Único

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El anciano observó al joven de veinte años que permanecía sentado delante de la lápida ilegible. Le habían dicho que había pasado allí varios días sin moverse. Era hora de hablar con él, por lo que se acercó con la ayuda de su bastón de madera.

—Hola, joven, ¿Qué haces?—El joven levantó la mirada, como si esperase a alguien, pero al ver al anciano, volvió la mirada a la lápida.

—Hablo con mi prometido.—Contestó.

—¿Y cómo sabes que está ahí, si la lápida no tiene nombre?

—Porque pregunté por la lápida de los destinados y me dijeron que era esta.

—Me suena el nombre de los destinados. ¿Me cuentas tu historia?

El joven tragó saliva, pero se le veía dispuesto. Necesitaba compartir su dolor.

—No hay mucho que contar, fuimos novios una temporada y a los dieciséis años yo entré a trabajar en una herrería y él ayudando en casas. Íbamos a casarnos, después, con algunos ahorros, construiríamos nuestro hogar.

—Hacíamos tan buena pareja que todos nos llamaban los destinados, por desgracia llegó la peste, esa enfermedad que se llevó a medio pueblo. A mí me cogió en la herrería y a Pablo en una de las casas en las que servía.

—Estuve en la herrería varios días mientras me cuidaban, ya que no tenía otro sitio al que ir. Cuando recobré el sentido, me enteré de que había muerto y aquí me vine.

Permanecieron en silencio un tiempo. Entonces, el anciano hizo notar.

—Tienes un extraño brazalete.—El chico observó y mostró el brazalete con orgullo.

—Está mal hecho, pero fue lo primero que hice cuando aprendí algo en la herrería, un brazalete para él y otro para mí. Símbolo de nuestro amor.

—Entiendo, ¿Sabes? Creo que deberías de seguir con tu vida, sin olvidarte de él, pero deberías seguir adelante. Es lo que él querría. ¿No querrías tú lo mismo para él, si fueses tú el muerto?

—Sí, claro que querría que fuese feliz.

—Si lo entiendes, ya puedes partir.—El joven se levantó y empezó a irse.

—¡Abuelo!—Escuchó detrás.—Vuelve a casa que es tarde.

Mientras el joven se esfumaba, vio a una pequeña al lado del anciano. Al anciano le caían dos lágrimas tenues, mientras acariciaba la cabeza de su nieta.

Se fijó en la muñeca de la mano con la que acariciaba a la niña, y allí pudo ver el otro brazalete que había forjado.

—Adios... Pepi.

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