Capítulo I

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Ella suspiró. Vació cada uno de sus alvéolos oxigenados en frustración. De sus temorosos y sacudidos dedos, dejó caer el húmedo pincel con el que había estado trabajando los últimos meses. Ella sabía que se había rendido. Como las hojas de aquel castaño otoño.

Sus pálidas piernas se pusieron en pie, haciéndose así el único motor que le impulsaba, pese a que constaban de magulladuras incontables y temblaban como si de esto se acabara el mundo. Ella sabía que se había debilitado. Como las hojas de aquel castaño otoño.

Su obsesión por la pintura se convirtió en enfermiza. La joven, durante meses, buscaba un tesoro que nunca parecía alcanzar: inspiración. Recordaba todas las interminables horas que pasaba en aquel viejo y desgastado taburete, con sus cansadas pupilas ancladas en el dichoso lienzo, el baño de lágrimas de pura desesperación que le cubrían la cara cada vez que alzaba el pincel y olvidaba aquello que quería expresar. Meses atrás dejó de creer en el arte. Dejó de creer en su propio arte.

Con cautela se acercó a la enorme ventana que destacaba en su estudio. Sus pies descalzos rozaban la fría madera que constituía el firme suelo, el cual atropellaba cada día con sus extremidades desnudas, haciendo así que la joven artista estremeciera. Observó la escena y se prometió salir de la misma oscuridad de la que la ciudad estaba sometida en ese instante.

Edimburgo estaba ahogada en una tormenta que se hacía parecer interminable. Las grandes masas de nubes grisáceas y pálidas se acumulaban haciendo formas fascinantes. Se veían paraguas de todos los colores, de tal manera iluminaban de color los edificios de aquel antiguo lugar. De vez en cuando, los truenos se adueñaban de la ciudad entera, sacudiendo sus suelos y ventanas con fúria, provocando lágrimas de terror a los niños más pequeños. Pero a la muchacha lo que realmente le maravillaba eran las hojas caducas que se descolgaban de los brazos de aquellos monumentales y robustos árboles. Se podía pasar días contemplando cómo danzan por el viento, saludando a todo aquél que pasa, diseñando formas imaginarias, moviendose más rapido, más lento ... Ella se sentía identificada con este paisaje. Pero nunca inspirada.

Conscientemente y sorprendiéndose a sí misma, dio un fuerte golpe al vidrio de su ventana. Pronto sintió los cristales rasgar su piel, luego su carne. Memorizó el trayecto que realizaban las gotas de sangre deslizandose por su brazo. Entonces, cerró su puño con más fuerza, notando cómo las pequeñas piezas se incrustaban cada vez más, enterrándose en el pellejo que le recubría la mano. Y paró. Y sintió dolor. Pero sintió. Y eso es lo que más importaba tras esos meses desprovistos de emoción.

Fue entonces cuando su cabeza volvió a trabajar. Se le iluminó la mirada, y a continuación esbozó una brillante sonrisa. Al fin había encontrado el inicio a la inspiración.

Ignorando su mano herida y el hueco roto que quedó en el vidrio, corrió hasta su habitual taburete. A continuación, con entusiasmo, alcanzó un nuevo pincel y recolocó su caballete.

Pero las horas pasaban, varios lienzos deshechaba, y no obtenía nada. Decidió rendirse y tiró su pincel al suelo, como era habitual.

Las próximas horas las permaneció completamente inmóvil, justo en la misma posición en la que se encontraba.

Oh, ingenua; se le resbalaba el tiempo y su alma se ennegrecia a la vez que los callejones de aquella pequeña ciudad, amenazados por la noche, tan puramente negra como una gota de tinta esparcida en agua.

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⏰ Última actualización: Jun 13, 2015 ⏰

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