…
Un silencio es una manera de acomodar la mente a la antipalabra. Durante este momento de silencio me voy sintiendo mejor. Nadie puede ahora hablar de mi locura. Mi pensamiento tiene un poco de lógica en sus entrañas como tiene la gallina corazón en las suyas.
Aún no he desayunado. Aún no sube la que dice ser mi esposa. Aún no sube mi madre, aún no sube el sol ni el polvo que se recuesta de los rayos del sol, formando en mi cuarto una cortina misteriosa de oro y estornudos.
Juan Ciprián tiene los ojos azules. Un fragor de espumas rodea su pupila. Mi cuarto, mi mesa de día, mis cuadros, mis estudios, mis salivazos ventana abajo, mi conciencia, mi dedicación
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al recuerdo, mi sombra paralizada por el viento, mi tragedia, giran en este cuarto junto a la voz de Juan. Las selvas de Las Manaclas tienen árboles de una calma feroz, capaces de devorar todo intento de pájaro, todo intento de ala, todo intento de pluma sonora en su follaje… ¿Cómo no habrían de devorar a mi hermano?… Un árbol debe sufrir ocultamente cuando la sangre de un hombre abona sus raíces. Un árbol es una especie de termómetro de mercurio rojizo que mide las respiraciones del universo. Juan Ciprián tiene una cuerda gruesa para pescar tiburones. Farina será parte de algún tiburón pescado por Ciprián… A la sombra de los tiburones en flor, a la sombra en flor de los tiburones, a la sombra en tiburones de la flor, a la flor en sombra de los tiburones, a la de los tiburones sombra en flor… ¡cuántas variantes puede aceptar un tiburón sobre el papel!, pero en el mar no hay variantes posibles, en el mar no existe más que un solo modo de ser para el tiburón: su ferocidad. Farina tiene los ojos enyodados, una columna de desgracias se alza desde el fondo del mar Caribe, tal y como el obelisco de Santo Domingo, donde los partidos políticos han puesto letreros imborrables que tal vez justifican su construcción… Juan Ciprián tiene el mismo nombre de Juan mi hermano; ambos lucharon contra los tiburones: uno en el mar, otro en la tierra… El viento vestido de caqui hace cabriolas sobre los campamentos…; El viento traidor de la cordillera. Vuelvo a quedarme en silencio, el silencio me ayuda y me complace…
Este silencio fue ínfimo, comparado con el anterior. Un silencio pequeño, como el que tuve que hacer anoche, cuando llegaron a mi habitación dos negritas vestidas con flores y un negrito con un turbante rojo sobre la cabeza reluciente… Me asustaron, comenzaron a saltar alrededor de mi cama; reculaba, espantada y paralítica –no tiene articulaciones como el codo nuestro, la rodilla nuestra o los tobillos nuestros– reculaba con miedo, y yo sobre la cama oía el ritmo de los tambores, un ritmo sordo, venido del mar o de la cordillera. Y los negritos y negritas bailaban junto a mí, cantaban en «patois» una canción conocida por mí, una canción antigua que yo había cantado no sé dónde. La hoguera la encendieron sobre mi cama, buscaron cuaba, resina, hojas y con cerillas encendieron la hoguera sobre mi propio ombligo que se fue haciendo cuadrado, luego estrellado, por fin espiral ascendente por donde subían todos mis gases intestinales. Bailaban y se me derretía el estómago. De pronto sentí placer, un placer profundo: ¡aquel calor junto a mi estómago y más abajo de mi estómago! Me tiré –la habitación llena de humo–, me tiré y comencé a bailar con ellos, entre sueños. Llamé a Juan Ciprián, él no vino, continué yo solo girando, girando, girando hasta volverme cuerdo… Hasta volverme cuerdo. Unos sudores fríos bajaban de mi ingle, creí que se me derretía el pene, pero no, los sudores formaban grandes charcos en el piso, el fuego no se apagaba. De pronto nuevos bailarines con hojas de palma sobre el sexo, nuevos bailarines. El agua subía en mi habitación. Los sudores eran muchos y se mezclaban en el piso. Eran muchos. El agua subía y ya chapoteábamos en un lodazal de sudores, en un pantano de sudores. El fuego de mi ombligo corrió hacia el techo e incendió el cielorraso, ya no se atrevía a navegar sobre los charcos de sudor, huía de la humedad. Los negritos saltaban y yo me fui tornando negro, oscuro, una mano de alquitrán y brea se posó sobre mis espaldas dejándome marcados sus cinco dedos; desde esa mancha comenzó a extenderse un manto de color sobre mi piel. El sudor subía en la habitación: medio metro de sudor como si se hubiera roto un grifo enorme que convirtiera mi cuarto en una piscina. Entonces vino Juan Ciprián. Vino Juan Ciprián con su vara; ni el cielorraso encendido, ni la cama cubierta de un mar de sudores le hicieron efecto. Sacó su vara y comenzó a pescar, allí impasible, impasible… Hice nuevamente silencio…
Los bailarines rompieron el silencio casi desde sus comienzos. Amaban su tambor y su localización de seres locos que me daban cordura. Juan Ciprián seguía pescando. De improviso el mar: ¡tiburones!, gritó alguien y se aplacó el sonido de los tambores, y las llamas del techo se extinguieron lentamente, mis compañeros de baile huyeron despavoridos por las rendijas de las ventanas y yo me subí sobre la mesa de día. El sudor comenzó a hacer oleajes, como un mar; apareció el primer cardumen de sardinas y tras ellas los robalos y jureles. Una cantidad enorme de robalos y jureles. Sobre mi lecho había yolas y canoas. Hombres armados de troncos gruesos golpeaban a los peces grandes por la cabeza, les aplanaban las cabezas, los dejaban de barrigas al sol –al sol que no sé cómo se instaló junto a Juan Ciprián–. Juan Ciprián no ponía atención a nada de aquello. Su vara estaba tendida y nada más. Solo se escuchaba el paf, pif, pof, de los pescadores golpeando los peces con sus remos. No me gustaba aquello. Estropearon mi fiesta. Utilizaban el sudor de nosotros para lograr sus ganancias. Como siempre, el sudor de los demás para las ganancias, la pesca de unos pocos en mar revuelto. Increpé a los pescadores.
—¡Malditos, váyanse, están en mi cuarto!
—Hijo de puta, ya nos vamos, estamos bien cargados, —contestó uno.
Este espacio en blanco es el silencio que hizo Juan Ciprián, quien prefirió no hablar. Otro grupo hizo un silencio similar al de Juan Ciprián. Un silencio conjunto que sumado sería más o menos así:
Los demás siguieron gritándose cosas. Yo no sabía qué hacer. Por fin se retiraron, sus yolas desaparecieron y sus canoas se fueron a pique. Juan Ciprián, mi amigo el pescador, decía que la marea estaba bajando. Aún su vara no había temblado.
De improviso un grito de alegría:
—¡Están picando!
—¡Están picando!
—¡Carajo, están picando!… Fueron tres gritos de alegría y si tachamos el primero habrían sido dos. De todos modos picaban. El oleaje se llenó de espuma negra, luego de sangre, luego de desperdicios… La vara se tensó, una vara de nilón y acero… Horas de lucha, horas de lucha… Por fin, junto al litoral izquierdo de mi cama, Juan Ciprián comenzó a halar el pez vencido por el cansancio.
—Es un tiburón, no tengo dudas —dijo.
—Bien, odio los tiburones…
—¿Odias los tiburones?, yo los amo, los he amado siempre. No importa que tengan chanclos y latas de aceite Esso en el estómago. Yo los he amado siempre, por eso los echo fuera del
mar…
—Es sudor.
—Es mar.
—Es sudor, es sudor, es sudor.
—En el sudor no puede haber tiburones.
—Bailamos mucho para hacer este charco de sudor.
—Entonces el sudor traía ya los huevos del tiburón, dentro de tu cuerpo hay tiburones pequeños que solo esperan el sudor para salir a la luz.
—No había pensado en eso.
—En el sudor de ustedes hay huevos de sardinas y de robalos y de jureles, puesto que los pescadores se llevaron muchos y por aquí se vieron robalos, sardinas y jureles.
Pensé que tal vez vendrían del piso de abajo del sótano de la casa. El mar no está lejos… tal vez por los tubos y cloacas, por los desaguaderos, tal vez vinieron por esa vía. Se escondieron durante años dentro de las rendijas y entre la madera podrida –como las cucarachas y liendres– y esperaron a que un día sudáramos este cuarto, para salir a la luz… Tiburones, no sé si se reproducen por huevos. Pero han debido esperar siglos. Esto solo sucede una vez en la vida. Una vez en la vida. Por las cloacas habrán venido, o quizás estaban ya dentro de nosotros… ¡Ellos, ellos los trajeron! Los bailarines los trajeron en la suela del zapato; pero no, estaban descalzos, por Dios, me vuelvo loco, estoy al borde de la locura…
Juan sigue luchando con su presa.
La luz del amanecer se hace cada vez más pesada.
Hay sombras al borde de la sábana, y el litoral de ventanas, cuadros, cortinas y escorpiones se hace más opaco.
Reptiles color saliva mastican pedazos de tabaco a la sombra de mi propio arrepentimiento.
Comienzo a sentir una tenaza sobre la ingle, una tenaza que tiene los dientes de goma, pero duele profundamente.
La cuerda.
La vara.
Juan Ciprián.
Tiburones.
El periódico:
«Un cuantioso contrabando de armas de fuego y proyectiles fue descubierto ayer al mediodía en un depósito de la Aduana de esta ciudad».
La enciclopedia:
«Alcaloide. Sustancia que forma parte de un grupo químico de principios básicos o alcalinos de origen vegetal, que forman sales con los ácidos».
Juan Ciprián sonríe, el pez casi está fuera del agua, del sudor. Es un tiburón enorme. Un tiburón con dos dientes de oro. Un tiburón con un parche en el ojo izquierdo. Un tiburón a lo pirata, cansado de contrabandear por los mares; un tiburón con alcaloides en su columna vertebral y en su estómago fermentoso.
Tiene rayas debajo del vientre. Tiburón rayado como un papel de contabilidad. Tiburón esponjoso, casi en estado de gestación… ¡No, no, no debemos abrirlo ahora!, se me llenaría la habitación de aceites y grasas… Abrámoslo en la playa… —Estamos en la playa.
—No, estamos en mi habitación.
—Estamos en la playa… ¿no ves allí el horizonte y aquí la muerte?
—Sí, es cierto, estamos en la playa, estamos frente a la muerte. Juan se acerca a nosotros –¿lo ves Ciprián?– Lo veo —Juan se acerca a nosotros y nos llama. Mira, aún tiene su uniforme verde olivo, aún tiene los dientes fuera y ríe sin quererlo. ¿Oyes?, es el himno de su partido el que cantan esas voces, el himno de partido, el himno con una fecha en el medio… ¡Mira! ahora se apea de la mula, viene hacia nosotros y el mar está entre nosotros y él… ¡Se hundirá!, ¡se está hundiendo!, lo pescaremos algún día, lo pescaremos como a este tiburón, ¿no crees Ciprián? –lo creo–, pescaremos un pez con uniforme. Un pez alcalino. Sin contrabandos, sin ácidos ni sales, sin control
remoto y sin necesidad de desovar… —¿Abrimos?
—Abre.
—¡No es posible!
—Todo es posible.
—¡Pero si es Farina!
—No la menciones, podría volver a suicidarse.
—Pero, ¿está viva?
—¡Sí, lleva un niño en los brazos!
—¡El niño robado!
—Es Farina.
—Quiero irme a mi cuarto.
—Estás en el mar y en tu cuarto y en la playa y en la locura, y en el cerro y en la llanura y en todas partes, eres Dios.
—¿Soy Dios, y cómo no me he dado cuenta?
—Yo me he dado cuenta.
—La inteligencia.
—No, la pesca.
—Farina dentro de un tiburón.
—Pero viva.
—Viva y muerta.
—Recién muerta y recién viva.
—A la izquierda de la muerte. —O a la derecha de la vida.
He vuelto a mi habitación. Quise estar en ella antes de que Farina despertara. Ahora está seca mi habitación. No quiero que vengan a bailar. Me descontrolo. Soy un pobre hombre lógico, sin sentido de la intuición. Comienza a dolerme la voz. En los ojos azules de Ciprián el mar vuelve a romper contra las rocas, sus pupilas están llenas de gaviotas que se lanzan contra la niña del ojo y le rompen la visión lejana del crepúsculo.
capítulo VII
H
ay una concavidad a la inversa en todo seno de mujer nadie puede negarlo somos seres anormales investidos de animalidad y considerados torpes por la mayoría de los dioses nada puede solazarse más que un ave perdida a toda velocidad sobre el espacio infinito seno la que dice ser mi esposa vino anoche yo no quiero que ponga junto a mis manos las suyas no quiero no quiero no quiero se me pudre el corazón cuando está junto a mí desde mi personalidad con límites surgen ríos inexplorados y selvas a veces conocidas y personajes impenetrables como los dioses de aníbal y de amílcar barca son seres sin respaldo alguno perseguidos por una fría sed de soledad que choca y precipita nuestro corazón juan no ha venido a verme mas no se parece a mis otros familiares desde que murió nadie lo ha visto alrededor de su ataúd sonaban las conversaciones quemándose en la mecha de las cuatro velas y mi madre lloraba mientras la vellonera del bar de la esquina lanzaba una música alegre por sus costados de metal juan fue bueno y yo no pude seguirle junto a su caja de muerto cada quien pensaba en lo que cada quien quería pensar yo miraba a las gentes unos reían otros lloraban los más se quedaban silenciosos como si fuera cierto que la muerte de juan hubiese afectado a tantos y tantos.
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Hay una concavidad a la inversa en toda montaña en todo asomo de montaña por debajo de los ríos corren senos enormes y violados y arrepentidos de amamantar y llenos de púas como perchas vacías son senos cuasi-silentes senos amarillos verdes rojos arcoíris de senos rutilantes una nube los moja constantemente una nube rosada como cualquier gota de sangre adulterada por los que siempre adulteran y siembran de terror las pobres camas de los pobres que nunca jamás regresarán de ese mundo mísero donde los hemos puesto para olvidarnos de que su dolor obedece a una bala de ametralladora que no fue lanzada a tiempo y que no dio en el blanco donde debió dar cuando las insurrecciones eran el pan cotidiano y los hombres morían con el solo recuerdo de un suspiro entre los labios rojiazules.
senos cosenos seno verso conseno aprendiz de marinería de buque y de soledad aprendiz de gaviota de mar de tiburón y de sardinas carduminada aprendiz de locomotora errante con humo y vagones retrógrados humo y vagones volviendo hacia atrás hacia lo pasado incapaz de ir contra los muros del porvenir locomotoras de los pueblos locomotoras loca de motor de tanto morder los hierros que la empujan qué locura terrible la mía siento picadas de mosquitos y de hierbas y de espíritus malignos que circundan mi soledad de hombre destrozado nadie sabe hasta dónde tiene cabida el dolor nadie sabe que cuando un niño reza se abre las venas en contra de la divinidad los dioses no saben ya de sacrificios ni de bosques ni de guerrillas inventaron el helicóptero el submarino y las bombas de hidrógeno inventaron la metamorfosis del trueno en tragedia trueno y miles muertes trueno y miles de heridos trueno trueno nadie pretende conocer a fondo los sentimientos del trueno nadie lo pretende pero en el fondo un trueno tiene iglesias derrumbadas hace siglos y tiene prostíbulos al norte del rhin y tiene mujerzuelas que besan y se desnudan por solo dos monedas de cobre y tiene aviones y radares y la real fuerza aérea de la gran bretaña defendiéndose del asalto alemán y tiene árabes en un
Los ángeles de hueso 115
argel de fuego y sangre y tiene soldados vietnamitas abriéndose las venas junto al arroyo y tiene tantas cosas las dos de la tarde y solo ella ha venido a verme a darme ese maldito abrazo de siempre la odio desde no sé cuándo desde el inicio infeliz del mundo cuando el buzo que era Adán rebuscó los escondrijos de las aguas infectas hasta dar con el tesoro de eva o de ruth o de rebeca el tesoro que todas llevan en las entrañas oscuras el tesoro de la tragedia la soleada calle tiene hollín en las alcantarillas y el humo no asciende es una lluvia que cae y se revuelca en el piso de las farmacias y conventos de las aulas y minaretes de las escuelas y palacios…
La luz, se hace la luz, estoy casi ciego, veo mejor, no he podido con mi cerebro en las últimas horas. Ahora comienzo a ver el horizonte. Son senos lejanos, montañas que se llenan de gris para dar comienzo a la fiesta del silencio.
Me pudro constantemente en la marisma de mis propios pensamientos. Saltan desde mi lengua serpientes y escorpiones. La luz los recorta sobre las paredes sumisas y pendencieras. El mundo no es tal y como lo ven los demás, es como lo veo yo mismo: hay un tercer ojo que mira por encima del tacto y de las uñas, un ojo grande que quizás está sujeto a nuestro ombligo, a las chacras de nuestro cuerpo (7), siete chacras, a las líneas de nuestro cerebro.
Viene ella, nuevamente ella, la recuerdo lejana, como un tronco que boga corriente abajo, corriente hacia la muerte, corriente al infierno. Me toca con sus dedos suaves, con su voz suave, me martiriza, no quiero recordar. No. Mis fiebres, mis antiguas fiebres, los bomberos, los niños encueros junto a las alcantarillas y bajo los caños en las mañanas de lluvia. Agua sucia que corre ciudad abajo. Niños que se vacunan contra todas las epidemias con solo meter un pie en las aguas sucias de tuberculosis, tifus y leucemia.
Viene ella. El pino lejano de mi infancia se mueve al compás del viento. Un pino que canta. Un pino que dice adiós a los barcos que perforan con sus chimeneas el horizonte. El pino vivía frente a ella. La que dice ser mi esposa tal vez es ella. La que dice ser mi esposa puede ser ella. ¡Qué grandioso sería descubrirlo!, ¡cuánta alegría recorrería entonces mi corazón!
La oigo. Vuelvo a cerrar los ojos. Me besa, me acaricia, me llama por mi nombre. Casi siento afecto por ella. Nadie, nadie me ha dicho que la desprecie. Casi siento afecto por ella…
No, no, sombras y desperdicios me producen raros eczemas en los pies y en las manos, son como pústulas sangrientas que me horrorizan; ¡quítenla de mi lado, no las soporto!, ¡fuera de mi lado!, sufro, sufro, sufro…
Vuelve la luz de nuevo. Vuelve la luz. Ella se ha ido. Ella se ha marchado.
El profesor viene con su cáncer, y Juan, también Ciprián, y Farina, todos, hasta mis monstruos de barro están junto a mí. Hablan. Maldicen, sufren. Oigo la música de Nexus. Es Nexus nuevamente.
capítulo VIII
S
angridad y santidad son palabras parecidas: cada una tiene dentro mucho de tragedia. Por mares de sangridad se llega al triunfo. En estado de sangridad murió Juan. No
hay montañas que hayan podido con su grandeza.
Mis pies, desde ayer, han comenzado a resbalar cada vez que intento trasladarme de uno a otro lugar. Hoy viene el médico. Un médico de asbesto-cemento, construido por el gobierno o por la universidad: lo mismo da. Un médico con balas en el cinturón. Un siquiatra con obús para obligarme a confesar lo que ahora confieso sin obús… Las plumas de mi almohada ríen a carcajadas, grandes risotadas blancas, sinuosas, se elevan espiritualmente desde mi lecho; las plumas hembras se quedan algo silenciosas; ahora comienzan a reír…
Mis pies resbalan. En Nueva York vi una vez los patines sobre el hielo. No los necesito. Solo tengo que impulsarme para salir disparado sobre la superficie de todos los objetos: resbalo –mejor patino– sobre los vasos, sobre la mesa de día, sobre las paredes, sobre el techo, sobre todas partes. Soy un genio del patinamiento, del resbalamiento. Desde ayer ando resbalando sobre las cosas. Siento que resbalo sobre el mundo.
Resbalo…
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Aquí está el doctor. Siento sus pasos: los conozco. Hago como si estuviese dormido:
—¿Cómo sigue el enfermo?
La voz de mamá.
—Empeora.
Empeoro. Es lo único que sabe decir. No comprenden que soy un ser más normal que los demás y que por eso parezco anormal. No comprenden nada. La incomprensión es un gusano de seda que cubre de suavidad el corazón de los ignorantes.
—No creo que duerma. Se hace el dormido.
Maldito médico. No permite que una persona honesta se decida a fingir. Abro los ojos y lo veo sobre mí, como un platillo volador que girara sobre mi cama. Sus arrugas, sus manos hediondas a cloroformo y descargas eléctricas, sus lentes amarillos y sucios, y su voz cuadriculada como un papel logarítmico… Me mira, voy hacia la ventana, trato de huirle.
—Se volverá rabioso, doctor, hoy no está calmado, le sentí gritar desde la madrugada.
Mentiras de mi madre. Hoy no he gritado. Nunca grito… Lo hace para salvarme de las garras militares del doctor. Este abandona su objetivo, se retira, va hacia la retaguardia, volverá por sus fueros, volverá para darme muerte con sus agujas, con sus sueros, con sus hemorragias de palabras…
La que dice ser mi mujer no ha subido. Hoy tiene miedo de verme. Ella –estoy seguro– se ha entregado al doctor. Para mí el doctor es un ser viejo y sin importancia… (ahora bajan mi madre y el doctor) para ella es un hombre joven, de bello aspecto… Quizás…
Anoche soñé que la sangre salía a chorros de mi corazón y se elevaba por los cerros, como un crepúsculo líquido que luego caía en avalanchas rojizas, ya convertida en piedra de desfiladero, en tormentoso y horripilante trayecto…
Sueños. Uno se eleva y ve desde arriba, desde el cielorraso su propio cuerpo tendido. Uno comienza a subir, a elevarse
Los ángeles de hueso 119
y ve debajo la ciudad, con sus pararrayos y cordeles, con sus ropas tendidas al sol o a la luna. Con su mísera personalidad.
Uno se eleva. Es más ligero que el aire y que la luz, más ligero que la electricidad, más ligero que el relámpago. Ve el mundo debajo, ve uno tendido en su cama, allá, en la inconmensurable sima del mundo. Desde el ombligo que reposa en el centro de nuestra cama sale un chorro largo de luz que se une a nosotros como una soga que a medida que se asciende se afina sin llegar a quebrarse. Una soga inmortal. Imagínome papalote, chichigua, cajón, imagínome cosa que vuela sostenida por alguna mano que es incapaz de hacerme girar en las alturas… ¿Dónde voy?, donde quiera, la China, a la India, al Cairo, a París, a Lucerna, a Nueva York. Veo desde arriba los lamasterios perdidos en el fondo de las grutas, penetro en ellos y converso con hombres calvos y profundamente académicos; estoy loco, ahora sí que lo estoy; debajo están las pirámides, rascacielos triangulares para enterrar objetos antiguos. Veo el faraón, corre sobre un coche imaginario llevado por dos caballos… Está casi desnudo y unas mujeres le miran. De improviso desciendo vertiginosamente y voy hasta el fondo de la gran pirámide, me olvido del mar, de Juan, de Farina, de los ahogados y de las olas sucias rompiendo sobre las arenas de la playa, me olvido de todo y caigo hacia el precipicio oscuro que se encuentra en el fondo de la pirámide; desciendo con rapidez, con una velocidad espantosa y fatal. Al fin me detengo. He caído, siento agua a mi alrededor, agua que fluye rápidamente, con valor inenarrable, agua que cura, agua que no aburre jamás. Miro hacia todos los ángulos y no encuentro luz alguna. Estoy perdido, jamás debí descender, jamás debí llegar hasta el fondo de la gran pirámide. De pronto veo una luz, una luz rojiza, es como una estrella que quiere enseñarme el camino. Comienzo a seguirla: escaleras, sótanos, profundos laberintos, montañas de cadáveres, serpientes, sótanos de nuevo, soledades, mujeres con gritos envueltos en pañales, mujeres con protestas entre los dedos, mujeres cargando cubos de tragedia desde los arroyuelos que están en el fondo. Sigo la luz, a medida que ascendemos se va haciendo más clara, más elemental, más guiadora. Una luz como de brillante rubí. Ahora veo mejor, la luz sale exactamente desde la frente de un hombre vestido con túnicas blancas. Parece un minero prehistórico. La luz es el broche de un turbante que remata en la frente. Salimos por fin. Estamos sobre la arena amarillenta y eterna. Me acerco y veo el rostro del hombre cuya luz me ha guiado hacia la superficie del desierto: ¡es Juan!: es Juan. Mi hermano Juan… Sonríe. Me dice adiós. Vuelvo a elevarme. No he logrado que me siga, estaremos separados para siempre… Él murió en las montañas y busca las pirámides para no desaparecer del todo… Juan. Era Juan.
Nueva York, desde arriba, parece un puerco espín enorme. Puntas, puntas, puntas, formidables puntas. Lucerna un diamante. París una brasa. Caigo en las montañas de Manaclas, ruedo, árboles y campesinos me ayudan a levantarme. El doctor se ha ido. Hoy no hubo examen. He quedado en estado de sangridad de nuevo. Mañana será otro día.
capítulo IX
U
na tumba es como una residencia, como un posible edificio de apartamientos detenido en el embrión de sí mismo. Aquellos que han bajado a la tumba, los que conocen el sonido de las selvas que viven dentro de cada niño, no podrán jamás olvidar el perfume de la muerte.
¿He muerto alguna vez?… No sé, me parece que sí. Más de una vez he muerto. Primero pastor en las tierras de Arcadia, pastor y patriarca. Luego tribuno en épocas de Roma. Antes jefe de religión cuando las tribus negras dominaban el mundo y acosaban a los blancos apenas nacidos en Europa. Después, no recuerdo nada más.
Una tumba es un depósito turístico, un hotel para el mortal. Habitación número 10 o 12, no importa. Usted llama y el muerto responde desde las profundidades de mundos por nosotros desconocidos.
A Juan lo pusieron en la tumba y muchos lloraron su atiesamiento y sus balazos.
El cementerio, como un brillante transparente, producía calor en la concurrencia amarga que allí pululaba. En las paredes del cementerio, por falta de espacio, tumbas como panales con desgracia adentro, con la miel de la muerte dentro, con la dulzura de la muerte adentro, con la reina de la muerte dentro, con los zánganos –pobres muertos– dentro.
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Una tumba es un microscopio. Al través de ella el mundo se amplía, toma fuerzas y tamaños nuevos que luego, cuando el tiempo ha pasado, se reducen a nada. A polvo de inconstancia. Cuando enterraron a Juan todos lloraban insistentemente. Yo había quedado en silencio. Por la boca de un amigo de Juan, desconocido para mí, salió un panegírico plagado de ridiculeces: la patria te salvará, quedarás en nuestros corazones para siempre, etcétera, etcétera.
Mamá estaba casi muerta. Tenía los ojos perdidos y nuestros amigos miraban hacia el infinito para no verle el rostro, para no mirarla a los ojos y demostrar que todo su dolor era fingido.
Por fin colocaron la caja en la colmena. Era pequeña, tenía poco peso. Los demás muertos comenzaron a zumbar. Era como si el sonido del mar se hubiera rebelado contra los hombres en medio de un cementerio. Era como si la vida se hubiese convertido de repente en una gran fábrica de ruidos zumbadores. Como si la sangre aumentara el volumen de su circulación traspasando con su ruido colorado las venas y arterias. Un sonido de mar, y dentro de ese sonido, tiburones enormes, grandes estrellas de mar rosadas, condecoraciones con forma de algas o algas con forma de condecoraciones, hipocampos gigantes, capaces de llevar en sus ancas un guerrillero.
El zumbido aumentó y desde las colmenas comenzaron a salir los muertos ¡pobres muertos alados!, y comenzaron a girar sobre nosotros en el preciso momento del enterramiento. Giraron. Muertos descarnados. Esqueletos con alas, trozos de carne en descomposición con apariencias de ángeles. Giraron mientras la pequeña caja de Juan entraba en el nicho, en la colmena. Yo esperaba ver a Juan salir de allí también volando. Esperaba su dulce resurrección colmenada, pero no, no, se quedó profundamente muerto, valientemente muerto.
Después supe que un muerto debe aprender a zumbar y a volar, y realizar cabriola sobre los campanarios. Un muerto es un ignorante. Cuando llegamos a la vida somos ignorantes, así, cuando arribamos a la muerte también lo somos y debemos
Los ángeles de hueso 123
entonces empezar de nuevo. Un muerto inteligente debe aprender a hablar, a gesticular, a penetrar las paredes, a zumbar como las abejas, a escuchar sin abrir el oído. A sufrir de otro modo.
Salimos del cementerio. Mi madre estaba destrozada. Luego no recuerdo muchas cosas. Esa noche mis sueños comenzaron a penetrarme de tal modo que comprendí la realidad que hay más allá de la almohada y de la tumba. Comencé por ver los pequeños dioses del vino. La botella estaba sobre mi mesa de día, un animal hecho de humo y colores brillantes la destapaba e introducía el hocico y se emborrachaba con solo oler aquello. Un animal con extraña forma. Rabo de conejo, hocico de puerco hormiguero, patas de gallina acorralada, plumaje de ganso, orejas humanas y lengua de serpiente ennegrecida por el uso.
Luego vi otras cosas. Sillas volando, sillas multiplicándose por los aires de mi habitación, por los universos de mi habitación, sillas conscientes, con pensamientos de madera y sangre de polen fracasado. Yo veía un mundo de colores a su alrededor. Un mundo que giraba alrededor de las sillas e iba tomando sus formas, e iba penetrándose hasta hacerlas vivas, sensibles como cualquiera lagartija u hoja de helecho.
Desde ese día el ombligo me crece por las noches y se afina al elevarse hacia las estrellas. Desde ese día comprendo peor las cosas. Nadie entiende mis profundos misterios de animal encerrado en mí mismo.
Es natural que la luna me rechace y que los astros profundos de la noche no quieran mi presencia en el día. Se esconden para mí en el día, están muertos en el día. Yo pienso en el sol y creo que me hace bien pensar en él, creo que cada vez que lo hago sus rayos me penetran el alma y me ayudan a subsistir; de lo contrario, sería un hombre muerto en plena actividad vital.
En algún lugar del espacio mis pensamientos tomarán la forma con que los invisto. De eso no tengo duda, como no dudo que Juan murió con la carabina descargada. En algún lugar de no sé dónde, lo que pienso se ha de convertir en realidad: si pienso en una casa habrá una casa, si pienso en vino habrá vino, si pienso en panes y peces habrá panes y peces, si pienso en animales sagrados habrá animales sagrados, si pienso en selvas inventadas por mí, con animales inventados por mí, con lianas y mosquitos inventados por mí, habrá eso y más. Mañana, mañana crearé con mi pensamiento ese mundo del que hablo y entraré en él para dominar esa grey doliente que mi pecho ama sin conocer.
Juan fue puesto en su colmena. Se llama la tumba. Se llama el depósito, se llama el almacén, se llama el cuarto de despejo, se llama de muchas maneras, todo depende de quién mencione su contenido.
He dormido bien. Ha pasado la noche sin que lograra hacer el mundo que pretendo.
He vuelto a dormir. Una noche es más corta que el silencio siempre y cuando no tenga nada con qué soñar.
He vuelto a dormir. Hoy he comenzado a crear el mundo que pretendo. Primero pensé en la selva. Vi el conjunto de árboles que la constituyen. Fui creando hoja por hoja, durante toda la noche, el modelo de árbol que necesito. Por fin, cerca de la madrugada, estuvo terminado, lo demás fue fácil, pensé en una cifra que el hombre no pudiera calcular y que las máquinas electrónicas no llegaran a medir y multipliqué mi árbol inicial por esa cifra. De improviso mi pensamiento se pobló de lianas, hojas, arroyuelos y ríos. El bosque trae las aguas y las aguas traen los peces y los peces atraen al pescador, de modo que Juan Ciprián también apareció en mi pensamiento con su vara en la mano, y casi me clava con su vara los confines del cerebro. Pero no quería ver a Juan Ciprián.
Después de asegurarme que mi creación era buena, puse el primer pie en la selva y no oí el chirrido de los monos, ni
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escuché ninguna canción de ave, ni sentí el canto de los árboles porque el viento aún no existía.
Y decidí no crear el viento. El viento traicionó a mi hermano en las montañas. Un viento con charreteras, con medallas ganadas a base de delación y crimen, con botas de guardacampestre y corazón de general trujillista. Un viento maldito. Decidí no crearlo. No quería ver mi selva traicionada. Era entonces –luego de mi decisión– una selva abierta al infinito, donde nada se movía, todo era estable, todo tenía esa estabilidad profunda de las cosas inmóviles. Todo era paz allí.
Puse el pie a orillas del riachuelo y los peces salieron a recibirme. Uno tenía en las manos una bayoneta llena de limo. El crimen había muerto en las aguas del río. El río cubría con su limo de minutos la criminalidad y la desechaba para siempre.
Caminé y caminé y la noche no venía. Dicen que la luna cabalga sobre las crines del viento y no había viento, no había luna. De improviso el sol, cansado de esperar la noche, se desplomó en medio de la selva. Se desplomó con algarabía de guerrero herido en el costado y en la duda. Se desplomó y su fuego comenzó a chisporrotear en la parte norte de mi bosque, allá, en lo profundo de la selva se veía la humareda del sol caído. La luna no salía, y como ya el sol había descendido violentamente sobre las hojas, se hizo la noche y solo la luminosa estela del sol que encendía las enredaderas lejanas iluminaba de tragedia mi creación.
Sentí un calor enorme. El fuego resecaba las hojas y lianas. Los peces saltaban del cauce de los ríos y morían a poca distancia de la orilla. Pronto el agua comenzó a hervir en todos los arroyos y cursos, y los peces salcochados salieron a flote, listos para un banquete trágico, desazonados, faltos de sal, desabridos y sin gustosos pimientos. El sol siguió haciendo arder los bosques y yo mismo tuve que huir del lugar que había creado. El pensamiento aún me suena por dentro como un grillo encendido en medio de la noche. Oigo chirridos, sé que todo se quema en esa parte del espacio donde los pensamientos se convierten en verdades. No me atrevo a regresar, pero me miro las plantas de los pies y veo quemaduras profundas en ellas. Tengo sed, tengo sueño, tengo dolores, tengo el corazón deshecho. Diez minutos de creación mental humana pueden ser un universo de siglos para una bacteria que solo es capaz de vivir milésimas de segundo.
Entorno los ojos. Ahora hay nuevas tumbas en mi corazón. Nuevos zumbidos y una luz tenue que quiere llevarme hacia las grutas del reposo.
capítulo X
L
a sombra de los generales llena de automóviles las calles. Automóviles grises, azules, cargados de amor y melodía.
Desde la profundidad de mi tragedia salen los generales cargados de medallas. Cuánto trabajo cuesta encontrar un empleo. Cuánto trabajo cuesta vivir, especialmente cuando se ha vivido en contra de todos y de todo.
Debajo de cada llanta, la cabeza masacrada de Juan; debajo de cada farol, debajo de cada silencio, debajo de cada As, debajo de cada todo. Por el lomo del silencio caminan hormigas pequeñas que viven en la cuenca de los ojos de algún cadáver. Las mismas que se comieron el corazón, los pulmones, las hemorragias, el aparato intestinal de Juan. Por los caminos del pecho veo a Farina, veo al profesor, veo a Ciprián, presiento negros escualos al acecho de mi voz. Debajo de cada sombría sinceridad salen a relucir los dientes de la duda. Hoy no tengo nada que contar y sin embargo las palabras se sueltan del redil para ir a las calles de la ciudad. Las palabras se libertan, se hacen dueñas de mi modo de ser y las digo porque sí, porque quiero que ellas se dispersen por el mundo como mariposas de ilusión clara y sencilla: la de la resurrección de Juan.
Las ametralladoras, los cañones, el ritmo mortal y paralizante de los aviones, todo está de acuerdo con mi conciencia llena de humo, leyes, martirologios y presentimientos. De cada
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palabra inerme surgen bosques y marismas; yo invento palabras para observar el paisaje que tienen dentro. Yo invento palabras como automóviles, palabras con freno, con cilindros, con bujías, con engranajes. Yo invento palabras que no tienen significado y que pueden ser interpretadas solo por su sonido. Yo invento palabras: chocolatería, mestenente, portiparaico, minúsnalgo.
¿Quién conoce el significado de estos ritmos sonoros? Solo Juan, solo las ametralladoras del gobierno pueden decir la verdad en estos ritmos inventados. Una palabra es como un automóvil: se usa en caso necesario, se frena en caso necesario, se engrasa en caso necesario, se vende o se arrienda en caso necesario. Una palabra es como un condenado a muerte: se indulta en caso de necesidad, se confiesa en caso de necesidad, se fusila en caso de necesidad, se hace mártir, héroe o cosa parecida en caso de necesidad.
Nexus 16. Hoy zumba en mi cabeza ambivacía el ritmo paracrónico de Nexus. Flautas, oboes, violines, pergaminos viejos, sillas recién construidas, armarios flotantes, viajes, buques envueltos en papel de celofán, cucarachas paridas. Todo gira con la música de Nexus. Todo vive con la música de Nexus. Todo se hace nuevo con la música de Nexus. Camino por dentro de mí mismo para ver, para observar la marcial bienvenida que el sueño da a los excrementos arrojados por el cerebro allá en los arrecifes de la duda metódica.
¡Déjenme ver el mundo, malditos! Cuántas veces he gritado esta misma frase. Cuántas veces he sufrido este mismo martirio. No me dejan ver el mundo; me encierran entre paredes blancas, entre paredes de vidrio esmerilado, con ratones que sueñan con pequeños monstruos, con ratones de material plástico y miseria, con ratones hechos de corbatas desechadas y chalecos roídos por el tiempo. ¿Qué puedo escuchar aquí? A veces el ruido del mar. A veces el ruido del mal. A veces el ruido de la imbecilidad con forma de médico, o el de la bondad incomprensible con forma de madre.
Los ángeles de hueso 129
Hoy siento más que nunca el ruido de los automóviles. El rugir de estas máquinas infernales, llenas de vidrios hipócritas y de gasolina traicionera.
Un automóvil trajo el cadáver de Juan. Un automóvil trajo sus restos quemados y agujereados en Manaclas; Juan era guerrillero, Juan era valiente y nadie quiere saber de la valentía.
Por los caminos de Santo Domingo, cuando la noche es bien oscura, aparecen los automóviles. Recuerdo que son como huevos de amor empollando a orillas de la carretera. Dentro vive la miseria del mundo. Dentro vive la intranquilidad del sexo. Caminar junto a la carretera en altas horas de la noche es caminar rumbo al hechizo y a la maledicencia. Caminar a orillas del grito que te lanzan los enamorados, los que se burlan de ti, porque no tienes nada, porque eres un cualquiera, un pobre tipo que ha perdido a su hermano en guerras sin sentido para los asesinos.
Automóviles, automóviles: mientras más decadente es una sociedad mayor número de automóviles se agrupa en torno a ella. Es la decadencia de ocho cilindros, la de seis, la de cuatro, la de tres, la decadencia Cadillac, o Ford, la decadencia Ferrari o Masseratti, la decadencia con chófer y llantas de banda blanca.
En un automóvil trajeron a Juan. Era la decadencia con la muerte dentro: ¿se habrá visto cosa igual en mucho tiempo?… Los muertos no tienen otra alternativa que la del silencio. Los locos no tienen más silencio que la palabra deshilada, la palabra que no tiene sentido más que para aquellos que quieren encontrar algún sentido.
Farina, Juan, Ciprián, el profesor de álgebra, el amigo de mi padre, Damián, todos ladran a la luna en noches en que la luna se oculta. ¿Por qué lo hacen?, pues porque son sinceros, creen en la sinceridad del universo, no creen ya en las colmenas cementeriales, no creen en las tarjas inmemoriales, saben que en los cementerios el hombre paga boca arriba todo lo que en la tierra hizo boca abajo. Son ciudades horizontales los cementerios; la ciudad de los tendidos, de los acostados, la de los que han decidido su futuro en límites de horizontalidad.
Oigo el ruido sordo de mil automóviles, de dos mil, de un millón. Cantan a coro alguna parodia de salmo. Davides de alguna religión que comenzará luego, los automóviles cubren el silencio con sus trompetas malditas. La religión de la gasolina, la religión del caucho sintético, la religión de la electricidad y de la ignición, la religión del llanto y del frenazo bajo el cual una vida se convierte en mierda, en sangre, en intestino abierto para siempre. La cornada fatal de un automóvil es más peligrosa que la del peor de los toros. Es la cornada venenosa de los ocho cilindros, del embrague, de los faroles amarillos y rojos, la cornada venenosa del parabrisas aristocrático y transparente. Todo se confabula en cada automóvil y él, por entero, es culpable de sus asesinatos. Interroga cada pieza, interroga cada tornillo, cada cinta metálica y sabrás que un automóvil es culpable por entero de sus partes. Es cierto, cada tornillo, cada goma, cada partícula de gasolina acepta su culpabilidad sin protestar. Pero, ¿sucede así con los militares?… El ejército te mata y luego no sabes qué parte del ejército te ha matado; ninguno tiene la culpa todos son inocentes, jamás uno te dirá «yo he sido». El ejército es como un automóvil, pero sus piezas no tienen conciencia, trabajan sin comprender lo que hace o comprendiéndolo demasiado. El ejército es como un automóvil: venenoso en todas sus piezas, venenoso. Tiene cuernos, enormes cuernos que sus oficiales soportan silenciosos con tal de ascender más cada día. De modo que como el toro y como el automóvil, el ejército es peligroso, porque su veneno está en la bayoneta, y está en el marido burlado, y en el que aprende a ser contrabandista por delincuencia formidable, y en el que quiere, ser el que más puede a costa de los que pueden menos.
Odio los automóviles. Odio el toro. Odio el ejército. Hombres con forma de toro mataron a Juan en Manaclas, hombres con forma de automóvil, con uniforme de general, con medallas oxidadas por el uso indebido; hombres frustrados en
Los ángeles de hueso 131
su profunda soledad de humanos. Odio todo cuanto haga ruido y todo cuanto levante muerte en los caminos. El automóvil, el toro, su torero, el general con cuernos y birrete hijo de puta graduado en la delincuencia y el terror consuetudinarios.
Acostadas partículas de todo. Acostadas partículas de muerte, acostadas partículas de explosiones. Acostadas partículas de solidaridad. Cuando a Juan lo trajeron tenía los dientes fuera, como un perro; tenía los dientes fuera. Pedazos de plomo colgaban de su corazón; pedazos de violencia colgaban de su lengua podrida. Varios días enterrado por el hecho de haber reclamado la libertad. Y esperaron matarlo para darle luego sepultura. Un héroe –mi hermano el héroe–, un héroe se entierra vivo, de modo que pueda desde el fondo de la tierra gritar sus ideales, abrirse paso hacia la superficie como una planta libertaria. Pero no. No. Tuvieron que darle muerte para enterrarlo luego. Tuvieron que cerciorarse de que la horizontalidad vulgar de todos los muertos era suficiente para que él callara, para que hiciera el silencio conveniente. El silencio que necesita la delincuencia para sobrevivir.
El viento de la montaña, amigo del automóvil; compañero del toro y del general; el viento celestino, lleva y trae, el viento chismoso de la cordillera, el viento con influencia de delator innato, hizo la denuncia una tarde. Y fueron rodeados, y masacrados, y quemados luego con gasolina, y quemados… y hasta enterrados. Se escucharon los disparos; los campesinos al principio tuvieron miedo de hablar. Luego –alimentados por el dinero y la promesa– dijeron cómo había ocurrido todo. Los campesinos sabían que el viento los traicionaría.
—No se líen con el viento, el viento es traicionero. Naide que haya tenío lío con el viento ha salío parao.
Los campesinos sabían que todo era posible. Tenían su rancho sucio y mugroso cerca de donde acampaba el viento de la cordillera. Lo conocían, el viento delator, el viento maledicente, capaz de ordeñar una perra con el fin de matar a los cachorros de hambre. Juan y los demás eran como cachorros; Juan y los demás no tuvieron leche, porque vino el viento y le robó a la cordillera, a la ubre de la cordillera, su mejor alimento. Y allí quedaron a merced de armas inservibles y de un viento traidor. Allí quedaron. Luego vino la muerte. Todos sabemos cómo fue aquello de la muerte.
He dejado de escuchar el ruido de los automóviles. Ahora miles de arañas, miles de tarántulas caminan hacia mis habitaciones. Un ejército de tarántulas condecoradas; la cruz ganada, las órdenes del generalísimo Trujillo, las insignias de Mussolini; un ejército de tarántulas con gorras rameadas y cuerpos de atletas fracasados; cuerpos redondos como granadas, cuerpos listos a estallar como los pilotos suicidas del Japón; cuerpos listos a sacrificar sus condecoraciones por una veleidad de potencias lejanas; por potencias situadas en el Norte, en el Sur y en el Oeste. Ellas dicen: ¡fusilen!, y sale el tiro mortal para los que tienen ideales. Ellas dicen ¡bombardeen!, y las tarántulas responden que sí, que harán todo lo que los señores rubios manden, con tal de que venga la ayuda económica, con tal de que los amigos rubios del Norte, del Oeste y del Sur, tengan una buena impresión de que se asesina a bajo costo y sin ninguna propaganda.
Las tarántulas vienen a son de bando; marcan el ritmo de una marcha inglesa. Un dos, un dos, un dos… ¡Qué bien marchan las tarántulas!, sus pelos se mueven al ritmo del tambor. Qué bien lo hacen. Qué facilidad para sus amos, los tarantuleros del Norte.
capítulo XI
E
l cerebro gira como un parabrisas cuadriculado por un golpe violento. Suben interioridades inmediatas a cada arteria, llenando el corazón de una soledad invisible;
invisible como esos puertos que se pierden tras la bruma; brumosa como esos inviernos terribles que hacen caer las hojas amarillas; amarillenta como el espacio que deja la naranja luego de madurarse en el árbol más imposible; imposibilitada, como un pobre pordiosero que hace pininos para conseguir la limosna que su necesidad proyecta indecorosamente; indecorosa, como esas mujeres que salen desnudas y entran en mi habitación con el solo fin de poseerme descaradamente; descarada, igual que esos hijos de perra no saben fingir.
La cabeza; comienzo a sentir la cabeza, ese monstruo infernal y recubierto de pelos; ese monstruo angelical y cubierto de ideas. No preguntemos nada a nadie. No digamos nada a nadie. Los niños suben desde la escuela y vienen a mí –palomas inseguras–, vienen a mí desde el pasado o desde el futuro. Juan entre ellos; lleva el pantalón azul marino sobre las rodillas, yo le sigo de cerca, admiro su valentía, admiro su poder para convencer a los demás. Por mi ombligo desesperante, sito en la parte norte de mi cuerpo (o en la oeste), bajan hormigas color café, hormigas disfrazadas de agentes policiales secretos. Me recorren luego el cuerpo en busca de Juan. Yo soy parte de
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Juan, pero ellas lo ignoran. Yo soy parte de Juan aunque él no sea parte de mí. Aunque cuando me negara a ir a Manaclas, en la guerrilla contra el gobierno, me llamara cobarde… El pelo gris de papá. No sé. Acaso no tengo padre. Acaso no tengo madre. Tal vez nací de un montón de excrementos dejado por algún burro en el camino de un campo cualquiera. Hay hombres que emergen desde el fondo de la insalubridad para instalarse en el poder. El caso del actual presidente. ¿Quién lo dudaría? Los americanos dijeron que él, el actual presidente, tendría que ser el presidente luego de un golpe de Estado. Y lo fue. ¿Quién puede más que los americanos?… La sombra de las cortinas hace cabriolas amarillas junto a la ventana. Es una sombra larga, como aquella de los poetas que se enamoran de sus hermanas. Una sombra profundamente larga o largamente profunda; una sombra donde las perspectivas se pierden definitivamente, ahogadas en la sonora metralla de la noche estrellada. Nadie piensa que un lucero es un cañón que vomita fuegos fatuos. Nadie comprende que la soledad de un hombre tiene alma de lucero. Por las noches y en el día, al través del cielorraso veo las estrellas y conozco de sus colores y de sus quejas. Existe un profundo sentimiento de inferioridad en cada estrella. Mi madre es hija de una estrella, y el niño Jesús. Juan, con su pantalón corto arregla el pesebre. Es Nochebuena. Alguien –tal vez tuvimos padre alguna vez– trae mazos de petardos y montantes. Bang, bang, bang… Nochebuena, noche de la puta, noche del perro realengo, noche del borracho maldito, noche de las ratas con el oído roto, noche de miseria en la que se queman en ron y petardos, los años mejores. Juan está allí. Yo leía: Alí Babá y sus cuarenta ladrones.
—Tienen que acostarse temprano.
—Los niños se acuestan a las 9.
La dictadura. La voz de la dictadura. La voz de Trujillo convertida en la voz de nuestros padres. La voz de la noche convertida en la de Trujillo. La voz de los petardos convertida
en la de los padres miedosos. Voces, y voces, bang, bang, bang, bang. Nochebuena.
El cerebro es movible, como la cabeza, desmontable, como la cabeza. El cerebro tiene dos tonos, como un zapato de chulo, como un zapato de cabaretero indomable. El primer tono es negro, el segundo blanco. Cuando usamos el lado negro no podemos pensar; cuando utilizamos el blanco pensamos demasiado. La cabeza es un acto de la fe. La cabeza. Alguien las reduce para venderlas al turista: una cabeza para el que no tiene cabeza suficiente. Por eso los turistas compran cabezas japonesas inauténticas.
En las montañas no hay turistas. El viento de la cordillera puede hacerse pasar por turista. El viento de la cordillera no es un turista y esto lo saben los agentes de la CIA que le negaron la entrada a Juan en el aeropuerto de Nueva York, en 1963. Y esto lo saben los periodistas que dijeron al mundo que las tropas de Manaclas murieron peleando. Mentían, mentían… Y aquellos dos locutores; aún los escucho… Ahora también escucho los pasos en la acera de enfrente, y los grillos en el solar baldío de la esquina próxima, y la luz del semáforo inconstante que no sabe cuál de los colores escoger y se debate en una guerra a muerte con sus indecisiones en rojo, amarillo y verde… Nadie escucha con más ahínco que yo… Nadie.
Estimada Farina, debo decirte que tal vez no estés muerta. Debo decirte que tal vez en cada diente de tiburón vive un pedazo de tu alma calenturienta. Estimada Farina, debo explicarte que un machete tiene más vida cuando se usa para defender un derecho, por eso tus hermanos han cometido un error. El cojo de tu esposo murió acribillado a machetazos, el loco de tu esposo, que creía que tenías un hijo pegado al esófago… ¿Pero qué hago?, el capítulo de Farina está cerrado.
Querido profesor, cuando se visita una tumba no se piensa con la cabeza, se piensa con el pie derecho, se piensa con los músculos de la pierna que son, al fin y al cabo, los que deciden nuestro caminar hacia la nada. Queridísimo profesor, ¿cree usted que debería escribirle una carta a la que dice ser mi esposa?, con solo una carta la dejaría descabezada; sería un crimen horrible; sería algo espantoso. Le voy a describir algo.
Tengo una tijera en mis manos, como usted sabe una tijera es un arma peligrosa. La tijera tiene en su centro un remache que hace girar sus dos lados. Es platinada y el sol resbala sobre ella, la uso para matar moscas en el aire. ¡Zas!, un tijerazo y la mosca cae destrozada, pero ¿y si la usara para cortarme las alas?… Podría enterrármela ahora mismo en el cuello. Es lo que pienso hacer. No tengo motivos para ello pero lo haré si esta noche no me duermo antes de las diez… Moscas y mosquitos –pirañas volátiles de mi cuarto– se han confabulado para chuparme la sangre poco a poco. –¿Pirañas o vampiros?– No sé, la piraña destroza y el vampiro chupa. Son monstruos extraños. Piratas con dientes de vampiro y viceversa. Giran sobre mi cabeza. Mi habitación es un desierto: ¡buitres!, ¡soy un cadáver!… Empiezan a dar vueltas, tengo calor, el sol me abraza de modo repetido, con ritmo de ametralladora gubernamental. Estoy sufriendo una traición increíble. Manoteo, gimo… ¡La tijera!, aquí está. Ahora verán ustedes, malditos microbios aleteadores. Ahora verán ustedes… Bang, bang, bang… Petardos de Nochebuena contra ellos. Juan me los pasa encendidos y yo los lanzo al aire. Estallan y cada vez que ello sucede cae muerto un monstruo de estos. Empiezo a cortar con las tijeras. ¡Zas! Dos alas que caen. ¡Zas! Nuestros enemigos se retiran. Un vampiro tiene la cara de locutor, y otro y otro. ¿Son más de dos los locutores? Otra vez la duda matemática. ¿El ser o el tiempo? Ni el tiempo ni el ser. Nada. Mierda divina, excremento angélico, eso somos. Estamos en el peor de los mundos posibles. El fracaso de la divinidad está palpándose a cada paso… El cura me mira a los ojos, dice que no blasfeme. El cura se siente cansado de dar confesiones y de oír lo mismo, pero cuando llega la guerra huye y abandona su feligresía. Luego regresa, con la paz, con esa paz a la que él no contribuye.
Querido profesor, ¿recuerda usted a menos cero?… Bonito teorema. ¿Era un teorema un problema de metafísica angelical? Usted, con su cáncer color corbata no responde a nadie. Usted es un aristócrata. Usted con su mal aliento y su traje blanco y sus problemas irresolubles. Querido profesor. Cuánto tiempo que no veo su majestad de hombre de números. Qué risa: hombre de números. Un siete en la cabeza, debajo del brazo un 22 y sobre la lengua un 122276543. Hombre de números, hombre de letras, hombre de…
Cabezas y chimeneas son lo mismo. Salen de la cúpula y se precipitan hacia arriba. Humo desde ambos lugares y además de humo, hollín. Querido profesor. Recuerde querido profesor que somos hombres. ¡No hay luz!, ¡hoy no tenemos luz!, ¡estamos perdidos! Mangueras largas, puestas en cruz, y puestas como grandes boas inmóviles. Perdición del hombre frente a las grandes realizaciones del hombre mismo. Automóviles. Amplias farolas del pasado, rebosantes grupos de indios exterminados. Sube la soledad y penetra las paredes. La satisfacción de ser bueno. Uno dos tres cuatro cinco seis a las seis de la tarde Juan fue desenterrado, tenía los ojos cuadriculados como un papel de contabilidad estrujado en las profundidades del basurero. ¡Ay! Comienzo a sofocarme, no soy capaz de hablar con claridad. ¡Ay! Me derrumbo. ¡Ay, ay! Comienzo a sentir frío. Piromaníaco, soy piromaníaco, cualquier día de estos –me vengaré de la muerte de Juan– buscaré gasolina e incendiaré los cuarteles y las emisoras gubernamentales, incendiaré los locutores y las hermanas y las madres de los locutores. Me iré a los patios donde viven los ahijados de los locutores y mataré las gallinas, los perros, mataré las arañas, los ratones, las ratas, mataré todo cuanto viva. El mundo se me viene encima cada cinco minutos con todas sus alimañas. Un mundo maldito, lleno de locutores que gritan de alegría con cada muerto. Siempre ha sido lo mismo y antes de que existieran las emisoras de radio había ya locutores que gritaban de calle en calle; locutores que no amaban su patria. ¡Luz por favor! ¡Luz!… no sabes que en cada farmacia los productos médicos se han resentido porque no fueron usados a tiempo. No sabes que en cada arsenal las armas se rebelaron porque sus hermanas de las montañas –las que usaba Juan– fueron entregadas dañadas a los combatientes. ¡Luz, por favor! Abran las puertas. Estos son los asesinos: tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú, tú.
Ustedes. Ustedes, ustedes, ustedes, ustedes… No podría señalarlos ni en plural. Son muchos los asesinos, tienen estrellas y rayas en cada mano; estrellas y rayas que envenenan con dólares y metralla.
Querida amiga, dices ser mi esposa y me complace, pero no es cierto. Eres la esposa de Juan, y subes a traicionarlo conmigo, y te acuestas a mi lado y te desnudas, y yo termino siendo también un traidor, porque pasivamente voy sintiendo el placer que te hace mía cuando todo está en silencio. Sin embargo, Juan está muerto y un muerto no puede acostarse con nadie si ya está acostado con su propia muerte. Querida amiga, tus manos son finas, tus uñas tienen un filo largo y profundo, como la sombra del poeta, de aquel poeta enamorado de su hermana, que coincidencia!, te enamoras de mí y casi eres mi hermana. ¡Qué coincidencia! Nadie sabe que vienes y sin embargo las plumas de mi almohada protestan cada vez que me acaricias. Yo te quiero a veces, te lo juro; te quiero desde que estás desnuda junto a mí, pero cuando oigo tus pasos subir o bajar desde o hacia mi cuarto, te odio repentinamente y paso días enteros odiándote; tengo que ser sincero, sin embargo, debo decirte que el odio es una plataforma espacial que gira dentro de mí y que por ello, a veces la dejo deslizarse fuera de mi corazón para dejar que entres. Esta carta no la tendrás nunca, porque puede hacerme daño que sepas tantas cosas de mí, de mi intimidad, de mi profundo sistema de vivir suspenso de una cuerda terrible.
Querida amiga, ahora que te deseo no vienes. ¡Ah!, sí, vienes, oigo tus pasos; aquí comienzo a odiarte. Cierro los ojos para hacer más noche la noche. Te odio. Ya estás aquí. He dejado de sentir tus pasos y comienzo a sentir tu cuerpo, voy dejando de odiar paulatinamente, paulatinamente.
capítulo XII
U
na luna redonda y tenue me hace cosquillas en el corazón. Dentro de cada sensación de muerte flotan, temperamentalmente, hilillos de amor. Día a día siento
que mi mesa de noche se hace más penosa. Aquí está, grabada en las paredes, la imagen del médico. Tiene los ojos claros esta vez; es bajo, rechoncho esta vez; viene del polo norte o quizás del polo sur; su característica de pingüino silencioso así lo denota.
—¿Te sientes mejor? (Siempre me he sentido mejor, nunca he estado enfermo. Es mejor contestarle que no).
—No.
—Ten confianza, dime si tus amigos te visitan y qué haces con ellos. (Mis amigos, aquí viene gente que ni conozco, aquí vienen en grandes cantidades a turbar mi paz decimonónica. Mis amigos. Vienen desconocidos, enormes desconocidos. Uno tiene los pies cansados, el otro –el llamado Juan, como mi hermano– ni siquiera se parece a él. Vienen a verme y conversar conmigo lentamente. Yo casi no les respondo y este médico, este médico…)
No tengo amigos.
—No seas así, pórtate bien; déjame ponerte una inyección de miel de abejas. (Cada vez que me dice esto tengo que ceder. La miel de abejas es mi delirio. Veo cuando saca un frasco pequeño, con miel dentro e introduce lentamente la aguja por
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un tapón de goma, entonces hala el émbolo y la miel comienza a entrar en la jeringa. La miel endulza mis músculos, aunque duele en gran escala cuando entra por la nalga derecha).
— (Hago un pequeño silencio que ya él sabe interpretar. Mi madre observa con los ojos vidriosos, con envidia, con 1a terrible envidia que su amargura le hace saltar por encima de las cejas. Ella quisiera ser la inyectada. Pero no puedo dejar que el médico desperdicie su miel en ella; yo saco más provecho de la miel, pronto comienzo a sentir que los objetos se elevan, me siento poco a poco más humano, menos animal, y veo más claras las cosas. Siento la lengua dulce, como si la miel, en una desesperada carrera desde el glúteo a la lengua, buscara el paladar para hacerme comprobar que no me engañan. Es miel lo que me ponen entre un día y otro. Miel. Me bajo el pantalón del pijama y me coloco boca abajo. Ahí viene la punzada. Arrugo el ceño. Tengo la piel dura y la «Plastipak» penetra en el músculo dejando un ligero dolor de alpinista en mi epidermis. Ahora comienza la miel a penetrar y siento un agudo estremecimiento, se me aduerme la piel por completo y solo siento el palpitar de mis huesos dentro de mi ígnea estructura de atleta fracasado. Sale la aguja. Me subo el pijama. El doctor ha interpretado mi silencio).
—¿Te ha dolido?
—Tengo la lengua dulce, como un racimo de uvas de playa, dulce y manchosa.
—Esto te hace bien, las abejas son buenas contigo.
Las abejas son buenas conmigo. ¿Cómo puedo compro-
barlo? No sé si ellas han facilitado su miel por las buenas o por las malas. No sé si el zángano y la reina protestaron cuando el químico apareció allí, junto al panal, con sus aparatos y le robó su cosecha de un millón de flores. Es una explotación. Es un abuso. No debía permitir que el doctor me inyectara miel. Pero es lo único que me salva realmente. Se me duerme la piel, un sueño lento comienza a levantarse como una humareda. Ahora la que dice ser mi esposa no podrá aprovecharse de mí.
Los ángeles de hueso 143
Podría besarme y nada más. Un beso no es delito en una sociedad aburguesada por completo.
En las calles del mundo, en todas las ciudades civilizadas, los novios se hacen el amor en las aceras, solo aquí, en este país pequeño, las mujeres asaltan los aposentos de un enfermo para satisfacer sus deseos de amor.
Una luna tenue y redonda me hace cosquillas en el corazón. Una luna redonda y salpicada de manchas de viruelas, salpicada de manchas del hígado; hepática y falsa, como una tragedia.
Desde la tarima veo al hombre diciendo su discurso. Podría ser mi padre. Hace años decía discursos en favor de Trujillo. ¡Ah!, pero ahora recuerdo que nunca he tenido padre. Tal vez mi padre se encuentre en Nueva York y no sepa que Juan ha muerto, Juan le echaba en cara su trujillismo, su colaboración con la dictadura. Él decía –me parece recordar que sí he tenido padre–, él decía que Trujillo era un dios, un rey, un hombre magnánimo. Juan se fue a las montañas a pelear contra el gobierno posterior a Trujillo, contra uno de los gobiernos posteriores a Trujillo, Juan se fue a pelear porque estos gobiernos de muchos hombres o de un hombre solo, seguían haciendo lo mismo que habían hecho todos los dictadores de la tierra. Nunca he tenido padre, o tal vez papá se encuentra en Nueva York sin saber de la muerte de Juan.
La miel sube a mis párpados y veo dulces campos, y dulces ciudades pintadas de amarillo. Veo el tiempo montado en un caballo de melcocha y almidón. Veo la península de Samaná poblada de mosquitos y aviones a chorro. Se me sube a los dientes –blancos por el exceso de mi pasta dental– el sucio de mi infancia, cuando los mangos y cajuiles descansaban amarillos en sus árboles, y nosotros, tarzanes de alguna selva llena de sapos, trepábamos ante el ojo atónito del policía, ante el ojo atónito del guardián y luego apedreábamos el perro del vecino y los letreros galvanizados, que hacían tizin, tizin, zin, tizin. Sonaban como si fuesen platillos de alguna banda de jazz. Yo me imaginaba siempre que los letreros galvanizados de Coca-Cola y Pepsi, eran pedazos de cristal llenos de colores, y que cada piedra dejaba en ellos un hueco que nuestros ojos no podían descubrir.
Mi buena amiga me esperaba siempre cerca de la avenida Mella. Se hacía la remolona comprando caramelos con figuritas dentro; yo sabía que me esperaba. El uniforme de su colegio era de cuadritos azules y blancos. Tenía pechera blanca y apenas en su cuerpo apuntaban los senos, muy pequeños, si se tenía en cuenta que ella era alta y morena. Sentía sus ojos sobre mis espaldas y cuando me volvía –con una rapidez pasmosa– ya había dejado de observarme. Tenía un control positivo sobre mí. Yo la seguía por calles y calles; a la clase de piano, a la escuela de pintura, al cine. No recuerdo si llegamos a besarnos, o tal vez nos besamos tanto que el último beso borró el recuerdo de todos los demás. Mi buena amiga no tenía nombre. ¿Se casó con otro? ¿Estudió alguna carrera trágica que la llevó al precipicio?… No sé, dejé de verla en 1955, en mayo o junio de 1955. Recuerdo con cierta lucidez que masticaba gomas de colores con sabor a fresa. Sus cejas eran gruesas al igual que sus labios. La frente ancha, bien ancha y la barbilla corta. Todo esto, así dicho por separado, no parece que en conjunto pueda formar un bello rostro. Ella tenía un rostro bello y por aquel entonces mis oraciones –entonces yo rezaba por las noches– pedían siempre que mi querida amiga engordara un poco, para que cuando fuera mi novia todos admiraran su maravilloso cuerpo. No la he visto y sí la he visto después de 1955. A veces me llegan ráfagas de su pasado amor. Una voz lejana que me recuerda su timbre, su metal de expresión; un perfume cansado que trae a mi mente aquella colonia preferida por ella, alguno que otro olor a sudor que evoca el olor de su piel jadeante en los meses de calor. Al recordar esto convengo en que fue mía, convengo en que nos besamos, nadie recuerda el olor cansino de una piel si no ha estado enamorado.
La que dice ser mi esposa no es ella. La que dice ser mi esposa sabe de ella, pero no es ella. Por las noches algún
Los ángeles de hueso 145
pliego de la cortina me recuerda el chasquido de una blusa blanca. He estado preguntándome qué significa todo esto. Ahora comprendo que la recuerdo a ella en cada movimiento de la brisa… La tarde se moría de un crepúsculo en pleno lado izquierdo de su aparato respiratorio y nosotros caminábamos por las calles altas de la ciudad, cogidos de la mano. Tenía unos dedos finos y un anillo con mis iniciales. Un anillo que lo lancé hacia el vacío no sé qué día, ni a qué hora, ni por qué. Había música entre nosotros, canciones que nos atraían mutuamente, y cuando nos besábamos su lengua era como de terciopelo fino, como pelambre de mariposa y polen que se plegase a mis labios con presencia definitiva. Aquel vestido morado aún perfuma en mi recuerdo. Magnolias de Helena Rubinstein. Flor de Magnolia. Creo que así se llamaba aquel perfume. Ahora empiezo a recordar mucho mejor que antes. Le envié cierta mañana una carta pequeña: «quiero saber si deseas tener amores conmigo». ¡Qué claridad dentro de mí! Ella me espera ese mismo día en una esquina cercana a las calles centrales del barrio alto… Oh, querida amiga, llevas un vestido azul claro brillante y zapatillas negras. Un vestido de niña. Tus medias bancas y cortas aún flotan como una nube en mi cansada situación de hombre confuso… Vamos de manos por la acera… ¡Oh!, nunca has existido, ahora me doy cuenta de ello. Pero, ¿y el perfume?, ¿y estos recuerdos de dónde me llegan?… Sí, sí, vives aún. Desde 1955 acá has vivido a escondidas, sin que pueda verte, sin que pueda llamarte. Vives entre muros, como una ciudad asediada por los cartagineses. Eres la sacrificada hija de Aristodemo; eres la Antígona de una tragedia menor; vas –hija de un sacrificio sin escala ni comparaciones– al través de las ciudades. Juzgas la vida y la muerte, juzgas y vives, y hablas y vives. Sé que aún caminas por el firmamento cerrado de los astros caídos… ¡Qué claridad estupenda!, después de haberte visto tan cercana debería morir. Aquí están mis tijeras, con su remache, las mismas con que recortabas figurines y nostalgias… Me haces caer en la cursilería. Todas las mujeres me hacen caer en ella. Soy un puente de ladrillos tendido sobre el océano. Comienzo a sentir las manos hirvientes del ladrillero, del pobre fabricante de ladrillos cuyo porvenir es cuadrado y rojo, duro y quebradizo corno su propia producción…
Vestido así nadie reconocería mis devaneos. Un hombre puede vestirse de cualquier cosa con tal de ocultar su identidad verdadera. Un genio se esconde tras un monóculo imperial y unos bigotes dieciochescos. Un Einstein cualquiera solo necesita de la melena blanca y el bozo decadente, unidos a unos ojos de perro de cacería… Así es la vida; de nuevo comienza todo cada milésima de segundo. El mundo crece o pierde peso porque quiere; la soledad descontrola el espíritu aletargante del hombre y cada perro realengo, cada rata de basurero, cada gato pasmado, cada conejillo de indias, tiene un destino futuro incomprensible. Solo el devaneador, el hombre, camina a ras del porvenir: topo maldito que no encuentra la luz, topo maldito que piensa y piensa y solo de vez en cuando vislumbra una ráfaga de claridad.
Alguien dijo una vez que «por los hondos caminos del subsuelo adornado de fósiles» vinieron los dioses blancos de Noruega a reclamar una gota de sangre que se había hecho ya mulata por vía del mestizaje y la tragedia.
Estoy cansado, mis ojos han visto más acá de las cosas, que en la alfombra que adorna mi habitación se agita un ejército de colores que lucha tenazmente por ser libre.
capítulo XIII
L
as gaviotas son animales avaros que aumentan con sus ojos de vidrio el tamaño de la presa para sentirse el estómago más lleno. Suena el timbre del teléfono y oigo voces abajo. Voces que se deslizan por el cable y van a parar al mar, como los excrementos y las aguas de la lluvia.
Santo Domingo es una ciudad podrida. Caminan por ella cadáveres y esqueletos que nunca han protestado, que jamás han sentido el deber de protestar. Suben a las ruinas, bajan al fondo del río, se introducen en los restaurantes lujosos, donde los ricos y la oligarquía comen filetes de cuatro dólares y piensan en la humanidad en términos justamente literarios. Todo aquel que piensa en la humanidad en términos justamente literarios es un maldito. Todo el que piense –como Juan– que la humanidad debe ser transformada, es un insolente. Las gaviotas rondan mis ojos y el mar Caribe –Colón lo conocía bien y conocía sus tiburones destrozadores– navega en mis sentidos y mete sus olas en mi pensamiento dejándolo sucio de espumas y grasas lejanas; esas grasas que vienen sobre las olas –como el vals de Juventino– y se quedan adheridas a las rocas, y se meten debajo de la arena, donde el pie campesino hace huellas y se ennegrece. Una gaviota sucia de grasa: bonita definición para la vida en este país isleño, chico y violento, explotado y maltrecho –así lo decía Juan–, y sin muchos que quieran hacer
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nada por él. Juan quería ser el más libre de los hombres. Y la que dice ser mi esposa sigue siendo terriblemente oculta para mí. Aún cierro los ojos. Aún la materia del viento imprime periódicos en el aire. Aún las semillas de la muerte se meten en las iglesias con el fin de elaborar más santos y procesiones. Estamos cansados de la radio y de los locutores. La luna brilla porque el sol está detrás de todo. En algún pueblo de México se levanta hoy otro Juan, en algún pueblo de Bolivia, en algún pueblo de Ecuador, en algún poblado de Paraguay. Se caen las hojas y no es el otoño. Por el respiro de las estrellas sé que su brillo está parpadeando desde hace siglos luz de riqueza y podredumbre. Por encima de las líneas del cuadrado perfecto vive el triángulo imperfecto. Salen hoy a las calles cucarachas y avispas. El día es claro, pero no mi mente. El día está lleno de luz. El día tiene los oídos silenciosos, nadie habla dentro de él, por temor quizá a estallarlo con una voz muy dura. Mi tío Enrique tenía gran interés por la cacería y durante la infancia me trajo una gaviota. Yo la encerré en una jaula (siempre el maldito «yo») pero la gaviota, que solo comía peces, calamares y espumas, murió de una indigestión y de calor. Desde entonces odio a las gaviotas y no he vuelto a saber de mi tío Enrique. También una vez me trajo dos tórtolas, durante meses vivieron esas aves en la misma jaula de la gaviota; como la gaviota murió primero las tórtolas se hicieron dueñas del recinto. Yo supuse que las tórtolas –más en cantidad y en calidad, como los refrescos americanos– envenenaron a la gaviota y heredaron así la jaula completa. Desde luego, son suposiciones y nada podría probar ante un tribunal serio. Una gaviota no tiene la inteligencia de una tórtola, eso lo sabemos todos, no hay que ser muy culto para comprenderlo.
—Hay que terminarlo.
—Desde ese puntito hacia abajo.
—Los automóviles del año 54 no son tan buenos como los del 53. Yo soy chófer y tengo que opinar sobre esto. Nadie. Nadie puede discu…
Los ángeles de hueso 149
—María, trae la cremera, son las doce y todavía no has terminado de cocinar…
—¡Es terrible! ¡Le han dejado el rostro destrozado y los dientes fuera! ¡Jamás tuve una impresión tan demoledora!…
Vienen las conversaciones. Se entrecruza la conversación que una vez escuché en la calle, con las escuchadas en mi casa. Jamás he sabido de dónde salen estos recuerdos, sin embargo vienen y no puedo reprimir el dolor que me penetra cuando recuerdo la expresión de alguien que dijo:
—¡Es terrible! ¡Le han dejado el rostro destrozado…!
Las gaviotas tienen los ojos cansados y arrugados. Desteñidos a veces y casi siempre grises. Por los caminos del recuerdo una gaviota penetra en mi habitación. Y el pescador Ciprián vuelve a tender sus redes, y el perro aún ladra en el brocal del océano, y cansinamente, llama al que fue su dueño. Y estas escasas islas del Caribe, se asoman al brocal de un pozo mayor. Y llaman al que quiere ser su dueño, con estrellas y bazucas, para decirle que los Estados Unidos están atados a la violencia porque ignoran cómo llenar el estómago de los pueblos a los cuales explotan… Juan decía siempre esto.
—Explotación y miseria. Les vendemos cacao y nos venden bombones, les vendemos azúcar y nos venden confite…
Bajan por los recintos de la aduana y del puerto hombres con trajes amarillos. Los que murieron en los campos de sisal; los que no han podido cobrar un sueldo que hace veinte meses les deben: los eternamente enemigos del gobierno, porque el gobierno refleja la tragedia. Juan va encabezando aquella multitud silenciosa. Protestan en silencio. Hacen gestos terribles y mueven los brazos, como en una danza interminable. Se aglutinan frente a las oficinas de la aduana. Sale un señor calvo para decirles lo que les ha dicho durante años: hoy no podemos atenderles. Relucen las pancartas. Los gestos de protesta son cada vez más extravagantes. De improviso una piedra surca el espacio y rompe la cabeza del señor de la aduana. La sangre se precipita rostro abajo. Aparece la policía y la lucha, silenciosa, como en el cine mudo, sigue y se convierte en carnicería. Se ve el humo salir de los revólveres; Juan ha logrado escapar del lugar saltando las verjas no sin antes oír las balas silbar sobre su cabeza. ¡Agitador!, le gritan. Regresa a casa y me cuenta lo sucedido. Me avergüenza con sus reclamaciones; me dice que soy un cobarde, que se prepara una revuelta y que debo acompañarlo… Meses después lo traen muerto… Traicionado por el viento de la cordillera.
Las gaviotas son altas como las palmeras, y bajas, como las tumbas. Se detienen y caen vencidas por la grasa. Todo aquel que piensa en cómo vivir sin trabajar es un maldito. Desde el propio vientre de la madre hay trabajo en perspectiva. Tu empleo en la sociedad está tomando cuerpo desde que naces. Es como un hueco en el que tendrás que encajar algún día… Así decía Juan, y no creía en el destinismo ni en la religión.
El pasado está lleno de conversaciones. Es un caracol repleto de rumores:
—Tiene la fiebre alta.
—Ha comido excesivamente de esas frutas.
—41 grados de fiebre es algo terrible.
¡Terrible! ¡Terrible! Siempre esa maldita palabra en mi vida. Yo estaba casi inconsciente, pero escuchaba la conversación del médico con mi padre. Me había comido 23 manzanas de oro, y todos convenían en que aquella infección intestinal me llevaría a la muerte. Sentí sábanas empapadas a mi alrededor. Me envolvían en ellas para que la muerte bajara de temperatura. Venían mis amiguitos. Oía sus voces, preguntaban por mí y bajaban nuevamente las escaleras de la casa. Las oía perderse dentro de mi jadear. A veces alguien –una chiquilla de las cercanías– traía flores. Yo la identificaba por un olor peculiar a romero y albahacas. Las depositaba en una pequeña jarra y daba los buenos días. Ella me visitaba desde la infancia. No creo que sea la que dice ser mi esposa, pero sí es la misma que compraba caramelos con figuritas dentro y que una vez –o varias veces– besé. Tiene que ser la misma. Todo aquello que
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guarda bondad adentro tiene un mismo origen. Yo sudaba (el «yo» de nuevo) y sudaba copiosamente. Una lluvia, un río, una catarata de sudor. Por fin, un buen día, la fiebre cedió. Pero la chica dejó de visitarme. Durante mucho tiempo añoré el olor a romero y albahacas. Un día, en las calles de Santo Domingo, sentí aquel perfume y lo olfateé. Seguí su pista con la nariz, iba como tirado por una cuerda perfumada. Cuando llegué al lugar de donde procedía el perfume, la encontré a ella. Estaba cambiada. Habían pasado los años y el perfume quedaba vivo entre nosotros. La vi. No quise acercarme. Ella tenía 14 años y yo 17. Subimos por las escaleras hacia las habitaciones de un hotel pequeño. Decidí arrepentirme a tiempo, pero yo sé que esa noche –la luna era grandísima y brillante y el pino murmuraba canciones extrañas– ella pensó en mí largamente y las sábanas duras de su lecho acariciaron sus muslos para hacerla sufrir.
¡Qué confusión! Se mezclan mis recuerdos y mis penas…
Es indescriptible el vuelo de una gaviota. Hay que mirar la plasticidad con que se desliza sobre el viento. Hay que contemplar la plasticidad con que gira sobre sí misma. Todo gira. La extrañeza del hombre ante las cosas es un eterno girar. La nube gira, la tormenta, el helado de coco, la voz de los niños que molestan con la inocencia de su canto y que pasan día a día bajo mi ventana. Aún sigue la conversación telefónica. Alguien ha llamado para preguntar por mí. Debe ser ella, la que añoro, la que recuerdo desde hace tiempo: no la que dice ser mi esposa… Las voces van por los hilos del teléfono a perderse en alguna otra voz de conversaciones cruzadas. Las compañías de teléfono no sirven para nada como no sirven las de electricidad. Hay que confiscarlas y hacerlas nuestras, para que las voces no se crucen y para que una descarga eléctrica no mate la esperanza de los pueblos… Todo gira. Me voy muriendo lentamente y solo espero que la muerte esté más cercana aún, para acelerar su paso con estas tijeras… Tienen un remache en medio y su filo es hermoso… Yo una vez leía poemas (otra vez el «yo»); recuerdo uno que decía: «y miro con cariño las navajas»… ¡Cuánta sensibilidad!, las navajas tienen vida propia, son como sacerdotes encerrados en celdas irregulares. Un sacerdote es un hombre que no puede ejercer su función de engendrador; una navaja es un ser que no puede desarrollar su función de maestra y madre de todo sacrificio primitivo… Hay regiones donde no llega el maestro de escuela –aunque tenga un cáncer en forma de corbata–, ni llega el pescador, ni llega Farina, ni el perro que ladra en el brocal del océano. Regiones del sueño o del sonido. Un idiota grita ahora frente a mi ventana. Lo llevan en silla de ruedas y está loco. Grita: ¡hey!, quién sabe lo que quiere decir. Su grito está lleno de sentido. Sin embargo hay confusión en mí. Los peces que he visto amontonados junto a las redes, en las costas dominicanas, comienzan a colear, a moverse lentamente, a nadar dentro de mi cabeza llenándola de reflejos plateados. Cierro los ojos y los reflejos de mi pensamiento nadador me ciegan. ¡Heyyyyy!, otra vez el grito. No es tan idiota, puesto que puede gritar dos veces… Es la una de la tarde. Un calor sofocante rebota sobre los techos de la ciudad. En los barrios elegantes el calor se queda en la puerta de los aires acondicionados; un aparato de aire acondicionado es el mejor perro guardián contra el calor; yo he visto el calor sentarse en las escalinatas de cualquier casa de rico, a sufrir –con la mano derecha bajo el mentón y el codo apoyado sobre la rodilla– su fracaso de cartero sin misiva. Las casas de los ricos… Sin embargo alguien piensa que todo habrá de pasar «por tal manera». Alguien piensa, alguien dice, alguien comprende, alguien masculla una lejana canción de sol y cocoteros, una canción que se agranda día por día, narrada por el aire y llevada por el viento de isla en isla, una canción descalza, con los pies destrozados, pero repletos de esperanzas… Una canción de sol y cocoteros, donde las gaviotas se mueren en sus nidos para cubrir la cría que habrá de nacer y que emprenderá rutas nuevas, contrarias a la tradición de su vuelo tardío y destronado.
capítulo XIV
O
rino tras los postes de la luz como un perro cualquiera, y me asombro constantemente de la vida. Ustedes preguntarán por qué me asombro. Es increíble que no lo
comprendan; aún puedo abrir los ojos cada mañana, aún respiro, aún la ventana tiene los mismos cortinajes y la que dice ser mi esposa sube a veces; aún estoy enfermo de la mente y del corazón; aún salen por mi ventana cantidades enormes de polvo estelar, polvo de la tierra que se eleva hacia otros sistemas planetarios.
Orino tras los postes de la luz y el líquido elemento baja por las alcantarillas, tal y como lo hicieron mis monstruos derretidos de hace tempo. Dirán todos que me manejo dentro de un gran círculo vicioso. Dentro de un gran ruedo sin toros dentro. Yo soy el toro de mí mismo. Me embisto y me corneo. Aún puedo respirar y es lo grandioso. El mundo en torno y todo igual. El mundo cambiando y todo igual. Algo debe cambiar –dijo alguien– para que todo continúe como está. (¿Lampedusa?). Una música cercana. –Pérez Prado o Pergolesi, no sé– rompe mi cuarto en pedazos sonoros. No es Nexus, ¡uf!, ¡si fuera Nexus, cómo gozaría!… Todo igual. Absurdo, absurdo todo. Camino por mis pocos metros de habitación y me respiro como si yo fuera el aire. Me asombro de la vida; todavía puedo
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orinar a secas u orinar en seco; una fábrica de orines instantáneos, buena idea; los enfermos del riñón derecho vendrían a comprar su ración para probarle al médico que están sanos… Conozco la humanidad, le gusta engañarse a sí misma…
Orino. Es de noche. Hace tiempo que es de noche. Soy un orinador nocturno. Quiero cambiar de hotel. He bajado borracho. Me voy a una pensión, a una pensión todavía sin inaugurar. Casi me vuelvo loco. No sé cuándo, ni en dónde, pero sí sé que era una casa residencial, una pensión. Visito al señor, al dueño de la pensión. Es bajo, rostro alargado y vientre satisfecho. Tiene una mirada hipócrita que distribuye a todos gratuitamente. Se sonríe por deber y no por sentimiento. Me mira y me halaga: «usted verá como todo sale bien, como todo funciona a las mil maravillas. Venga usted mañana, traiga sus maletas, todo estará listo». Miro hacia la distancia nebulosa y veo las montañas cubiertas de humo y a veces de nieve. Estoy en un país donde solo puede llevarnos la locura. Al día siguiente regreso con mis maletas. El señor tiene un hijo, dos, tres; inaugurará su residencia con nosotros. Ahora comprendo, éramos más; no estaba solo. Subimos. Una escalera quebrada y nueva, con piso encerado, y pasamanos de metal. Subimos. Cada uno lleva sus pertenencias. Pienso en Juan, en que Juan debería acompañarnos. No sé si entonces estaba muerto. Subimos. El señor de la casa y sus hijos, que van a inaugurar su pensión con nosotros, nos reciben con asombro y simpatía.
—Les dijimos que hoy estarían listos los cuartos, que estarían encerados los pisos y las camas arregladas. Como ustedes son cuatro podrían acomodarse provisoriamente, mañana todo quedará arreglado, mañana, mañana.
Ayer nos había dicho que mañana y hoy nos decía que mañana, y mañana nos diría que mañana. Son los hijos del mañana, los que tienen que vivir en el porvenir porque el presente siempre les resulta adverso. Nos quedamos paralizados por el asombro. Pensé en un viejo revólver, en una ametralladora,
en un puñal filoso. Pero eran apenas las 8 del día. Habría que darles una oportunidad, habría que perdonarles un poco sus errores. Mientras tanto los hijos –dos varones con el mismo gesto apestoso– sonreían: cara cuadriculada y calculada, como un papel milimétrico usado.
—Regresaremos por el mediodía, a comer –dijimos.
Salimos desesperados de la risa. No podíamos contener la angustia que se nos traducía en risotada constante. Caminamos la ciudad, y regresamos a mediodía. Allí estaban el padre, los tres hermanos y unos hombres que cargaban colchones hacia los pisos superiores. Seguramente que el cuarto no estaba arreglado. Subimos por la escalera. El hospedero vino con su sonrisa, con su terca sonrisa.
—Señores, todo está casi listo. Pondremos el agua caliente mañana, y las bombillas también mañana. Acaban de encerar los pisos, ustedes lo pueden comprobar. El cuarto de la derecha tiene sus camas gemelas, pero el de la izquierda tiene una cama matrimonial donde dormirán dos de ustedes, dijo mirándome.
Mañana, mañana, siempre mañana. Me negué rotundamente a la idea de la cama matrimonial. El pensionista tragó en seco. Había perdido su coartada. Comimos. Íbamos en busca del comedor y nos dijeron que mañana habría comedor, que mientras tanto la cocina era el sitio ideal. Cruzamos un pasillo enternecedor, sin un solo cuadro, recién pintado, oloroso a cloro y a resina, y llegamos por fin a la cocinita de la pensión. Nos sirvieron leche, papas hervidas rellenas con sardina, té, sopa, pan –repetidas veces pedido por uno de nosotros– y un pedazo de carne ajeno a toda abundancia. Comimos. Nos dijeron que mañana la comida estaría mejor, que mañana comprarían pan para el desayuno y salsa de tomate para los que gustaban de comerla en los platos de mediodía; mañana también comprarían no sé qué cosa. Siempre mañana. Yo pienso que orinarse en los postes de luz no es una pérdida de razón; algún combustible habrá que ayude a las luciérnagas del poste; hasta el momento nadie ha dicho que esto tenga importancia o que no pueda hacerse, y el propio señor de la pensión –no sé si porque no lo sospechaba– nunca quiso imaginarse las costumbres ajenas, aunque se equivocó con aquello de la cama matrimonial.
Salimos a mediodía. Juan iba con nosotros esta vez. Aún la guerra no le había quebrado el corazón y los labios, aún la guerra no había abierto su mandíbula feroz para tragárselo. Dijimos que regresaríamos en la noche, a la hora de la cena y que, de seguro, todo estaría listo para aquella hora. Recorrimos la ciudad; durante horas caminamos por ella tomando ron y enamorando chicas. Regresamos a las 8 de la noche. Allí estaba el hospedero nuevamente. Sus hijos detrás de él, como una pantalla, como un fondo de esfumino.
—Casi estamos arreglados. Las pequeñas cosas que faltan podrán ser resueltas mañana.
Unos hombres entraban en la habitación que nos pertenecía a Juan, a mi compañero y a mí, trayendo camas pequeñas. Oíamos el ruido que producían cuando las armaban. Una de ellas, azul, solo tenía tres patas. Luego subieron con los colchones. Parecía que dormiríamos, hoy, no mañana. La cama coja fue calzada con un Don Quijote de la Mancha y dos tomos de una Enciclopedia Británica medio roída. Tenía el soporte cultural más sólido que pueda haberse visto en mueble de este tipo. Pasamos al comedor –mejor dicho a la cocina, el comedor sería mañana– y nos dijeron que a las diez de la noche –con excepción de lo que se arreglaría mañana– todo quedaría más o menas listo. Cenamos. Leche, aguacate con sal, ensalada de repollo, té, una sopa clara y repugnante. Dijimos que volveríamos después de las diez de la noche, y que esperábamos que todo estuviera verdaderamente listo para después de aquella hora. El hombre de la sonrisa cuadriculada y de los hijos en esfumino sonrió de nuevo. Todo estaría listo. Todo quedaría «como Dios manda». Fuimos hacia las calles, a recorrer la ciudad, a beber unos tragos de ron. Luego entramos al cine. Vimos dos películas por unos cuantos centavos y regresamos a nuestro nuevo hogar, al hogar del mañana.
Subimos la escalinata encerada y quebrada, la escalinata resbaladiza y dura. La formal entrega de llaves se haría a cada uno de los presentes con todo el rigor que la ocasión ameritaba. Mañana pondrían las cortinas. Eso dijo uno de los hijos. Nos dieron las llaves y nuestros compañeros abrieron su habitación. Caminamos hacia la nuestra. Introduje la llave en la cerradura y esta se negó a girar. Hice varios esfuerzos casi incontrolados y la cerradura se negaba. Parecía cumplir órdenes de aquellos que consideraban el mañana como única solución de todo. Por el mañana murió Juan, por el mañana he recorrido yo los cursos de todos los postes de luz buscando una flor o un perro acribillado a balazos. Hice girar la llave. La cerradura volvió a negarse; llamé entonces a uno de los hijos y al tiempo crucé hacia la habitación de los compañeros para hacerles saber mi desgracia. Uno de los hijos –mientras mis compañeros venían a ver la operación– introdujo la llave en la cerradura e hizo los mismos forcejeos que yo. (No había mujeres en el grupo, aunque yo pensaba –siempre el yo– en mi amiga, la de los caramelos y las figuritas, la del beso y el olor de romero y albahaca). Seguía forcejeando y comenzó, como por instinto de todos, una risa nerviosa que infecté a los hijos del hospedero. Todos reían, menos yo. Todos estaban demostrando una alegría nerviosa, menos Juan, que oculto, lejano, amigo de los amigos y enemigo de sus enemigos, observaba la operación llave. Luego de largos minutos, el hijo del hospedero declaró solemnemente que aquella no era la llave de la habitación, y ordenó que se trajesen las demás llaves de la casa, para probarlas una por una en aquella cerradura virgen. Un atropello así encanece a cualquiera, un atropello con la pobre cerradura. Trajeron una bandeja de llaves y se hizo un silencio poderoso, un silencio con armadura y espuelas. El menor de los hijos introdujo las llaves y las hizo girar más o menos así:
Una: ¡Crash! Dos: ¡Tris!
Tres: ¡Crash!
Cuatro: ¡Tris!
Cinco: ¡Biin!
Seis: ¡Crash!
¡Crash, Riin, Tris, Crash, Trin, Grin, Rinnn…! Y así hasta el infinito. Volvieron a repetir los sonidos. Volvieron a usar la primera llave y a examinarla. Sonó el reloj marcando las dos de la mañana.
A uno de los hijos del dueño de la pensión no se le ocurrió que ya era mañana, que las dos significaban la muerte del ayer. Estaba muy embebido en probar llaves; por fin se cansó. Todos mirábamos, desesperados y aburridos, aquella operación ineluctable y fría.
Veinte: ¡Prurrrr!
Cuarenta y ocho: ¡Tilín, tilín!
Mil: (No hubo sonido, casi estábamos dormidos de pies junto a la pared).
—¡La llave maestra! —gritó uno de los hijos del hospedero.
—¡Sí, la maestra, la llave maestra! —gritó el hospedero acompañado de sus otros dos hijos.
Quisimos saber lo de la llave maestra. El misterio de la llave maestra. Nos dijeron que aquel edificio no era de ellos. Que lo habían arrendado para arrendarlo a su vez por habitaciones. Que la dueña del edificio tenía una llave maestra que habría todas las puertas y que aunque eran las 3 de la mañana y ella vivía a veinte minutos de allí –si no había perros por el camino, puesto que un hijo del hospedero fue atacado por un perro cuando compraba el pan para la cena aquella misma noche– y que por lo tanto podrían ir en busca de la llave si para nosotros esperar no resultaba molesto.
Salieron los hijos del hospedero y nosotros empezamos a fumar inmisericordemente. El hospedero quiso ofrecernos cigarrillos pero no los aceptamos. Noté que su cara estaba sobrecogida y que sospechaba cuál sería nuestra decisión. Juan no decía nada. Como estaba muerto no podía hablar, ni fingir, ni comer, ni cantar. Esto sucedió cuando Juan era un muerto en potencia.
Regresaron por fin los hijos del hospedero. Exactamente cuarenta minutos tardaron en ir y volver. De modo que serían las cuatro menos veinte de la mañana. Nos alegramos. Yo había aprovechado para orinar tres o cuatro veces. Cuando llegaron nos fuimos tras ellos, con una gran curiosidad y examinamos todos la llave maestra. Pensamos que aquella sería la solución. De vez en cuando yo agradecía a los camaradas vecinos su decisión de acompañarme en trance tan delicado. Ellos no tenían por qué perder su sueño. Pero había solidaridad en el grupo, «aunque luego se perdiera».
Hicimos un cerco junto a la puerta, un redondel humano, y el hijo del hospedero como un matador de primera categoría, entró al ruedo llave en mano, mientras nosotros permanecíamos en una expectativa que nos hacía fumar y comernos las uñas.
Sonó el clarín y la llave entró lentamente en la cerradura. Giró. El muchacho hizo un gesto de disgusto y yo mordí mi cigarrillo. Habíamos fracasado nuevamente. Probamos la llave maestra en las demás puertas y todas abrían, menos la de la habitación 202. El hospedero comenzó a sudar y la hija del hospedero quiso ofrecernos té caliente pero no se atrevió. Eso lo adiviné en sus ojos pequeños y miedosos. Había una atmósfera de terror. Regresé al cuarto sanitario (W. C.) y oriné de nuevo. Tenía que hacerlo.
De repente oigo el chasquido de vidrios que se desprenden. La puerta de la 202 se abrió sin llaves. El menor de los hijos del hospedero había declarado la guerra al tedio rompiendo una de las ventanas de la habitación y colándose por ella. Respiramos. No deshicimos las maletas y dormimos con el traje puesto. El viento frío de la noche penetraba por el vidrio roto. Juan me miró desde la lejanía. Comprendí que aquello era imposible, no podría vivir en el mañana constante. Desperté temprano y dejé el importe de un día sin sueño en manos del hospedero. Cuando me iba preguntó a uno de mis compañeros que si no nos agradaba el lugar. Caminamos en silencio por las calles polvorientas y comprendimos que el mañana tiene los ojos grises… y
capítulo XV
G
uardo un recorte de periódico que dice así: «el secretario de Interior habló de la exterminación total de los comunistas». Otro afirma que los deportados «saldrán
mañana del país con todas las garantías».
La primera de estas afirmaciones casi se hizo realidad. Hubo sombras y disparos en 1a mañana. Eran «los comunistas» los que se rebelaron contra el golpe de Estado que hacía añicos al gobierno del pueblo. «El gobierno del pueblo», del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Así decían una vez los americanos. Por las calles, ennegrecidas de luto, bajan las flores de una infancia llena de canciones negras, también: «ambos a dos, matarile, rile, rile, ambos a dos, matarile, rile, ron»: ¿Qué quiero yo? Locura. Sensación de muerte en todos los balcones de la ciudad. Juan se asomaba al balcón todas las mañanas y revisaba sus documentos. Revisaba su mundo de planes y palabras obscenas. Revisaba su mundo de cartón piedra, un mundo recortado por enormes tijeras como las que yo guardo para mi suicidio, si es que no aparece el amor que busco sobre la tierra. Presiento que hay un cuajo de sangre en cada fruta de esta isla y que los dominicanos mordemos constantemente estas frutas sin conocer a fondo su contenido.
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«Exterminación total». Morimos todos –diría Juan–, morimos todos y solo unos cuantos se acordarán luego de nosotros. La sombra era bien relevante y los fusiles tenían cartuchos recargados de odio. Por los caminos de la cordillera, la serpiente y el sapo se dieron la mano en un saludo que reclamaba sangre y nada más. Así diría Juan.
Los documentos estaban en el fondo de un viejo baúl. Planos, nombres, direcciones, fotos.
—¡Nunca debiste registrar aquí! –gritaba desaforadamente. Tenía miedo de que supiera lo que planeaba. Luego quiso que fuera con él. Era un modo de que su secreto quedara entre nosotros. Fui un cobarde, lo sé, cuando lo trajeron con los dientes fuera pude ver estas palabras en sus labios destrozados:
—¡Hubieras podido venir con nosotros, el secreto aún subsiste, y así, muerto, no podré evitar que lo divulgues.
Hasta después de muerto hablaba. Hasta después de muerto reía. Hasta después de muerto hablaba de secretos.
Ahora vive en una colmena, allí donde un profesor de álgebra sirve de guía a los que todavía tienen el valor de permanecer vivos frente a la terrible cizaña del pesar.
Cuántos días han transcurrido desde que Farina se lanzó al mar y desde que el perro llamado Damián gritaba junto al brocal del océano, y desde que…
Rayos de luz y rayos de sombra «en el balcón de la alegría». (Blas de Otero). Ramos de sombra por los pies y ramos de sombra en el balcón de la agonía. (Perfecto. Ahora perfecto, Blas de Otero). Ramos de sombra. Yo quería ser intelectual. Y pienso en tantas cosas que ahora no puedo ser nada. Ahora solo quiero morir a plazos, y que un sastre de mierda me traiga, mes por mes, los pagarés de mi muerte. Me cortaré las costuras del sueño con un par de tijeras oxidadas. ¡Zas! Vendrá la muerte y no podré vengarme de los locutores.
Quiero resumir. Hacer el resumen de todo esto. Hago el esfuerzo. Juro que hago el esfuerzo y no puedo. Terminaré en poco tiempo. Al fin y al cabo, un resumen se hace en cinco minutos o en diez años. Terminaré cuando nadie espere el término del universo. Por los visillos de la ventana entran mariposas taradas, luciérnagas sin sexo, policías amenazadores con nombres clásicos y románticos. Necesito un lápiz de colorear. Necesito algo. Me sofoco. El calor aplasta mis sentidos y no quiero vivir por más tiempo… sangran las estrellas. un universo se desploma, uno, dos, tres, cinco mil.
Hoy todos los ruidos parecen delitos. Sucede que no es un día cualquiera. Es un día español y nada más. Oigo el estruendo de los motores de seis cilindros y veo el humo de los automóviles elevarse por detrás de las avenidas cubiertas de cadáveres verde olivo.
Estoy tan cansado que no acierto a vivir con perfección. Veo dentro de mi cerebro, y fuera de él, ballenas cargadas de aceites: muerte, sangre, desperdicios… Cuando Farina se lanzó al mar… Vuelvo a caer siempre en el mismo lugar. Giro, doy vueltas y regreso, como un boomerang, al lugar que no me corresponde. Los bomberos se tornaron iracundos, no sabían cómo evitar que los tiburones se tragaran a Farina. Me doy por vencido. No puedo cerrar el capítulo de Farina, no puedo. Cuando pasaron los nueve meses, y los nueve meses fueron diez, y doce y trece, Farina se imaginó que la cuenta no iba bien. La cuenta. Durante días he contado el regreso de Juan, sé que no viene, sé que me visita por las noches y que sin embargo no viene… Y los tiburones tienen el pecho gris, a veces blanco, otras color rosa, con musgos lilas flotantes debajo del ombligo. Lucen aquello como corbatas o medallas… Colón. La vida debajo del mar. Aquel perro infeliz. Todo me busca el corazón y se lo come lentamente. Me siento débil. Estoy agotado, miro con cariño las navajas ( ). Alguien dijo eso cuando yo era poeta. Dejo el hueco por si alguno recuerda el apellido… Para un salto mortal serenamente. (El mismo). Y ahora recuerdo el abejón azul; aquel que tenía catedrales adentro, aquel que yo aplasté y que poseía costura de universo… Las gaviotas, también regresan las gaviotas, giran sobre mí; son animales avaros y solo amo las palmeras, las plumas de mi almohada. Desde la tumba salen humores acuosos, eructos universales, el jefe de los difuntos ha cenado opíparamente, majestuosamente, vaticanamente. El cura que abandona los cuerpos de los caídos y se niega a darles la bendición se serena en estos momentos. Ya tiene su rótulo de anticomunista junto a la sotana inarrugable y limpia. Otro cura acecha detrás de él, uno que conoce el vuelo de las gaviotas, que no es extranjero, que conoce a los hijos de esta tierra y que no llora cuando las balas silban cerca de él. El refresco es de granadillo. Las semillas del granadillo tienen un forro suave que las transparenta. Los haitianos quieren cruzar la frontera y sin embargo hay muchos haitianos buenos, que aman a su patria y a la nuestra. En las aguas hay peces envenenados con DDT, pero son los ricos los que poseen grandes barcos para pescar y vender esos peces a un precio terrible. El amigo de mi padre sentía el maullido de Damián y comprendía que hay dolor e infortunio en las entrañas de todo animal. Pero, ¿es que alguna vez he tenido padre?… Puede que esté en Nueva York o leyendo sus discursos fantásticos en beneficio de Trujillo, insigne adalid de San Cristóbal, Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva, además de Generalísimo y Doctor. Primer traidor, puesto que era el primero en todo, según decía mi padre. Los muertos son un gran gerundio: ideas fijas. Vienen y no puedo evitarlo. No puedo evitar la publicidad que producen. Además, cuando salgo, mi madre me pregunta que a dónde voy. Hay policías, niñas estropeadas, y amigos de mi padre que se suicidan, y mujeres destrozadas por los tiburones. Soy el resumen de toda insensatez. Eso, un resumen. Entonces el cielorraso es como un telón de cine en el que se proyectan viejas películas. Hombres, multitudes… De mi habitación sale la ira convertida en nube bienhechora. Un reloj podría no dar la hora y no por eso dejar de ser reloj. Es la opinión de una vieja profesora a la que perdimos el respeto luego de haberla visto haciendo el amor con uno de nuestros compañeros.
Hace años, muchos años de todo esto.
Ahora escucho música. Mi hermano Juan, que murió peleando contra las huestes del gobierno, jamás supo que existía una música igual. Es Nexus, lo escucho. Ratones de hule hacen crujir sus dientes. Su música es ordenada, insomne, filosa, bubónica, pestilente. Ratones quebrados, que hacen fuerza en las alcantarillas. Mi hermano Juan no podría comprender un sistema armónico tan lleno de fuerza. Pero no debo decir esto. Mi hermano era capaz de comprenderlo todo. Sincronismos para grabadora, violín y viola. No duermo. Los monstruos que acechan dentro de mí salieron un día hacia las habitaciones de la casa. Luego decidieron marchar hacia el mundo exterior. Se convirtieron en figuras de barro y bajaron las escalinatas –creo que he dicho esto antes–, bajaron las escalinatas. Eran de barro. Las lluvias los deshicieron y Juan no vino a socorrerme. Juan se quedó escondido en su tumba lejana. Algunos llevaban fusiles. Unos fusiles largos, como tallos de bambú. Otros portaban ametralladoras, cortas como frascos de ron. Juan no hubiera permitido que mis monstruos masacraran a un pueblo indefenso; Juan los hubiese detenido a sangre y fuego. Yo no podía.
¡Les juro que eran mis hijos!
…Mis hijos, mis hijos. Un monstruo no muere con la facilidad de un hombre. No sé cómo se las arreglaron para regresar. Hay una mezcla interesante para encolar los muebles y que da buenos resultados: se prepara con cemento blanco, pasta de afeitar y cola… Roen las puertas, los ratones vuelven a sonar. Tal vez sueñan con monstruos de bronce que tienen sonido metálico de campanitas. Vuelve el viento. ¿Qué castigo podríamos imponerle al viento? ¿Moriré sin ver el viento fusilado, patas arriba y con los dientes fuera?… Quisiera no respirar, todo el viento es aire y viceversa, por eso, cuando respiro creo que entra en mis pulmones la traición. El viento de Hiroshima, inventado por los americanos mediante un bombazo cruel, no tardará en dar la vuelta al universo. Estamos perdidos. Cansados. Deberemos distinguir siempre el color verdadero, del color de la desarmonía. Nada es más desarmónico que un bombero. Nada es más antimusical que un bombero. La banda de música del muy noble y muy leal cuerpo de bomberos civiles. Mamá se molestaba cuando Juan le decía que había que salvar el honor del país. Los golpes militares convierten en loco a cualquiera, sí. Yo quería ser bombero, pero quise ser abogado. Entonces trajeron a Juan con el pecho agujereado. Y caí, me dolieron sus dientes. Muerto a balazos, muerto a palos, muerto a desidia, muerto a muerte. Ningún hombre pudo saludarlo. Los bomberos musicalizaban las procesiones. Iban delante de la imagen. Desde los balcones los fieles miraban el desfile pero tampoco oían los gritos de las imágenes. Las imágenes tienen una voz anémica. El tambor irritaba a San Juan. Juan iba detrás de mí, pero nunca noté nada. Después lo trajeron –a Juan– destrozado. Era como decir menos muerte, menos la locura, menos el silencio. Mi profesor no hubiera podido venir a la procesión. Mi profesor, con su cáncer tipo corbata o su corbata tipo cáncer, me visitaba y me visita. Menos cero. A más 2 más Filosofía. Cementerio arriba, cementerio abajo, cementerio arriba, cementerio abajo. Me canso del recorrido. Los cipreses oscurecidos, la cantilena del cura, los entierros, menos cero, menos todo. Tenía algún familiar y él lo sabía. ¿Por qué habría de negarlo? Tenía un hermano allí, dudaba de si podía llegar a ser un Julio César. Dejó su sangre en la montaña y esa sangre será tierra y luego fruto y luego universo. Puede llegar a ser. Nada menos cero no es igual a menos cero por nada. Esta era la lección. La entiendo. La voz del billetero –porque habíamos regresado– se metía por las rendijas de la habitación los caramelos tienen animales adentro. Recuerdo que el profesor vuelve muy raras veces. Los animales que vienen dentro de los caramelos tienen nombres y descripciones: «Águila americana, llamada calva debido a que las plumas que cubren su cabeza le dan de lejos este aspecto… La majestuosa figura del águila fue símbolo del poder y de la fuerza (¿bruta?). Está en los escudos de los Habsburgo, en el de Roma, en el de México y los Estados Unidos de América». Entonces un ruido de helicópteros me hace sospechar de todos y de todo. Alguien que se llama Indiana surge desde mi infancia. Tengo infección intestinal. Profesor, salga. Hábleme de Dios. Dios es cero más infinito. Dios es infinito y eternidad, todo y nada. Exactamente. El profesor se ha ido. Estoy en lecho de muerte. Soy perro y hiena a la vez. Todo a la vez. Mi hermano no fue enterrado. Lo tapiaron. Será famoso como Pericles o como Julio César. Sus cenizas hubieran penetrado mis pulmones si se hubiera quemado en las montañas.
Un silencio es una manera de acomodar la mente a la antipalabra. He guardado silencio durante siglos, durante milenios. Debo descansar, dejar que la palabra vuelva a crear mundos de diversos colores. Si digo que Juan Ciprián tiene los ojos azules, nadie lo creerá. Pero si digo que a la vuelta de la esquina hay dos terroristas, dos enemigos de un régimen corrupto, todo el mundo habrá de creerlo. Sí. Lo creerán porque verdaderamente existe un régimen corrupto y es ilógico que no existan entonces dos terroristas. Un fragor de espumas llena de sueño las pupilas de Juan Ciprián. Un árbol debe sufrir ocultamente cuando la sangre de un hombre abona sus raíces. Palabras de Juan Ciprián… A la sombra de los tiburones en flor… Juan Ciprián huye constantemente del mundo submarino. Es hombre de superficie. Farina será parte de algún tiburón pescado por Ciprián.
Siguen los silencios. Dos negritas vestidas de crespón bailan aún junto a mi cabecera. Tienen los senos sudados, y gritan a media luz pidiendo sexo. Cantan en «patois». Se me derrite aún el estómago. El fuego corre todavía del ombligo al techo e incendia las ciudades del cielorraso. ¡Malditos, váyanse de mi habitación! Hubo este silencio resumido y los demás siguieron diciéndose cosas. Era sudor, y mar, bailaron mucho para hacer aquel charco de sudor… Y traían periódicos bajo el brazo. Hablaban de contrabandos: «Un cuantioso contrabando de armas de fuego y proyectiles fue descubierto ayer a mediodía en un depósito de la Aduana de esta ciudad». «Alcaloide: Sustancia que forma parte de un grupo químico de principios básicos o alcalinos de origen vegetal, que forman sales con los ácidos». Todo aquello me mareaba. Se mezclaba un contrabando con los alcaloides y el mar con el sudor. Se mezcla Juan con negritas que bailan y cantan en «patois»; se mezcla Juan con los restos de César o de Pericles. Un tiburón con alcaloides dentro. Tenía un uniforme verde olivo. No es posible. Todo es posible. Pero si es Farina. No la menciones, podría volver a suicidarse. Pero, ¿está viva? Sí, lleva un niño en los brazos. ¡El niño robado! Es Farina. Quiero irme a mi cuarto. Estás en el mar y en tu cuarto y en la playa y en la locura, y en el cerro y en la llanura y en todas partes, eres Dios… ¿Soy Dios?… No me he dado cuenta. ¡La inteligencia! No, la pesca. Farina dentro de un tiburón y yo Dios. Pero viva. Farina viva. Viva y muerta. Recién muerta y recién viva. A la izquierda de la muerte o a la derecha de la vida. Era cuestión de perspectiva. Juan Ciprián me miraba con sus ojos azules y quise volver a mi habitación. Las gaviotas se rompían contra los ventanales y el universo pensaba en que existe una concavidad a la inversa en todo seno de mujer nadie puede negarlo somos seres torpes considerados torpes por la mayoría de los dioses nada puede solazarse más que un ave perdida a toda velocidad sobre el espacio infinito aprendiz de marinería… ¡La luz, se hace la luz! El profesor viene con su cáncer, y Juan, también Ciprián; hay sangridad en todos los caminos de la tierra. La voz de mamá. ¿Cómo sigue el enfermo?… Sangridad y santidad son palabras parecidas: por mares de sangridad se llega al heroísmo. En estado de sangridad murió Juan. No existen montañas que hayan podido con su grandeza. Uno se eleva, es más ligero que el aire, el mundo está debajo. Vamos a Nueva York, allí viven los ricos de Wall Street, Juan los amaba, quería ahorcarlos a todos. Juan era comunista y por eso murió. Vendrán días de fusil y cólera, Nueva York desde arriba parece un enorme puerco espín. Y también desde arriba, las tumbas son como depósitos de repuestos para automóviles. Yo veía cómo colocaban a Juan en su gaveta funeraria. Luego el letrerito –tal y como en las tiendas– con el nombre de la mercancía. Faltaba algo debajo del nombre: ¡Vendido! A alguno se le olvidó poner aquel rótulo indicador. Cuando enterraron a Juan todos lloraban, pero las abejas del colmenar comenzaron a zumbar violentamente. ¡Pobres muertos alados!, gimió alguien, tal vez yo mismo. Después supe que un muerto debe aprender muchas cosas. Debe aprender cuál es el estallido de la sombra de un general. La sombra de los generales pasea en automóvil y visita las casas de repuestos. Las ametralladoras, los cañonazos, el ritmo mortal y paralizante de los aviones. Un automóvil trajo el cadáver de Juan. Oigo el ruido de mil automóviles. Ruido fatal y descollante, con charreteras y foetes en las manos polvorientas y sucias de sangre. La cornada fatal de un automóvil es venenosa y nadie puede evitarla. Graduados en la delincuencia, los generales van de vida en vida, de muerte en muerte, de agónico en agónico. Acostadas partículas de muerte y de explosiones miran hacia los cielos. El viento de la montaña sigue siendo el traidor. Las tarántulas venían a son de bando y comprendí que aquí, entre estas cuatro paredes, me sería imposible matar a los dos locutores. Mañana los encontrarán desnucados. Mis tijeras están listas y he logrado firmar un pacto con la muerte. ¡Qué bien marchan las tarántulas! ¡Qué felicidad para sus amos, los tarantuleros del Norte!… Muerte. Muerte. Sin embargo yo soy parte de Juan, y hormigas disfrazadas de agentes policiales me recorren el cuerpo en busca de Juan. El cerebro es movible y desmontable como la cabeza, y la cabeza es un acto de fe, por eso los turistas compran cabezas reducidas inauténticas. Los malvados turistas no tienen la culpa de nada. Sin embargo en las montañas no hay turistas y el viento puede hacerse pasar como tal. Aquí mis tijeras cortas, allá las cenizas negras. (¿Pedro Mir?)… Aquí 1as camisas blancas, allá las camisas negras. (Exactamente). Mi profesor, un hombre de números. Debajo del brazo un siete, sobre la cabeza un treinta y dos, sobre el corazón un 128888965432. Hombre de números, hombre de letras, hombre de fórmulas. Así se llama a la gente. Ahora ya no sé si me casé con Indiana, si la que digo que es mi prima Amparo es verdaderamente Indiana o si Indiana es la que dice ser mi esposa y yo sospecho que no es ella. Una sola mujer y miles de figuras saliendo de ella. ¿Eres la esposa de Juan que sube a traicionarlo?… Juan no se casó nunca o sí, o no, no, nada. Querida amiga, ahora te deseo y no vienes. He dejado de sentir tus pasos. Estás aquí, voy dejando de odiarte paulatinamente… He dejado de odiar hasta la luna redonda que hace cosquillas en mi corazón. Voy dejando de odiar las inyecciones de miel de abejas. Tengo la lengua dulce. Las abejas son buenas conmigo. Me esperabas siempre cerca de la avenida. Y yo lancé aquel anillo hacia el vacío. Sin embargo me confundo. Desde 1955 hasta el momento has vivido a escondidas. Te desnudas a escondidas y me amas a escondidas. Has sufrido a escondidas. Magnolias de Helena Rubinstein. Caigo en la cursilería, pero vislumbro ráfagas de claridad. No obstante, Santo Domingo no es una ciudad podrida. Digo lo contrario de todo lo que digo. Durante la infancia tuve una gaviota que solo comía peces, calamares españoles y espumas. Me la trajo tío Enrique. Las tórtolas envenenaron a la gaviota. Nadie puede probarlo, pero yo (yo, el maldito yo) sé bien que pudo suceder de ese modo. Por aquella época se entrecruzaban las conversaciones. Tiene la fiebre alta. Ha comido excesivamente de esas frutas. 41 grados es algo terrible, ¡Heyyyy!, la voz del idiota suena fuera de mi habitación. Alguien masculla una lejana canción de sol y cocoteros, mientras las gaviotas mueren en sus nidos. Y orino junto a los postes de luz; el líquido elemento baja por las alcantarillas. Recuerdo al hombre de la pensión. Ayer nos había dicho que mañana, y hoy nos decía que mañana y mañana nos diría que mañana. Las malditas llaves girando y girando. Juan en la lejanía. La pensión era el mañana y el mañana siempre es mañana. Dormimos con las ropas encima. El cielo estaba lleno de estrellas y cada sombra denunciaba la tristeza del alma. Una, crash, dos, tris, crash, tris, rin, crash. Regresaron por fin los hijos del hospedero. Hicimos un cerco junto a la puerta, un redondel humano. Permanecimos a la expectativa, fumando y comiéndonos las uñas. Oriné de nuevo. Moriremos todos. Guardo un recorte de periódico: El secretario de Interior habló de la exterminación total. Moriremos todos en esas declaraciones. Ramos de sombra por los pies. Sangran las estrellas, el universo se desploma… el sueño no tiene fronteras; sé que no podré hablar algún día. Sé