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LOS DIABLOS SEGUIRÁN AHI POR LA MAÑANA
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- Escucha este - dijo Levy - Avistamiento de diablesa en el sur de Italia...

- ¿Con el pelo dorado? - preguntó Gajeel. Su voz sonó amortiguada. Tenía una almohada sobre la cara y había estado tratando de dormir.

- En realidad, rosa. Supongo que las legiones de Satán están explorando diferentes opciones de vestuario - Levy estaba incorporada sobre la cama, leyendo en su computadora -. Dice que escaló por el muro de una catedral y siseó, momento en el que el testigo pudo comprobar, a una distancia de varias decenas de metros, que tenía la lengua bífida.

- Que buena vista.

- Sí - Levy hinchó las mejillas y regresó la mirada a la pantalla del buscador -. Montón de idiotas.

Gajeel echó un vistazo desde debajo de la almohada.

– Ahí afuera hay mucha luz – dijo – entra en mi guarida.

Guarida. Tiene usted una guarida un poco extravagante, señor.

– Tiene el tamaño justo para mi cabeza.

– Ajá – dijo Levy vagamente –. Aquí hay uno de ayer, eh. Backersfiel, California. Pelo dorado, abrigo elegante, flotando. ¡Viva! ¡Encontramos a Lucy! Lo que no me queda claro es qué hace en Bakersfield, California. Acechando a niños en una escuela – soltó un resoplido burlón y regresó a la página de Google.

Daba la sensación de que el mundo estuviera invadido por diablos de pelo dorado. Los mismos foros de internet que informaban sobre la presencia de ángeles entre los seres humanos estaban también al día respecto a la situación de los diablos y, por pura casualidad -ejem-, desde la confrontación sobre el puente de Carlos ampliamente televisada, los diablos tendían a llevar el pelo dorado, gabardinas negras y ojos tatuados en las manos.

Lucy se había convertido en el rostro del apocalipsis, algo que, casualmente, Levy consideraba una verdadera infamia. Incluso había aparecido en la portada de la revista Time con el titular: «¿Es esta la cara del demonio?». Incluía esa magnífica fotografía que alguien había tomado aquel día en la que Lucy estaba frente a los ángeles con el pelo alborotado, las hamsas levantadas delante de ella y una expresión en el rostro feroz concentración y un atisbo de… deleite salvaje. Levy recordaba el deleite salvaje. Había sido un poco extraño. Time había tratado de entrevistarla para el artículo, pero, qué raro, no había publicado su respuesta salpicada de palabrotas. Loky, por supuesto, no los había defraudado.

– Ven a dormir – insistió Gajeel –. Los diablos seguirán ahí por la mañana.

– En un minuto – respondió Levy, pero no fue un minuto. Una hora después, se había preparado una taza de té y se había trasladado al sillón que había junto a la cama. Los foros no la estaban conduciendo a ninguna parte; era donde acudían los loquitos a jugar. Delimitó su búsqueda. Ya había rastreado la dirección IP del único correo electrónico de Lucy hasta Marruecos, algo que no le sorrendió, lo único que sabía de su amiga era que había estado en Marruecos. Sin embargo, no se trataba de Marrakech, sino de una ciudad llamada Ouarzazate -pronunciado Uar-za-zat-, en una región con oasis de palmeras, camellos y kasbahs en los limites del desierto del Sahara.

¿Polvo y luz de estrellas? Bueno, si. Con un poco de imaginación.

¿Sacerdotisa de un castillo de arena? Las Kasbahs se parecían extraordinariamente a castillos de arena. Lo malo era que había unos cincuenta millones de ellas repartidos por cientos de kilómetros. Aún así, Levy se entusiasmó. Tenía que ser eso. Se le había metido en la cabeza esa estúpida canción, Rock the Casbah, y la tarareaba mientras se tomaba el té y habría docenas de páginas web que en su mayoría resultaban ser empresas de senderismo o «autenticas experiencias nómadas» en hoteles Kasbah, todos ellos con unas centelleantes piscinas que no le parecieron adecuadamente nómadas.

Y entonces se topó con un blog de viaje que un chico francés había escrito sobre su recorrido a pie por la cordillera del Atlas. La entrada era de hacía solo dos días e incluía sobre todo fotografías de paisajes y sombras de camellos y niños polvorientos vendiendo joyas al borde de la carretera. Pero de repente apareció una imagen que empujó a Levy a dejar a un lado su taza de té e incorporarse. La amplió y se inclinó para verla más de cerca. Aparecían el cielo nocturno con una media Luna perfecta y -suficientemente vagas para pasar desapercibida sino se hubiera estado fijando— varias figuras. Seis en total, con alas, y visibles sobre todo porque tapaban las estrellas. Resultaba difícil determinar la escala en una fotografía del cielo, pero el texto explicativo la impactó.

«No le digan a los cazadores de ángeles, pero aquí abajo tienen unos pájaros nocturnos increíblemente grandes».

Días d Sangre y Resplandor #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora