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Le gustaba el cielo que veía. Sí, quizá fuese el terco cielo grisáceo inglés, que rara vez permitía que los rayos del sol se colasen entre sus nubes, pero él amaba ese cielo como poco en la vida.

Como a su hermana. Como a Belle. Como a aquellos ojos dorados que le observaban, ocultos bajo el ancho ala de un sombrero de caza negro, con una mezcla de sorpresa, rabia y tristeza.

Mientras caía al suelo, se preguntó por qué la vida era tan cruel. Por qué el destino hacía a los humanos amar aquello que fácilmente podría destruirles. Por qué no pudo ser como se esperaba de él, en todos los aspectos de su vida, esa que, entonces, tocaba su fin.

La frialdad del suelo se transformó en suavidad. Ah, era cierto. Ella estaba allí. La segunda mujer de su vida, tras su queridísima hermana pequeña. La joven que le había arrebatado a Lyrica el puesto de mejor amiga. Creía escucharla sollozar, pero aquello era imposible: Isabelle no lloraba, por nada ni por nadie. Y, sin embargo, pronto sintió sendas lágrimas caer sobre su frente y sus mejillas, lágrimas cálidas, como la joven que trataba de detenerlas, mientras le acariciaba el cabello, con ternura, en una súplica silenciosa al Dios que pudiese oírla por mantenerle a su lado.

El joven alzó la mano, alcanzando la blanca mejilla de la muchacha. Ella quiso detenerle, obligarlo a guardar sus fuerzas hasta que llegase un galeno y poder atenderle, salvarle. Pero ambos sabían que sería inútil. Al fin, su mano se posó en el rostro de la joven, desviando el camino de sus lágrimas. Ella la atrapó entre las propias, apretándole suavemente. Quiso pedirle que se quedase a su lado. Prometerle que, en cuanto se recuperase, marcharían a Italia juntos, y ella se aseguraría de sanar la herida que aquellos ojos dorados habían abierto en su pecho, tanto la visible, como la invisible. Mas era incapaz de hablar. El dolor la rompía. Cada segundo que pasaba, su querido amigo se alejaba más de ella, y quedaba más cerca de la Parca.

Él también lo percibía. Una de sus típicas sonrisas curvó sus labios, infinitamente más débil que de costumbre, pero siempre honesta.

-Ojalá...todo hubiese sido distinto...-jadeó- Ojalá...en otro mundo...en otro tiempo...me enamore...de alguien como tú...

Ella apretó aún más su mano, esbozando un intento de sonrisa alentadora. Lanzó una última súplica para que se quedase con ella. Él la imitó.

Oh, qué cruel era la vida, escapando de su cuerpo sin permitirle salvar a Lyrica, sin poder despedirse de su hermana, sin ver triunfar a su amiga.

Si al menos fuese a ir al cielo, podría cuidar de ellas desde allí. Pero el mundo le había dejado claro que, para los que eran diferentes, las puertas del cielo estaban cerradas.

Los ojos de Eric Pendleton se mantuvieron fijos en los zafiros que derramaban aquellas lágrimas sobre él.

Los ojos de Isabelle se mantuvieron fijos en los del joven que aún mantenía aquella leve sonrisa.

Una última vez, Eric miró a su querido cielo gris. La niebla que caracterizaba a la Inglaterra que le vio nacer pareció anidar en sus ojos, pues su vista se nublaba cada vez más rápido. Como si supiese que la cuenta atrás llegaba a su fin, cerró los ojos, queriendo evitar que Isabelle, su Belle, viese apagarse el brillo que los caracterizaba.

Para cuando los caballos de la guardia real les alcanzaron, el cuerpo sin vida de Eric Pendleton yacía sobre el regazo de una bellísima joven, cuyo rostro, oculto por algunos rizos platinos, permanecía pendiente del joven noble.

Nadie lo sabría nunca, pero en el instante mismo en que el heredero Pendleton exhaló su último aliento, la joven prostituta que lo acunaba prometió tres cosas.

La primera, que acabaría con Paris Wembley.

La segunda, que se convertiría en la mejor actriz que el mundo jamás hubiese conocido.

La tercera, que viviría tantas vidas fuesen necesarias, hasta volver a reunirse con el único hombre al que había entregado su corazón, a sabiendas de que jamás sería correspondida. 

Echoes.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora