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Fácil

Marizza P. Spirito

Luján me preguntó al volver que de dónde venía. De pronto ya no me parecía tan buena idea rememorar nuestros años de internado y vivir juntas, porque no me apetecía nada tener que dar explicaciones sobre aquello... ni sobre nada. Hacía días que estaba experimentando una sensación de fatiga que iba mucho más allá de lo físico. Era como si me cansase de todo: de la tele, de la comida, de las charlas que escuchaba por la calle, de la radio, de la música, de los libros, de las series, de los tejemanejes que se llevaban mis hermanas y hasta de mi hilo de pensamiento. De todo lo que me era conocido, pero, sobre todo, de cualquier cosa que oliera vagamente a examen.

¿Que de dónde venía? De cenar un pancho y tomarme dos cervezas con el camarero del boliche al que me llevaron para intentar superar mi ¿ruptura?

—De tomar algo con unas amigas —le mentí con soltura.

No iba a entenderlo. Ni siquiera yo misma lo entendía demasiado.

Pablo me escribió al día siguiente para preguntarme si quería hacer planes, pero le di largas.

Tampoco me parecía normal convertirnos, de un día para el otro, en hermanos siameses. Acababa de conocerlo y, aunque es verdad que era una de las pocas personas con las que me encontraba a gusto..., no me parecía normal. En el fondo, muy en el fondo, nuestra naciente amistad me parecía rara. No tenía nada que ver con el hecho de que yo formara parte del comité directivo de una gran multinacional, de la que tenía una cantidad importante de acciones, y él tuviera tres trabajos mal remunerados y seguramente con contratos inexistentes o deficitarios. Ni siquiera con el hecho de que llevara un pantalón de chándal negro cuando quedé con él en un parque para recoger cacas de perro. Era más bien... que era la primera y única persona ajena a mi vida (trabajo, eventos sociales, familia) con la que establecía una relación de amistad y no quería ni abusar ni obsesionarme ni confiar todo mi corazón a alguien a quien todavía no conocía demasiado, por muy buenas que parecieran sus intenciones.

Por la noche, cuando ya estaba desesperada en casa sin saber qué hacer, me escribió para hacerme la proposición más extraña que había recibido en toda mi vida:

¿Vemos una peli y la comentamos?

Él me había contado que vivía cerca de Avellaneda y yo en Nordelta, pero aquella noche vimos juntos, a pesar de los kilómetros de distancia, Doce hombres sin piedad. La estaban poniendo en uno de esos canales nostálgico de la TDT y no dejamos de comentarla durante el tiempo que duró.

 
Mía propuso que nos viéramos el jueves por la mañana. Tenía que ver cómo estaba quedando el puesto de su marca de joyas en una tienda multimarca del centro y después le habían convocado a una reunión que no le iba a dejar tiempo para quedar a comer, de modo que se le ocurrió que un desayuno tardío era una buena excusa para vernos las tres. Y el plan les pareció redondo. A ellas. Yo quería comer Doritos en casa, viendo Mi vida con 300 kilos, pero, como de costumbre, nadie me preguntó qué era lo que a mí me apetecía.

—Me encontré a mamá en la calle —dijo Mía con cara de congoja nada más sentarse en la mesa en la que ya estábamos acomodadas y servidas Luján y yo—. Estaba tomándose una mimosa en la terraza del Hotel Four Seasons. ¿Creen que deberíamos preocuparnos?

—¡Mira, mira! Mira cómo me preocupo —soltó Luján mientras le daba un bocado enorme a un bocadillo de tortilla de papa.

—¿Qué tal está quedando la tienda? —pregunté.

—Bien, bien. Escucha, mañana tengo que ir a ver al detective. Me acompañan, ¿verdad?

Luján asintió con vehemencia. Lo cierto es que estaba living con eso de contratar a un detective privado que persiguiera a nuestro cuñado. Le parecía la leche de divertido. Yo, sin embargo, me hice la longui mirando el móvil.

Un Plan Perfecto || {Pablizza} ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora