Capítulo 8: Reencuentro

43 3 0
                                    

Dante, Siglo XV

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Dante, Siglo XV

Avanzaba por los pasillos del castillo, viendo como me rodeaba de coloridas baldosas que resonaban con cada pisada, llamativos patrones florales en las paredes que delimitaban el espacio y un séquito de sirvientes del castillo siguiéndome como si su vida les fuera en ello, aunque siendo francos, era posible que ese fuera el caso, teniendo en cuenta que eran sobre todo a mis padres a quienes servían.

— Mi majestad, si me disculpa la intrusión, he de recordarle que mañana al alba ha de hacer la prueba de vestuario para el acto de bienvenida — Un hombre de mediana edad salió desde ese séquito y se colocó cerca de mí, sin atreverse a colocarse a mi lado. — Vendrán diez de las mejores costureras del pueblo para acabar de entallar el traje, por lo que su majestad ordena que su presencia mañana sea imprescindible, me temo que no podemos ayudarle esta vez a no asistir — Cada palabra que salía de su boca la decía más bajo, con miedo de cuál pudiera ser mi reacción ante tales noticias.

Yo asentí, resoplando ante lo extremadamente agotador que lidiar con mi padre significaba en algunos momentos como bien podría ser ese mismo.

Al ver que estaba llegando a mis aposentos, los guardias que custodiaban la entrada, sin apenas dejar de dirigir su mirada al frente o desfigurar su firme pose, abrieron ambas puertas con tal de no interrumpir mi paso.

— No se preocupe... ¿José, verdad? — Me giré para responder al mayordomo, viendo como automáticamente los diez sirvientes se paraban en seco ante mi inusual movimiento. El hombre tímidamente asintió, mientras, al igual que todos los demás, fijaban su vista al suelo, incapaces de mirarme a los ojos — Agradezco su compasión e interés mostrado de querer ayudarme, pero entiendo mis responsabilidades como heredero y haré lo que sea necesario para cumplir con el papel — Vi como todos asintieron y me giré, dispuesto a entrar a mis aposentos y descansar.

— Majestad, siento detenerle de esta manera. — Escuché una fina y nerviosa voz alzarse entre el silencio y detuve el paso — Cuando limpiamos sus aposentos, no pudimos evitar fijarnos en esa cesta en la que guarda tres patatas. — Mi mirada se dirigió al fondo de la habitación, en donde encima de una mesa auxiliar de madera de roble, se encontraba la sencilla cesta con las patatas — Nos preguntamos si desea que se las retiremos, llevan ya un par de días sin ser tocadas ante la incertidumbre de lo que usted deseara hacer con ellas — La voz prosiguió

— Oh — Aclaré mi garganta, desviando la mirada de ese cesto — No las toque, tienen un significado emocional para mí — Aclaré antes de entrar y sentir como las puertas resonaban al ser cerradas a mi paso.

Me estiré en mi cama, fijando mi vista en la común cesta que se encontraba allí expuesta. Era increíble cómo un objeto tan común podía causar un revoltijo en mi estómago, aumentando una sonrisa inconsciente en mi rostro.

Y es que era ver ese simple objeto, y mis ojos podían ver sus mechones dorados brillando bajo el sol, sus mejillas rosadas y su piel bronceada y brillante debido a la constante exposición al sol. Por el amor de dios, incluso sus piedras preciosas que tenía como ojos eran aún vividos en mi mente.

Almas PasadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora